A pocos pasos de la Catedral, traspasando la penumbra placentina, suenan los clásicos doce compases distintivos de uno de los grandes géneros musicales. Dentro, en el local, el sonido del blues arrolla los sentidos.
A uno se le viene al pensamiento Robert Johnson, ese hombre que hizo un pacto con el diablo en un cruce de caminos para ser un auténtico bluesman. Y lo consiguió. Lo demuestra Robert Johnson en los versos de “Love in vain”, (que recomendamos escuchar mientras se lee a Alfonso Trulls) y hablan de la noche en una estación del ferrocarril y susurra algo acerca de las luces de un tren que se aleja llevándose un amor en vano.
Uno también quisiera hacer un pacto con algún diablejo, en algún lugar de Las Hurdes o de Sierra de Gata, sólo para poder hacer sonar una guitarra Gibson o una Fender Strat para tocar y cantar como lo hacen los maestros de ese género.
Bajo al río, el que me refresca siempre -ahora algo seco- que fluye haciendo skat con las piedras de su cauce, cantando una esperanza inmediata de abundar en caudal. Jerte blues.

Pegado a su ribera, oigo cómo una mujer evoca con su voz a Aretha Franklin, a Peggy Lee, a Spanky Wilson y a Patsy Cline. También le pega al rockabilly acompañada por una base de buenos músicos.
Un verano que no quiere acabarse, me deleita con las versiones de los auténticos orígenes de la música que adoro, en las calles de la ciudad en la que vivo, en su cercano río. En la noche, suena esta Plasencia a clásica y a moderna, como a una sinfonía de blues y rock que me seduce.
Publicado en septiembre de 2015