Bien sabe el trotacaminos, en cuya mochila lleva apuntes de Pierre Clastres y de David Graever, que, cuando se pisa sobre las huellas de sociedades primitivas, debemos manejar postulados arqueológicos que piensen en el individuo y no solo en quienes ejercieron gobiernos y jefaturas. No podemos adentrarnos en esas sociedades poniendo el foco solo en lo económico, porque de esa manera jamás podremos objetivar los términos políticos de este o aquel pueblo. Deséchese el término ‘político’ tal y como se entiende dentro de una democracia liberal y burguesa, y entiéndase más bien como la participación directa del individuo en su comunidad, o el conjunto de directrices que rigen la actuación de ese individuo en una situación determinada o en otros variopintos campos. Hay que pensar, por lo que sabemos, que las sociedades primitivas no se regían por el principio liberal de ‘tu libertad empieza donde acaba la mía’, sino, más bien, en otro principio distinto: ‘tu libertad se proyecta sobre la de los demás; cuantas más personas sean libres, más libre soy yo’.
Sirva esa introducción para recordar que, en líneas que atrás se fueron quedando, dejamos a ese singular paisano que fue Teófilo Montero Martín, conocido por estos contornos como ‘Titín’, en medio del viejo yacimiento arqueológico de ‘El Castilleju’. Realmente, sobre este personaje que fue todo un autodidacta, dotado de buen coeficiente intelectual y todo un carácter heterodoxo y rupturista, lo que le llevaba a desentonar entre el campesinado de su tiempo, se cuentan curiosos hechos. Algunos de ellos ya se han convertido en leyendas rurales, que no tienen ni un siglo de recorrido. Refieren, valga el caso, que, en una matanza familiar, aprovechó la ocasión para subir a un montón de parientes a la caja de una camioneta que había comprado. En aquellos años 20 del siglo XX, el carné de conducir no pasaba de cuatro páginas y lo extendía el gobernador civil de la provincia, que era el examinador. Costaba entre 15 y 20 pesetas y no se podía conducir a más de 12 km/h en las travesías y de 28 km/h en las carreteras. La multa era de 5 pesetas, acompañadas del coste de la reparación, si se tiraba un poste de la carretera. En caso de que una mujer pretendiese obtener el carné, debería presentar un permiso extendido por su marido. De los pocos que conducían, la mitad lo hacían sin carné. ‘Titín’, que sepamos, no tiró ningún poste, pero al llegar a la curva de la carretera de Plasencia, en el paraje de ‘La Juenti Lugal’, dio un volantazo y vació la carga. La velocidad era poca y solo hubo rasguños, pero la cabina quedó bastante dañada. No había problema. Él hizo de chapista y de mecánico de averías internas. La quedó en perfectas condiciones. ¿Cómo lo consiguió? No se sabe, pero el caso es que la puso en marcha y le sobraron más de un buen puñado de tornillos. Con ella, siguió conduciendo varios años.
Pisándole los talones a los romanos
Don Mario Camisón Arias-Camisón fue un nombrado maestro del cercano pueblo de Santacruz de Paniagua. Falleció con 101 años en 2009. Además, era amante de la historia, de la escritura y la poesía. Le conocí cuando andaba de cura párroco en tal pueblo un paisano y buen amigo mío, don Fausto Sánchez Dosado, que se nos fue demasiado pronto, ya que la parca nos arrebató su alma (como cristiano la tenía y muy grande y solidaria) y cuerpo el día de Santa Violeta y San Timoteo y cuando nuestros vecinos de la villa jurdana de El Casar de Palomero celebran su feria y rinden culto a la Cruz Bendita. El mismo día que también fallecía Jerzy Kosinski, famoso novelista polaco. Don Fausto solo sumaba 64 años. Conoció don Mario a Teófilo, con el que disertó varias veces cuando, en su borriquillo o con las sandalias de San Fernando, incursionaba por los términos de Santacruz, buscando reliquias tanto arqueológicas como geológicas o botánicas. O desplegando sus facultades de zahorí, con su péndulo y sus varillas. Incluso era un gran aficionado a la astronomía. El maestro ‘cebolleru’ (así son conocidos en la zona los vecinos de Santacruz de Paniagua) decía de él que ‘bajo su caperuza parda, se escondía todo un hombre del Renacimiento, incomprensible para el común de los mortales y poco ilustrados vecinos de aquellos pueblos, que no era extraño que lo tomasen por loco o chiflado’. Volveremos a sacar de la mochila los nombres del maestro y el cura, pero ahora el trotacaminos tiene que avanzar por la vereda y seguir tras los talones de la Vieja Roma.
