Impaciente debe estar el viajero por descubrir el misterio de la pequeña rueda cuarcítica, con talla claramente de factura prehistórica y una extraña perforación en una de sus caras, donde, sin lugar a dudas, pivotó algún soporte, eje o punta. Esta rueda pétrea apareció medio enterrada en el suelo, al lado de lo que fuera el posible baptisterio de la ermita visigoda que describimos en el capítulo anterior. La pieza carece de secuencia estratigráfica y su contexto es más que difuso. A su vera, se rastrean otros cantos de cuarcita trabajados, no más de una veintena, como un artefacto prismático en el que se aprecia el córtex en sus caras superior e inferior, laboreado con la misma técnica lítica que la rueda. Pero estos elementos cuarcíticos debieron ser traídos desde el cercano paraje de La Güerta Pañálih, donde se acumula mucho ripio de tal material en un fondo de valle. ¿Cuándo o por qué están estos artefactos líticos junto a las ruinas de la ermita visigoda? Difícil respuesta. ¿Qué pinta una rueda pétrea, muy rodada, plagada de líquenes y que fue tallada con peladura que seguía el sentido de las agujas del reloj y con una clara dirección centrípeta? Método Levallois, propio del modo lítico 3, cuando el mundo de los neanderhales estaba en su apogeo (Paleolítico Medio, que se extendió por gran parte del Pleistoceno superior, época Musteriense: 15.000-127.000 Antes del Presente/ 40.000-30.000 AP.)
Siempre se dijo que la rueda no aparece hasta el Neolítico. Pero podemos confirmar que objetos en forma de rueda, tal vez sin el sentido funcional que tuvo en esa época, ya se fabricaron varios milenios antes. El debate hace tiempo que está servido: las habilidades de los neardenthales nos sorprenden a cada vuelta de la esquina. A lo mejor el viajero, en su incansable caminar, topa con otro hallazgo semejante, como aquella otra rueda, más pequeña que la descrita, también de cuarcita, color cremoso o pálido, que hallamos, hace escasos días, al sitio de La Rinconá de la Gacha, pero, en esta ocasión, dentro ya de un contexto ricamente musteriense. Puede que también se pregunte el viajero por los autores de esa perforación con tan perfecto pulimentado, cual si se tratase de un embudo fabricado por una hormiga león, que presenta nuestra rueda en una de sus caras. Pensamos que, pese a su enorme dureza, podría haber servido de rangua para alguna antigua engarilla (rústica cancela de hierro que sirve de acceso en muchas fincas). Pero cuando le mostramos la pieza a varios campesinos, todos, sin excepción, lo descartaron. Explicaron que siempre se fabricaron las ranguas con piedras pizarrosas y de moleña, más aptas para que el pivote girara con holgura; nunca con rólluh ni jigárruh (cantos rodados).
Vicus
Una vez que el viajero se lleva la ermita de San Pedro archivada en su memoria, podría dedicar un valiente rato a observar los torreones, levantados a piedra seca, donde agonizan oxidadas y viejas norias, con los cangilones ya destartalados, igual que las casetas de los antiguos güertéruh (hortelanos). Todo un sistema de tablares se escalonan hacia la Rivera de Santacruz, sembrados hasta no hace muchos años de mil clases de hortalizas, que se comercializaban en el mercado de los martes, en Plasencia, o en otros de menor entidad de localidades cercanas. Los pimientos se secaban al humero y, luego, se llevaban al molino para convertirlos en pimentón. Todo un sistema de acequias, a veces sobrevoladas y también construidas a piedra seca, transportaban el agua hasta los tablares. Desde el paraje del Valli de Santacrú hasta la Güerta del Jinojal, toda la Rivera abajo, estaba plagada de huertas, cuyo continuo movimiento humano llenó de vida estos lugares hasta los años 80/90 del pasado siglo. Pero ya declinó aquel vivir, como las ruinas de los muchos molinos que, comidos por las malezas, van flanqueando la mentada Rivera.
