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Crónica de un infierno anunciado

Lo malo de Febrero de 1933. El invierno de la literatura, el libro de Uwe Wittstock recientemente publicado por el sello Ladera Norte en excelente traducción de Berta Vias Mahou, es que sabemos cómo termina, y termina mal, porque comienza con una celebración, el Baile de la Prensa, que reúne a los más florido de la cultura y la sociedad alemanas el sábado 28 de febrero de 1933, apenas dos días antes de que Hitler sea nombrado canciller de la República de Weimar, y todos conocemos bien, por desgracia, cómo acabó todo aquello. Lo que sucede en el libro, por lo tanto, no nos sorprende, pero sí nos sorprende la rapidez con la que va teniendo lugar, pues la narración, que va siguiendo la secuencia de los días, se extiende sólo hasta el 14 de marzo de ese año, y cuando uno lleva leído aproximadamente la mitad, cuando se encuentra, digamos, que hacia mediados de febrero, le parece mentira que, en un régimen democrático, con apenas quince días en el poder ―y desde un gobierno, en realidad, en minoría―, el Partido Nazi haya sido capaz de instalar y hacer efectivo semejante régimen del terror. Porque, además, si algo consigue transmitirnos el libro es esa angustia, ese terror, esa necesidad ―para algunos desde el minuto cero― de poner lo antes posible tierra por medio y dejar atrás Berlín y Alemania y la opresión, y lo logra, en buena medida, porque retransmite los acontecimientos en riguroso directo, día tras día, desde la perspectiva de escritores y artistas como Else Lasker-Schüler, Bertolt Brecht, Alfred Döblin, Georg Grosz, Gabriele Tergit o media familia Mann ―los hermanos Thomas y Heinrich y los hijos de aquel, Klaus y Erika―, aprovechando el material que todos ellos nos dejaron en forma de cartas, memorias o diarios, lo que le permiten a Uwe Wittstock contarnos con rigor lo que iba sucediendo y, a nosotros, ir viendo cómo se impone a la fuerza la ilegalidad, cómo, por medio de la violencia y con la excusa de la salvación de la patria, logran imponer decretos que contravienen los derechos más elementales, cómo empiezan los ataques, los registros, las detenciones, los campos de concentración, y cómo cada vez más y más personas se van viendo en la necesidad de escapar de su país, cada día ―a medida que se estrecha el círculo― en circunstancias más difíciles, algunos para no volver jamás. Y lo que sorprende también es la lúcida obsesión de los nazis con el mundo de la cultura, la rapidez con la que empiezan a boicotear las conferencias o las representaciones de obras de autores judíos o de izquierdas, su obsesión por controlar la red de teatros públicos, las maniobras para controlar la Academia de las Artes de Prusia y, cuando las circunstancias les permiten actuar ya sin disimulo, la toma por asalto de los bloques rojos, un barrio de viviendas baratas destinadas a creadores con pocos recursos en el que llevan a cabo decenas de detenciones de autores y artistas considerados traidores con la clara intención de silenciarlos. Se ha convertido en un triste tópico comparar aquellos días con los tiempos que vivimos, y aunque son muchos los paralelismos, como el preocupante ascenso de la extrema derecha, el creciente desprecio por la democracia en tantos países o la política salvaje de Donald Trump en sus primeros días de mandato, también te das cuenta de que si algo como lo que hicieron Hitler y los suyos fue posible, fue gracias a que, aprovechando la grave crisis institucional, las SA habían ido antes ocupando las calles dando sus primeras violentas lecciones para que todo el mundo supiese lo que cabía esperar si se enfrentaban a su partido, siguiendo esa dinámica que tan bien describe, por cierto, Antonio Scuratti en M, el hijo del siglo y que llevó diez años antes a Mussolini al poder, algo que, al menos de momento, no sucede, en nuestros países. Mientras tanto, por si acaso, lean Febrero de 1933. El invierno de la literatura, y lean, si no lo han hecho todavía, M, el hijo del siglo, porque es bueno que estemos todos advertidos y sepamos cómo suceden estas cosas, y defendamos entre todos la cultura, y la democracia, para intentar que no tengamos, un día de estos, que poner las barbas a remojar.

Febrero de 1933. El invierno de la literatura

Uwe Wittstock

Ladera norte

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