Como es lógico, ‘Titín’ no supo nada de la obra de Pierre Clastres, pues la ‘Dueña de la Guadaña’, tan absurda, incomprensible y malintencionada muchas veces, degolló a este insigne pensador con tan solo 43 años (1977), en plena efervescencia creadora y en la plenitud de sus fuerzas vitales. Justamente cuando intentaba afianzar su teoría sobre la génesis del poder político y su correspondiente surgimiento del Estado en la sociedad, rompiendo así con las doctrinas estructuralistas, tan en boga en aquellos años. Ni tampoco supo nada de David Graeber, hijo de un brigadista que luchó contra el fascismo en la guerra de sedición española (no ‘civil’, como llaman equivocadamente muchos). Graeber vio la luz en 1961, y Teófilo cayó para no levantarse nunca más solo seis años más tarde. No obstante, él, sin saber nada de estos insignes antropólogos libertarios, pensaba de manera semejante. Comentábamos, en anterior capítulo, que devoraba los periódicos de ‘Solidaridad Obrera’.
Comienza a descender nuestro trotacaminos por la falda que mira hacia el suroeste del cerro de ‘El Castilleju’. Todo un mosaico de viejos olivos escalona el paisaje a medida que se acerca al arroyo que, por estos parajes, recibe el nombre de ‘La Rocetuna’. Si bien la sílaba ‘ro’ tiene toda la pinta de ser un metaplasmo (tipo de apócope) de la voz ‘arroyo’, no las tenemos todas consigo. Aparece en otros topónimos de áreas geográficas donde predominan las antiguas hablas astur-leonesas, sin que haya, en algunos casos, ni un simple regajo que atraviese tal paraje. Así ocurre, también, por el pago de ‘La Rosequeru’, no lejano de estos huertos que, ahora, va examinando el trotacaminos. En nuestro caso, como el de otros de la misma demarcación catastral (‘La Rolobatu’, ‘La Rojuenticraru’, ‘La Rolanguila’, ‘La Roveneru’…), sí se corresponde con una corriente de agua de cierta entidad. Ya quedó enterado el correcaminos que la corriente del arroyo de ‘La Rocetuna’ envuelve parte de la base del mencionado cerro. La reja del arado ha ido levantando, a lo largo de los siglos, fragmentos de ‘tégulas’, ‘ímbrex’, ‘dolias’ y otras cerámicas pertenecientes a vajillas comunes o vulgares de época romana. Igualmente, aparece algún que otro ‘pondus’ o pesa de telar y, con un poco de suerte, puede que algo de ‘sigillata hispánica’. Incluso, si la vista está educada y fogueada en lides arqueológicas, puede atinar con algún que otro trozo de cerámica indígena; generalmente a peine y perteneciente a platos, cuencos o algún vaso de características carenadas. Por lo tanto, habría que hablar de un poblamiento que es posible que tenga sus raíces en tiempos del neolítico-calcolítico y llegue a conocer a gente del Hierro (vetones) y la posterior huella romana. El hallazgo de un fragmento verde manganeso, aislado entre tanto ripio cerámico, lo catalogamos como una simple huella, sin más, de una vasija de tradición árabe o mudéjar. Las remociones seculares de la tierra en los trabajos agrícolas han deparado la aparición tanto de molinetas barquiformes como de molinos rotatorios, formando hoy parte de los ‘pareonis’ (muros que sujetan los bancales); al igual que trozos de fuste o basas de columna, un par de morteros de granito, sillares rústicamente desbastados y alguna que otra aguzadera. Apareció, igualmente, por lo que oímos, utillaje agrario, totalmente deformado y herrumbroso.
