
Después de haberse tomado un descanso más que regular, viendo pasar días con el calor pegado a sus sobacos, la lluvia corriéndole por la cara, el viento cegándole los ojos y la escarcha encorchándole las manos, el viajero vuelve a lanzarse al camino con la misma resolución y las muchas inquietudes que le bullen en el mesoencéfalo. Ha ido rompiendo a garrotazos las malezas para abrirse paso entre el abigarrado sotobosque del arroyo o garganta de ‘La Rolanguila’. Toda una galería fluvial ha ido incursionando, al amparo de la humedad edáfica, en su tramo final, antes de entregar sus aguas en el río Alagón. Algunos alisos, con sus raíces sumergidas en el agua, que se mantienen en charcos de cierta profundidad en el estiaje veraniego, se mezclan con todo un conjunto de especies espinosas, como los majuelos (‘Crataegus monogyna’); endrinos (‘Prunus spinosa’), zarzas moriscas (‘Smilax aspera’), que no se debe confundir con la zarza común o zarzamora (‘Rubus ulmifolius’), que también aparece en estos bosquetes en galería, y otras. No faltan las herbáceas de gran porte y diferentes tipos de helechos.


Este arroyo, muy encajonado entre peñascos plutónicos, entre los que se alzan encinas y algunos alcornoques y robles, atraviesa el paraje conocido como ‘La Juenti Jocinillu’. La fuente, de aguas cristalinas en tiempos y que colmó la sed de los que se acercaban a beber en ella, ya se encuentra, como la inmensa mayoría de los veneros de nuestros campos, en completo abandono. De muchas de estas fuentes, ya no queda ni huella. Se fueron colmatando a medida que avanzaba la mecanización de los terrenos y se hundía la antropización de los mismos. Hoy, conforman todo un mosaico de pequeñas fincas muradas, destinadas para el pastoreo del ganado vacuno de carne, en régimen extensivo. Los pequeños ganaderos, con sus todoterrenos y tractores atienden el ganado, invirtiendo solo algunas horas; luego, regresan a sus pueblos. Antes, había que invertir mucho tiempo, al ir en caballerías, por lo que era preciso echar merienda y beber en las rústicas fuentes. De aquí que estas estuviesen bien limpias y cuidadas. Los modos de vida en el agro han cambiado de manera ostensible y han perdido, en cierta manera, la magia de su aureola bucólica, que, en realidad, tenía muy poco de idílico y poético, ya que la vida del campesinado, bregando continuamente con la tierra y los ganados, fue siempre bastante sacrificada. El bucolismo se lo dejamos para aquellos señores feudales y terratenientes, con muchos jornaleros a su servicio, que trabajaban de sol a sol por cuatro mugrientos petacones. Ciertamente, el bucolismo del caciquil latifundismo era sectario e interesado, con ribetes, como mucho, de cierto paternalismo para aplacar sus remordimientos de conciencia. Pero el viajero sabe más que de sobra que, por suerte, en la zona que va pateando, no medraron con suficiente fuerza los señoritos cortijeros. El topónimo de la ‘Juenti Jocinillu’ hace alusión a una fuente situada en un hocino, que viene a ser un terreno quebrado y angosto, por donde discurre alguna corriente fluvial, ya fuere un río, arroyo o garganta.
Anguilas

