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Las últimas navidades del Emperador en Yuste

Carlos V abdica oficialmente en el Palacio de Brabante de Bruselas el 25 de octubre del 1555. Luego emprendería aquel último viaje a los reinos hispanos, a Extremadura, donde se retira del mundo, olvidándose de sus lujos y poderío. En su marcha, le acompaña en las naves que arrancan  en Flesinga un millar de marineros, más un centenar y medio de servidores, una pequeña parte de la servidumbre que en su palacio de Bruselas, ascendía a más de 750 personas. Entre estos viajeros figuran insignes eclesiásticos y nobles: ocho capellanes, cuatro mozos de litera, seis lacayos, ochenta y cinco arqueros y hasta cuatro tañedores de vihuelas de arco y treinta y seis cantores de su capilla musical, así como otros gentileshombres, cirujanos, boticarios, cocineros, cerveceros, bodegueros, limosneros, etc.

Sin embargo, después de llegar a Yuste, a donde se retira definitivamente de todo tipo de lujos palaciegos, se queda con 62 personas a su servicio.

Su intención, al construir el palacete junto al monasterio jerónimo,  es de recuperarse de sus enfermedades, sobre todo la gota que le mortifica cada vez más rabiosamente desde que la padeciera por primera vez a los 28 años de edad; también se retira para disfrutar de la paz de las cosas sencillas, de los placeres de la buena mesa, de sus artilugios y mapas, de la caza y la pesca (cuando se lo permiten sus males) y para preparar su encuentro definitivo con Dios… un tiempo que él esperaba que fuese largo, al menos como el de su madre, Juana la Loca, que se acercó a los 80 de edad.

En este mes de diciembre de 2017, cuando se cumplen cuatrocientos sesenta años de su muerte, nos viene a la memoria el recuerdo de aquellas últimas celebraciones pascuales del Emperador en 1558…

Las crónicas nos cuentan que aquellas fiestas natales en Yuste, húmedas y lluviosas, zarandeado por el presentimiento de una muerte próxima, las pasó particularmente triste, solo y aquejado de un fuerte romadizo que le restó casi el apetito… Ni siquiera se atrevió a participar en los oficios religiosos de los frailes relativos a la Natalidad y Epifanía de Jesús, que siempre le emocionaban.

Silla de Carlos V en el Monasterio de Yuste

En su estado, aquella Nochebuena, acomodado en su silla ortopédica, diseñada especialmente para él por Juanelo Turriano, cerca de la chimenea, su cocinero de turno quizás eligiera para él algunos de los platos para enfermos y dolientes, como el ”Sopicaldo”, la “Torta destilada para dolientes”, o el llamado “Manjar blanco para dolientes que no comen nada”…, y, como fruslería navideña, tal vez se permitiera saborear algún “Mazapán de Toledo para dolientes que pierden el comer, muy buenos y de gran sustancia”, un “Papín con suplicaciones” o una breve “Almendrada para dolientes muy debilitados”, platos todos acompañados del popular “Ordiate”, un “vino de sen” o  un parco “Letuario de guindas para enfermos que han perdido las ganas de comer”…

Y así pasa las fiestas: solo, sin familiares y allegados, aunque nos atrevemos a afirmar que cercanos debían andar su ayuda de cámara, Guillermo Van Male, su médico Enrique Mathys y hasta su mayordomo, Luis Méndez de Quijada.

Pero él está tristes y se siente solo. Son las últimas Navidades para un Emperador, dueño de medio mundo, al que se llevaría, apenas diez meses más tarde de aquel mismo año el paludismo o malaria, como se llevó a otros vasallos y gente de su séquito y aun a algunos vecinos de Cuacos o Garganta.

Publicado el 3 de diciembre de 2017

Texto de José V. Serradilla Muñoz para su columna Bitácora Verata

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