
Hay algo que siempre me ha llamado la atención en la poesía de Ada Salas. Tiene que ver con su modo de versificar. Me refiero al hecho de que, pese a la disposición aparentemente anárquica ―podríamos decir, incluso, caprichosa― de sus versos, cuando uno comienza a leerlos, enseguida percibe un claro ritmo acentual, una cuidadosa distribución prosódica que te lleva a descubrir, en el fondo, como una suerte de sólido entramado del poema, secuencias de siete, nueve u once sílabas perfectamente pautadas que luego han sido dividas por medio de encabalgamientos o amalgamadas con otras para formar una unidad diferente de sentido ―sin duda más eficaz― hasta alcanzar esa distribución personalísima de su decir poético, una forma de proceder me ha llevado en alguna ocasión a pensar que es como si, sobre la base de un esquema clásico ―el de los heptasílabos y endecasílabos sobre los que se ha construido buena parte de nuestra mejor poesía―, la autora superpusiese su propia respiración, su propio aliento, su propia voz a fin de cuentas, que es, sin duda ―diría yo―, lo mejor que puede hacer un creador al plantearse su trabajo, afianzarse en la tradición para alcanzar, añadiendo o quitando, respetándola o transgrediéndola, su propia forma de expresión.
Comienzo contando esto porque andaba yo dándole vueltas a estas cosas, con la respiración de Ada Salas en la cabeza, oyéndola casi leer sus versos sobre el blanco mudo del papel, cuando me encontré, en el estupendo prólogo de Pilar Martín Gila que abre la nueva edición de su libro La sed —publicado hace apenas unas semanas en la editorial Tigres de Papel—, un fragmento en el que, refiriéndose a la poesía de Ada, afirma que “(…) el hablar es un balbuceo en su tentativa de decir, de dar cuenta, de ser testigo y construir de tal modo algo tan fino como una respiración”, y más tarde, en el interesante y revelador diálogo entre Ada e Isabel Navarro que cierra el libro, referencias al uso del pie quebrado en el siglo XV, en autores como Jorge Manrique, y a cómo, en la oposición para convertirse en profesora de secundaria, nuestra poeta disertó sobre el papel del epíteto en el Renacimiento ―un tema que la fascinaba― y a cómo comenzó entonces recitando y comentando verso a verso la Égloga I de Garcilaso, referencias, a fin de cuentas, a la respiración y a la tradición poética que me hicieron quedarme muy a gusto, pensando que mis impresiones acerca de su forma de dibujar los versos no iban del todo desencaminadas.
“Ada Salas ―afirma también Pilar Martín Gila en su prólogo hablando de aliento, de respiración― (…) ha situado su escritura en ese lugar límite donde los movimientos del alma, la emoción, el aliento de la palabra, encarnan y agitan, son poseídos por los sentidos desde las texturas de la voz y la actividad del cuerpo”, añadiendo a continuación que “hay algo físico en la recepción de esta escritura de lo esencial, de la resonancia (…)”, en la que ―añado yo ahora― el silencio juega un papel fundamental, reduciendo lo dicho a la mínima expresión, empujándolo hasta los umbrales del decir, hacia esos instantes en los que la voz se quiebra porque lo ya pronunciado, a menudo en apenas un susurro, es más que suficiente. Y de lo que Ada trata de hablarnos de esa manera esencial, imprescindible, en ese libro es de la sed, “sobre todo ―como le cuenta a Isabel Navarro en el diálogo final―, sed de escritura. (…) sed de ese estado maravilloso de comunicación con el centro de lo vivido y de la vida que es escribir”, “la sed / que te precede // imposible palabra”, dice a este respecto en uno de sus poemas, revelándonos que lo que hay detrás de ellos es una resuelta lucha con las palabras tras la que la autora, en otra ocasión, pide extenuada “concededme una orilla / después de tanta sed”. En ese sentido resultan esclarecedoras ―en la medida en que revelan el escenario de esa lucha― las pinceladas biográficas que Ada misma nos da en esa entrevista, las una época de intensa escritura, al volver de trabajar, en un piso en Madrid, hasta altas horas de la madrugada, y que quizá expliquen el papel paradójicamente iluminador que tiene la oscuridad, tan anhelada, en los poemas de La sed, como cuando afirma esperar a “(…) ver si el día perece // y se ilumina el canto”, o cuando dice “queman los arrecifes de la sombra. / Con los dedos / heridos // acaricio un fulgor” o cuando, en un momento, tal vez, de impotencia, reclama “(…) sálvame / oscuridad (…)”, versos todos ellos que reflejan la importancia que, al menos en esa época, tuvo para ella la noche como momento y, de algún modo, lugar donde se alumbra la poesía.