Aconsejamos al trotacaminos que cruce el arroyo, pasando de los terrenos arcillosos a los graníticos. El cauce del riacho los separa. Penetre, pues, entre los canchos del pago de ‘La Zorrera’. Años ha, cuando el que garabatea estas líneas andaba clavando los codos, se topó en tal punto con Hipólito Iglesias Blanco, conocido comarcalmente como ‘Polu el Jerreru’. Seco como una tarama y ‘jareru’, que así motejan a los vecinos de Mohedas de Granadilla. Era uno de los herreros del lugar. Estaba en una finca de su propiedad: todo un minumundo de peñascos plutónicos, donde se alzaban singulares habitáculos agropastoriles, a piedra seca. Hoy, en ruina total y comidos por la maleza. Hipólito me mostró una piedra medio enterrada y camuflada entre el espeso sotobosque del rebollar. Era un ara casi ilegible, fragmentada. Lo único que saqué en claro fue el nombre de ‘Doutia’, un antropónimo vetón, y así lo apunté en la libreta. El resto, para mis cortos conocimientos epigráficos en aquella época, eran toda una sopa de letras. Pasaron los años, bastantes, y cierto día, acompañado por mi perro ‘Salvi’, que tantas aventuras entoarqueológicas corrió conmigo, me vi metido entre aquellos robles. Ya había fallecido Hipólito. Por más vueltas que di, no apareció la maldita estela. Era buscar una aguja en un pajar. Fue un día de Jueves Santo. Lo recuerdo bien. Las viejas creencias, mamadas en la infancia, bien sincretizadas por la Iglesia, auguraban que quien osara salir a los campos a realizar cualquier tipo de quehaceres en tan emblemática fecha, recibiría un buen escarmiento. A lo mejor por ello no apareció la lápida. Pero lo que si emergió del subsuelo, entre la floresta, fue un meloncillo. ‘Salvi’, el llorado perrito, se lanzó, raudo, a por él. En menos que canta un gallo, ya lo estaba zarandeando con sus dientes. No hizo caso a mi voz alterada. Lo dejó patitieso sobre el suelo. Ya sabemos de la mala prensa que tiene esta mangosta entre los ganaderos. No olvidemos tampoco que el perro, aunque esté domesticado, es un depredador. La Naturaleza hace y deshace.
El correcaminos conoce por fotos al can que llevaba el nombre de ‘Salvi’, pero que su dueño solía llamar ‘Rebelde’, porque era incluso más rebelde que él. Piensa que la musa ‘Ojos Añiles’, la de pupilas más bellas que las azuladas del estornino pinto y cuyo amor y desvelo por gatos y perros y, en general, por todos los animales que engendró la Madre Naturaleza, es digno de admiración, también debería conocerlo y darle audiencia en sus páginas telemáticas. Y no olvide de colocar a su vera el poema con que se cierra esta crónica, trazado por la mano de nuestro poeta Lupe Lope de la Ópera, que, sin lugar a dudas, conocía la historia del perrito que lo abdujo la luna gorda y creciente de un junio que agonizaba. Ya ha llovido bastante y ha calentado el sol de lo lindo, pero, cuando miramos a la luna, henchida por jaldado embarazo, observamos una silueta pardusca en su vientre, y bien creemos que allí está nuestro perrito ‘Salvi’, el rebelde sin causa. ¿Quién sabe? A lo mejor, tenía causas para la rebeldía, como su dueño. Del poemario ‘Pan a perro ajeno’.
HUSMEANDO
Días a ciento en su alegre compañía.
Tardes de nieblas, de sol o anubarradas.
Él, mi perrito, embaído en sus jugadas;
husmeando por solana y por umbría,
y escarbando en dura tierra, a porfía,
que tardes tuvo el año, insospechadas,
que descubrió, en lo hondo, fragmentadas,
cerámicas de época tardía,
o un fósil-director del Calcolítico,
aportando a mis rastreos arqueológicos
grano de arena, firme y monolítico
para que mis criterios fuesen lógicos.
¿Casualidad?: correcto en lo político.
¿Pero acaso no hay casos paradójicos?
Foto superior: Panorámica de la loma de ‘El Castilleju’ y los olivares de ‘La Rocetuna’, vista desde el paraje de “La Zorrera”. (Foto: F.B.G.)
Texto de Félix Barroso para su columna A Cuerpo Gentil, las opiniones e imágenes publicadas en esta columna son responsabilidad de su autor
Publicado en enero de 2024