Frente a la ermita, al otro lado del cordel pecuario, apenas si se ven fragmentos rodados de cerámicas de lo que fue un vicus tardoantiguo. Como observará la aguda vista del viajero, el terreno, convertido ya en pradería para vacas o cochinos, no se remoza con la reja del arado desde hace un montón de otoños. Por ello, no se ve lo que hay en sus entrañas. Los ripios pedregosos que sobresalían en el terreno serían aprovechados por los labriegos para las mamposterías de sus casetas y para murar sus huertas. Echándole imaginación, el viajero hasta podría dibujar en su mente la maqueta de lo que podría haber sido ese pequeño asentamiento, donde asoman, casi imperceptibles, algunas cimentaciones. Y tal maqueta le describiría toscas cabañas, no muy distantes a las humildes casetas de los huerteros.
Tal vez, algunas estuviesen cubiertas de tejas, pero seguro que mayor parte de ellas estarían techadas con monte o bálago. Pavimentos de tierra apisonada o enlanchados. Alguna edificación más lujosa, con suelos formados por una mezcla homogénea de yesos y arcillas; posiblemente, con algunas improntas vegetales. Algún que otro silo, algunos hornos y pequeños pocillos, así como hogares de invierno y de verano. Pero solo con una excavación arqueológica saldríamos de dudas. Para ello, habría que seleccionar algunas unidades estratigráficas y confeccionar las fichas correspondientes, teniendo muy en cuenta que las estructuras deben tener una pérdida sustancial del registro arqueológico original, por causa de muchos siglos de labores agrícolas continuadas.
A punto de dejarse de labrar estas tierras, recogimos varios fragmentos de cerámica con decoración a peine y acanalada, y otros de pastas arenosas, modelados a mano, con aspecto rugoso y desgrasantes de tamaño medio y grueso (cuarzo lechoso y mica, fundamentalmente). Igualmente, trozos de tejoletas de perfil curvo, con algunas digitaciones. Cocción claramente reductora. Pastas pardas, oscuras y rojizas. Seguro que pertenecientes todas esas cerámicas a cuencos carenados, ollas, tinajas tipo dolia, jarras, vasos y otros diversos morfotipos que compondrían la vajilla doméstica. Rústicas vajillas que se encontrarían dentro de casas conceptuadas como unidades de producción asociadas y usadas por una población que se agruparía alrededor de ciertas cabañas de tipo familiar. Dos o tres clanes que darían lugar a una granjería o asentamiento rural abierto y con un modelo de organización espacial dispersa hacia el interior. Sus límites serían las lindes de las parcelas cultivadas y posiblemente fueran fijados desde el inicio del poblamiento.
El viajero, mientras mide sus pasos entre el pastizal, las formidables encinas y algún que otro muru (chozo a piedra seca y con falsa bóveda) o alguna zajurda (zahúrda), debe tener muy en cuenta que está ante un vicus o asentamiento rural de tipo aldea, con acusados rasgos agropecuarios y que hay que fechar, posiblemente, a finales del siglo VI o principios del VII. Podríamos estar ante un ejemplo claro de un poblado que lleva aparejado los cambios acaecidos en el poblamiento rural de la época, provocados por el colapso del imperio romano de Occidente. Como dijimos más arriba, una excavación arqueológica, con sus lecturas del registro ceramológico y sus análisis arqueozológicos y paleobotánicos, nos llevaría a profundizar en la evolución diacrónica de estos caseríos rurales, su distribución interna y la interrelación de las partes que la integran. Así podríamos entender el proceso de transformación del medio rural entre la época tardorromana y la medieval, vislumbrando ya el nacimiento de muchos de nuestros pueblos actuales. Pero, en fin, no metamos al viajero en más berenjenales y dejémosle que vaya a refrescar sus carnes en las cristalinas aguas de la Rivera del Bronco, siempre alerta ante las marmitas de gigante, que los lugareños llaman óllah y tinájah, porque a más de dos le jugaron una mala pasada. Y, luego, que campe a sus anchas, pues largo es el camino y aún le quedan muchas jornadas para rematar su periplo por estos sorprendentes y emblemáticos Montes de Cáparra.
Fotografía superior: Fragmentos cerámicos del asentamiento tardoantiguo. (Foto: F.B.G.)
Texto de Félix Barroso para su columna A Cuerpo Gentil. Las opiniones e imágenes publicadas en esta columna son responsabilidad de su autor.
Publicado el 24 de septiembre de 2019