
Por tierras de Montehermoso andábamos y, en nuestros oídos, se almacenaban infinidad de sinfonías salidas de la flauta, o ‘frauta’, de los muchos tamborileros que fuimos conociendo en nuestras infancias, adolescencias y en los inicios de nuestra primera juventud. Todo un punto de inflexión al terminar nuestros estudios y, con el petate pedagógico a cuestas, arribamos a la legendaria comarca de Las JHurdes. Desde que visité por primera vez esas gigantescas montañas y esos liliputienses valles y hablé con sus gentes, me recorrió toda una extraña sacudida mi espinazo y se me subió por el tallo cerebral. Peinaba, entonces, no más de 14 años y andaba estudiando Bachillerato en Madrid. Tienda de campaña, mochila y a recorrer esas míticas y paradisíacas cordilleras. Me juré a mí mismo que un día, cuando culminara mis estudios universitarios, me abriría paso por estos montes de brezos y pizarras. Y así fue. Llegué al hogar-escolar de Nuñomoral, en el propio corazón pétreo de la comarca, y me puse a sacar del viejo arcón de la memoria sus variopintas etnomusicologías. La cabeza del concejo, que, antaño, se extendía por las mal llamadas ‘Jhurdes Altas’ (otro invento más de alguien que no entendía de latitudes y altitudes), llevaba un montón de años sin celebrarse las danzas de ‘El Ramu’, ‘El Paleu’ y ‘El Cordón’ en honor de su patrón: San Blas, el de Sebaste.


Había entablado amistad con un buen tamborilero de la alquería de El Cerezal, situada a un tiro de ballesta del hogar-escolar donde impartía mis docencias y tenía mi modesto apartamento. El Cerezal, cuyos orígenes se encuentran en el antiguo núcleo de ‘El Maúl’, perdido entre las nieblas de la noche de los tiempos, aparece hoy como una aldea encantada donde van a juntarse dos ríos: Jurde y Marvillíu, y la garganta de Arrocerezal. Casi pegado al pueblo, el paraje de ‘El Triñuelu’: voz antigua, con reminiscencia de un arcaico astur-leonés, que hace referencia a un dolmen o a un complejo megalítico. ¿A qué extrañar? Al otro lado del río, atravesando la carretera que conduce a las aldeas de Martilandrán, La Fragosa y El Gasco, se alza ‘El Collau’, todo un castro calcolítico, que ha deparado estelas diademadas, peines, punzones, fíbulas y hachuelas de cobre y multitud de fragmentos cerámicos. Se inició su excavación en el año 2000, gracias a que despertamos del letargo a cierta gente con voz de mando que conocíamos en la Consejería de Cultura de la Junta de Extremadura. Fue la primera excavación arqueológica que se llevó a cabo en esta comarca a lo largo de su historia. La dirigió un tal Miguel Ángel González López, arqueólogo salmantino que solía pasearse por la zona y que metió la mano por covachas con material prehistórico en la cuenca del río Marvillíu. La excavación tuvo sus más y sus menos y se paró en seco antes de lo debido. Nadie ha vuelto a interesarse por ella. El único organismo que reparó en ese majestuoso espigón fue, por desgracia, la compañía ‘Iberdrola’, que, inexplicablemente, con todos los permisos de las diferentes administraciones, a sabiendas de que era un área arqueológica, trazó una pista forestal y colocó varias torretas eléctricas en el verano de 2016, como ya denunciamos en su día en diferentes medios. Por cierto, bien que nos gustaría saber del señor Miguel Ángel González López, natural del pueblo salmantino de San Morales. Desapareció de Las Hurdes y se llevó con él un hermoso fragmento del galbo de una hermosa vasija de factura visigoda, con un crismón grabado sobre la arcilla. Me lo había entregado Gonzalo Martín Encinas, un jurdano de la alquería de Aceitunilla, que, aparte de ser miembro de la ‘Corrobra Estampas Jurdanas’ y el más diestro danzarín de toda la comarca, era un todo un entusiasta y autodidacta en materias arqueológicas. La pieza cerámica iba destinada al ‘Museo de Las Hurdes’, tantas veces prometido por altos cargos de la Administración regional y aún no se ha llevado a cabo, pese a que el edificio que se destinaba a tal misión, la factoría de ‘El Jordán’ (nombre espurio y que carece de toda razón lógica), continúa en pie, abandonado a su suerte. Desapareció el salmantino y también se largó con dos libros antiguos que le presté, auténticas joyas bibliográficas, y ¡si te he visto, no me acuerdo! ¿Se lo habrá tragado la tierra?

‘TÍU MINGU’

Le decían ‘Tíu Mingu’, pero su verdadero nombre era Domingo Rubio Crespo. Avezado y cabal tamborilero. Llegó a ser una gran amigo y confidente mío. Un hombre bueno y cordial, campesino apegado al terruño. Sabía muchos cuentos, leyendas y otras historias. Le gustaba el anís y otras bebidas dulces. El vino, ni lo probaba. Le traía malos recuerdos. Estaba casado con Laudelina Crespo Hernández, hija de la alquería de La Segur y que cantaba viejos romances. Estuve varias veces en su casa. Toda una delicia escucharla a ella evocando viejos sones y a su marido tañendo la gaita y aporreando el tamboril. Por suerte, muchas aldeas jurdanas, en aquellos años, todavía conservaban muy vivas sus tradiciones etnomusicológicas, aunque ya los ‘mass media’ iban imponiendo las sectarias doctrinas de la ‘modernez’ y expandiendo el castellano hasta los más escondidos rincones, destrozando a martillazos la variante lingüística astur-leonesa que se conservaba en este islote pizarroso situado en lo más alto de Extremadura. El pueblo de El Cereza contaba, en esos días, pese a su escasa entidad poblacional, con cinco tamborileros: Venancio Bonifacio Expósito, Emilio Miranda Luengo, Manuel Guillermo Velaz, Enrique Panadero Crespo (oriundo de La Aceitunilla) y Domingo. Hoy, solo queda en pie Manuel Guillermo, más conocido por ‘Tíu Manué el Canu’, nonagenario y retirado del oficio.