Pero no son sólo la oscuridad o la sed de escritura las que protagoniza este libro de poemas de Ada Salas. También están presentes en él, de manera callada y sutil, la memoria ―no en vano está dedicado “a la casa de León Leal, 3. A todo lo que en ella vivimos” ― y, tan ligados, a ella, la pérdida y el olvido ―ardor feito de esquecimento, dice la cita del portugués Eugénio de Andrade que inaugura sus páginas―, y de ahí, por ejemplo, los poemas dedicados a la memoria del padre o a la de su amigo Pepón, y de ahí que el dolor, también, atraviese sus páginas, un dolor que se entremezcla con el que provoca el esfuerzo por decir y que, tal vez por eso mismo, acaba resultando fructífero, pues conduce al gozo, pues nos sitúa a las puertas de ese decir esencial al que la voz poética aspira, lo que explica, quizá, el deseo final que cierra esta entrega, el de “(…) que todo tu dolor // te pertenezca”, una aspiración que nos sirve, llegados a este punto, para introducirnos en Diez mandamientos, otro libro suyo, recién reeditado también, en esta ocasión por Joaquín Gallego Editor, pues aquellas palabras de Ada parecen enlazar aquí con las del poema “Callar y obrar”, cuando dice “pulir. Pulirlo. Hacer / con el dolor / lo que el mar hace con las piedras. // Pulirlo hasta volverlo transparente hacerlo // joya”, aspiración última, diría yo, de su poesía, de toda poesía, pulir las palabras hasta convertirlas en joyas.
En esta ocasión, la de Diez mandamientos, se trata de un conjunto de poemas elaborados en íntimo diálogo con dibujos escritos del artista plástico Jesús Placencia, en un diálogo tan estrecho que al final uno no sabe muy bien si es Ada quien interpreta en clave poética los dibujos de Jesús o si es Jesús el que ilustra los poemas de Ada con su caligrafía sutil. Poco importa. Porque lo que importa más bien es que entre los dos, acercándose desde puntos de partida complementarios, construyen para nosotros un decálogo para la vida del que están del todo ausentes el deber, la culpa o el pecado, un mínimo ético gentil, entre estoico y epicúreo, en el que, lejos del no robarás o del no cometerás actos impuros, se nos invita a vivir, a confiar, a estar atento, a disfrutar, a aprender, a respirar, a maravillar nos, a suspender el juicio, a callar y obrar o a, sencillamente, seguir, todo ello por medio de palabras, las de Jesús Placencia, que, arrimadas, se convierten en dibujo, y de poemas, los de Ada, que transforman los dibujos en emoción, que producen en nosotros, al leerlos, ese estallido, esa sensación que ―como Ada recuerda en “Lengua del alma”, el esbozo de poética que abre la antología publicada por la Fundación Juan March con motivo de su participación en el ciclo Poética y Poesía― “buscaba de niña cuando esperaba la noche de los fuegos en la plaza Mayor de Cáceres, en las ferias de San Jorge, y en las de San Miguel”, esa súbita cascada de cosquillas en el vientre que sentimos al descubrir ―como ella misma explica de manera bellísima en ese mismo texto― que el poema ha venido a llenar un vacío que hasta ese momento no sabíamos que existía, a decir lo que aún no estaba dicho, a menudo, haciéndonos reparar en lo minúsculo, en lo aparentemente insignificante, pues, como dice la autora en uno de estos diez mandamientos, “hay siempre algo pequeño que habla con la lengua de los astros”, llenándonos así, de pronto, de conocimiento y haciéndonos ver, de paso, que no estamos solos, que al menos alguien, quien ha escrito ese poema, ha sentido ese vacío, ese vértigo, antes de nosotros, una emoción fraternal, la de encontrarse con el otro, que late en cada uno de los poemas de La sed, de Diez mandamientos, en cada uno de los versos de Ada Salas, que llegan a nuestros ojos, y a nuestros oídos, suaves, como un susurro, anhelantes de silencio, con el intenso ritmo poético de su respiración.
Publicado el 14 de marzo de 2025