No sabemos si el viajero probó alguna vez un guiso de anguilas, de ese heterodoxo pez (‘Anguilla anguilla’), de la familia de los ‘anguilidos’, que puede alcanzar una longitud de 1,35 metros, un peso de siete quilos y una longevidad de 80 años. Se reproduce en el mar de los Sargazos y, a los diez meses de edad, arrastradas por la corriente del Golfo, llegan a las costas de Europa. Como peces ‘catádromos’ que son, remontan los ríos cuando son jóvenes, donde crecen durante años. Al cabo, tras un estado metamórfico, regresan al mar para su maduración sexual y reproducción. Durante este viaje, no prueban ni un bocado. Hace ya muchas lunas, desde que construyeron los pantanos, en tiempos de ‘Paco Rana’ (así llamaban la gente de estos pueblos al dictador Francisco Franco, a causa de los muchos pantanos que inauguró, alzados con los planos elaborados por aquella República que él cercenó con inquisitorial mano), las anguilas dejaron de llegar a estos tramos fluviales. No podían ascender por las gigantescas paredes de los embalses. Al menos, nuestra garganta conserva el topónimo de ‘La Rolanguila’.
El viajero debe saber por boca del buen amigo e informante Máximo Sánchez Martín, perteneciente a la saga familiar de ‘Los Patinas’, que el topónimo mentado lo dice todo, ya que, en ese arroyo, capturaron muchos quilos de ‘enguilas’, que, luego, las vendían por el pueblo o en el mercado dominical del pueblo de Ahigal. Dado lo resbaladizo del cuerpo de las anguilas, había que meter las manos entre arena húmeda, procurando que esta quedara bien adherida a la piel. Antiguamente, por lo que oímos contar a vecinos de la comarca de Las JHurdes, se fabricaban unas especies de manoplas que tejían con la basta estopa del lino.

Serafín Rodríguez Iglesias, el tamborilero mayor en activo del territorio jurdanu y miembro de la ‘Corrobra Estampas Jurdanas,’ al que tenemos en gran estima, nos contaba que, siendo él ya un mozo de unos 18 años, fue con su padre al sitio de ‘La Vegalera’, en el río Jurde. Era la víspera del bautizo de su hermano pequeño. Echaron el día en la pesca a mano de las ‘enguilas’. Llenaron un buen banasto, las prepararon al estilo tradicional y esa fue la comida para todos los invitados al bautizo. Se pusieron las botas y todavía quedaron ‘enguilas’ para otra comilona. Máximo Sánchez Martín refiere que su familia era una de las que surtía de peces, ranas y anguilas, o conejos, liebres y perdices, a los vecinos de estos pueblos. El patriarca de la saga, Justo Sánchez Domínguez, casado con Cándida Floriano Cabezalí, era hijo de Cayetano Sánchez López, natural del pueblo de Aceituna, y de Agapita Domínguez Calvo, de Santibáñez el Bajo. Su abuelo paterno, Andrés Sánchez, procedía del pueblo jurdanu de Ribera-Oveja. Justo fue el que bautizó a todos los herederos con el apodo ‘Patina’. Resulta que, yendo de caza, se le disparó la escopeta y le alcanzó una pierna, que se la tuvieron que cortar a la altura de la rodilla. Como solo le quedó media pierna, dieron en llamarle Justo ‘Patina’, pasándole el apodo a su mujer y a sus cuatro hijos. Pero no se arredró por ello. Se zambullía en el río y buceaba igual que antes, para capturar con sus manos peces y anguilas. Saltaba igualmente las paredes, apoyándose en las muletas. También oímos contar que había heredado de su abuelo Andrés, el jurdanu, cierta virtud para curar granos infectados y pústulas malignas con hierbas que recogía la mañana de San Juan. Las aplicaba sobre la lesión mientras recitaba unos ensalmos. Genio y figura; pero ni una sola foto se guarda de él. Falleció el 6 de diciembre de 1969. Años más tarde, en el verano de 1971, cuando ya se prendía la mecha de los cartuchos que se arrojaban al agua y originaban una explosión en el río, preparando una escabechina de peces, a un yerno suyo, Pedro Gutiérrez Díaz, casado con María Sánchez Floriano, María ‘La Patina’, le explotó un cartucho en la mano. Se la arrancó de cuajo y también perdió un ojo y le causó otras heridas; pero salió para adelante y se las apañaba con arte para jugar la partida de cartas. Le habían encargado un montón de quilos de peces para la boda de sus paisanos Félix Corrales Casas y Benita Gómez Bayle y andaba metido en faena cuando surgió la tragedia. Quedó para contarlo.
Encuentro con la Prehistoria
Continúa el viajero por la margen derecha del río Alagón y, al poco de la desembocadura en sus aguas de la garganta de ‘La Rolanguila’, debe ascender hasta toparse con una calleja. Encinas, escobas, piornos, retamas, torviscos, esparragueras, piruétanos y vestigios de antiguas construcciones pastoriles. Aún se mantienen, mal que bien, algunos de esos chozos redondos, con falsa cúpula, a piedra seca y que están atiborrados de invisibles ecos que nos traen a la memoria las noches borrascosas del solitario pastor, arrimado a la lumbre encendida en el suelo, sentado en un tajo de corcha, al pie del camastro de escobas, y escuchando el aullido del lobo. La soledad bien llevada acrecienta y fortalece el espíritu y descubre los secretos de la naturaleza. A estos chozos los lugareños los llaman ‘murus’. Levantados a piedra seca y con falsa cúpula, son una pervivencia de técnicas constructivas que se remontan a épocas prehistóricas. Por otros territorios extremeños también suelen avistarse, como por los berrocales trujillanos, donde, según José Antonio Ramos Rubio, ilustre e incansable investigador de nuestro patrimonio histórico, reciben el nombre de ‘bojíos’. Cuentan que, en uno de ellos, pasa temporadas una musa llamada ‘Garza’, atendiendo al color de sus pupilas. Amiga de Calíope y Terpsícore, propicia ardiente y azulada llamarada en algún que otro hipotálamo, convirtiéndolo en viva carne de manicomio. Hoy, la inmensa mayoría de estos habitáculos agropastoriles, lamentablemente, están en fase ruinosa.

