Al anochecer y durante un paseo por la ribera del río de la ciudad que habito, observo que las aguas originan pequeños y breves remolinos y que como resultado de esos rocanroles surgen unas burbujas que me quedo observando hasta que solo desaparecen, que no estallan. Me trae a la memoria algún atardecer joven en el que me encontraba en los aledaños de la adolescencia, tras una brumosa y triste niñez: “yo sé que olí a jazmín una infancia, una tarde, y no existió la tarde” como versa el poeta Francisco Brines.
En esta época del año, estas percepciones se me hacen comunes en algunos lugares cercanos: en el Jerte en su fluir por Plasencia, y en el río Arenal al brincar por la Sierra de Gredos. En esos parajes es donde uno se encuentra consigo mismo al alcanzar la ansiada tranquilidad total, el estado mental ideal para cualquier ser humano; la perfecta simbiosis entre la ecuanimidad y la imperturbabilidad, que es el necesario equilibrio para saber aplicar la indiferencia ante todo aquello que tenga vestigios de maldad. Así, de esta forma, uno, en el invierno de su vida, se enfrenta feliz y afortunado a otro estío en el cuaderno de bitácora de su propia existencia.
Este verano, que viene a ser más “normal” que el pasado, parece que viene más festero. Y no porque se recuperen grandes festejos nacionales, sino porque las personas han adquirido por acumulación más ganas de vivir y de compartir lo que queda de bueno en nuestros espíritus. Uno percibe que el aroma de este verano tiene ciertas fragancias renovadoras, como si se tratara de un perfume de calidad que apareciera en la boutique de nuestras vidas con carácter, con ganas de distinguirse. Como una nueva esencia para un verano nuevo.
Publicado el 23 de junio de 2021
Texto y fotografía de Alfonso Trulls para su columna Impresiones de un foráneo. Las opiniones e imágenes publicadas en esta columna son responsabilidad de su autor.