Cierto le día le propuse al director del centro donde desarrollaba mis tareas pedagógicas, el burgalés Luis González Martínez, recobrar las danzas que ejecutaban en honor a San Blas en Nuñomoral. Dicho y hecho. Hablamos con ‘Tíu Mingu’ para que subiera por las noches al Hogar-Escolar, con el fin de ensayar las danzas a un grupo de los alumnos mayores, seleccionados entre los muchos aspirantes. ‘Tíu Mingu’, después de regresar de sus huertos, se lavaba, cenaba y, cargado con el tamboril y la gaita, subía por un camino de cabras hasta el centro. El Cerezal estaba a escasa distancia; no más de quince minutos. También se acercaron algunas noches los vecinos de Nuñomoral Facundo Cestero Guillén y su mujer, Cristina Velaz Iglesias, así como Pedro Alejandrino Lemus. ‘Tíu Facundu, el Aguacil’ y ‘Tíu Pedru Alejandrinu’ habían desempeñado el papel de ‘El Graciosu’ en las danzas muchos años. ‘Tía Cristina’, de incansable energía, siempre vivaracha, cantaora y de buen humor, fue también, en tiempos, danzarina. Los tres peinaban ya muchas canas.

Fue entonces cuando otro tamborilero, Luis Guerrero Alonso, de Casares de Las JHurdes, que, a su vez, era el responsable de la sucursal de la entidad bancaria ‘Caja de Extremadura’, que siempre tuvo un fondo para dedicar a obras sociales hasta que fue devorada por la banca pura y dura: ‘Liberbank’ (hoy, ‘Unicaja’), consiguió una subvención para confeccionar las indumentarias de los danzarines, tal y como marcaban los patrones de la tradición. Y así fue como se fraguó el ‘Grupo Infantil de Danzas del Hogar de Nuñomoral’, que sería el embrión de la actual ‘Corrobra Estampas Jurdanas’. Recuerdo perfectamente cuando este grupo de alumnos y mi persona, todos ataviados con las indumentarias dancísticas, bajamos al pueblo de Nuñomoral. Era un 3 de febrero, efemérides de San Blas y un sol radiante inundaba los espacios. El día hacía honor al viejo cantar: ‘La mañana más hermosa // es la del tres de febrero //, con su sol resplandeciente // y el bello azul de su cielo’. Los paisanos de todo el concejo, desplazados a Nuñomoral para festejar el día, nos abrazaban y muchos lloraban de emoción, sobre todo los que habían sido antiguos danzarines. Todo salió bordado. Los chavales ejecutaron las danzas de ‘El Ramu’, ‘El Paleu’, ‘El Cordón’, ‘Los Chancus’ y otras a lo largo de la procesión y a la salida de misa. Domingo Rubio, el tamborilero, no cabía en sí de gozo. Aquella jornada quedó grabada con letras de oro para la intrahistoria de las tierras jurdanas.
LUIS QUIJADA GONZÁLEZ
No podemos rematar esta crónica sin evocar la memoria del que fuera nuestro compañero en la ‘Corrobra Estampas Jurdanas’, Luis Quijada González, que se no fue, lamentablemente, el pasado 29 de diciembre. Un año prácticamente después que se nos marchara (14-XII-2023) otro camarada y conocido investigador en los mundos antropológicos y etnográficos, José María Domínguez Moreno. Luis Quijada nació en Montehermoso y siempre estuvo muy ligado a la comarca jurdana. Entró en el grupo, junto con su mujer, Esther Garrido Clemente, hace ya un puñado de años. Gran animador, incondicional y ferviente miembro de ‘La Corrobra’. Se encontraba a gusto dentro de la cálida fraternidad que caracteriza a ‘Estampas Jurdanas’, donde no solo tienen cabida los hijos de Las JHurdes, sino todos aquellos que mantienen estrechos y honrosos lazos con esa tierra y pretenden dar a conocer los valores que encierra. Dotado de excelentes capacidades pictóricas, su vida laboral se desarrolló en la elaboración de rótulos y decoración de edificios y locales. Su creatividad la desplegaba fundamentalmente en los murales que salían de sus pinceles. Su memoria está plasmada en los muchos recuerdos que nos quedan de él en nuestro peregrinar festivo por innumerables puntos geográficos. Descanse en paz.

Foto superior: Domingo Rubio Crespo, tamborilero de El Cerezal, en el centro; flanqueado, a la derecha, por “El Graciosu de la Danza” (Enrique Panadero Crespo) y, a la izquierda, por un “Ramajeru” (Salvador Martín Martín). (Foto: F.B.G.)
Texto de Félix Barroso para su columna A Cuerpo Gentil, las opiniones e imágenes publicadas en esta columna son responsabilidad de su autor
Publicado en enero 2025