Estos parajes fueron conocidos antiguamente como ‘El Robreu’, de donde se deduce que existieron bosques de robles. Como pasó en otros parajes, que conservan topónimos relacionados con las voces ‘roble’, ‘rebollo’ o ‘mato’, pero donde no existe un solo ejemplar de tal quercínea, debieron de ser talados siglos atrás, ahuecando el monte y manteniendo solo las encinas y alcornoques. El viajero debe atravesar la calleja y saltar la pared de moleñas de una finca que muestra una caseta destinada a quehaceres ganaderos y que se observa a simple vista. A escasos metros, se encuentra un lagunajo, que hasta no hace muchos años fue una simple charca. La ampliaron, ahondaron y el venero fue generoso, aunque, en años en que las canículas estivales aprietan, el lagunajo vuelve, al llegar el mes de septiembre, a su antiguo estado de limosa charca. A estos predios los llaman los paisanos ‘La Senserilla’. El viajero ya sabe que de este topónimo se dio cuenta en otro puñado de líneas, pertenecientes a un capítulo que dejamos en retaguardia.

Todo es cuestión de que el viajero eche a rodar las niñas de sus ojos y se percatará que la pequeña laguna fue excavada entre unos conglomerados cuarcíticos de una zona amesetada. Un auténtico islote dentro del berrocal granítico. Lógicamente, no se ha realizado ningún estudio petrográfico para conocer la composición geoquímica de las cuarcitas, así como las texturas de las láminas delgadas y los granos que conforman dicha roca metamórfica. No pasaron desapercibidos estos conglomerados cuarcíticos a nuestras gentes del Paleolítico Medio, como lo ponen de manifiesto los restos líticos no solo retocados, sino también aquellos que muestran huellas de uso, que abarcan tanto a los percutores como a ciertas lascas y otro utillaje. Paremos aquí el carro y descanse el viajero, que se lo tiene bien merecido al trotar por estos parajes hoy tan solitarios y antaño tan antropizados. Nos vemos en el próximo capítulo.

Foto superior: Construcciones pastoriles a piedra seca salpican toda la geografía del área recorrida por el viajero. La mayoría, en estado ruinoso, pese a las disposiciones surgidas en los congresos sobre esta emblemática arquitectura, de obligado cumplimiento para todas las Administraciones europeas. (Foto: F.B.G.)
Texto de Félix Barroso para su columna A Cuerpo Gentil, las opiniones e imágenes publicadas en esta columna son responsabilidad de su autor
Publicado en enero 2025