Joaquín Rey Pérez, profesor de la Facultad de Veterinaria de la UEX, del que me honra su amistad, es una persona cargada de inquietudes, lo que le lleva a ser todo un humanista; un auténtico hombre de Renacimiento en pleno siglo XXI. Como concienzudo científico, siente una profunda curiosidad por todo lo que le rodea. Él fue el que levantó la liebre. Habitual correcaminos por los campos extremeños, tempranamente despertó en su hipotálamo una cierta predilección por las muchas piedras que aparecían por montes y por valles y les buscó las cosquillas para que hablasen. Quien dice piedras, dice cualquier otro tipo de vestigios que notoria antigüedad. Y así fue como Joaquín, nacido y criado en Cáceres, donde también ejerce su docencia, me guio hasta los parajes de ‘‘El Cahíz’, en plena sierra de Gata. A la izquierda, la impresionante mole de la sierra de Jálama, que los vecinos de Sa Martín de Trevellu (San Martín de Trevejo), cuyos términos colindan con nuestra área de estudio, denominan ‘Xálima’, siguiendo las directrices lingüísticas de ‘A Fala’ (lengua romance del subgrupo galaico-portugués, con aportaciones del diasistema astur-leonés, y hablada en los municipios cacereños de As Ellas (Eljas), Sa Martín de Trevellu y Valverdi du Fresnu (Valverde del Fresno). Investigadores hay que emparentan ‘Xálima’ con ‘Salama’, dios prerromano de las aguas. Un ara votiva, en la que se menciona a esta divinidad, apareció en términos del pueblo serragatino de Villamiel, concretamente en el molino de ‘La Churra’ (finca ‘Villalba), y fue a parar, por circunstancias de la vida, a Sa Martín de Trevellu (Gregorio Carrasco Montero: ‘Jálama-Xálima-Xálama-Salama-Salamati-Jálama’. ‘Cuaderno Jálama, 4’: Samuel Sousa Bustillo). El ara fue costeada por un tal ‘Fusco’, que le debía favores. Tal vez, ‘Salama’ ocupaba un lugar de preminencia en el panteón de los clanes prerromanos que ocupaban estos montañosos terrenos. ¿Vetones o lusitanos? La frontera sigue siendo nebulosa. En la vecina comarca de Las JHurdes, recogimos algunas leyendas que hablan del dios ‘Ancosu’ y de la diosa ‘Anjalma’, que otros dicen ‘Ansalma’ o ‘Ansarma’. La similitud del nombre de esta divinidad, que, en el caso jurdanu es femenina, con ‘Salama’ es evidente. Las leyendas recogidas en la citada comarca ubican a estos dioses en la Peña de Francia, en cuya cima (1727 m.) se encontraba su templo o santuario. Entre otras misiones, eran los encargados de espantar los rayos y velar para que los astros que ‘navegan’ o ‘cuelgan’ de los cielos no se desplomen sobre la Tierra. Ese enclave continúa hoy siendo sacrosanto para todos los jurdanus.
Hacia ‘El Cahíz’
Joaquín, que ahora se ha hecho amigo de los drones y recoge imágenes que le aportan una visión sugerente y diferente de los parajes que le despiertan interés, nos encamina hacia el pueblo de Acebo. Se halla este lugar en la hondonada que forma la Rivera de Acebo y resguardado por las alturas de la sierra de Jálama (1487 metros) y aquellas otras del ‘Tesu Porras’ (1030 m.). Retazos microclimáticos originan abrigadas donde se prodigan los frutales, como naranjos y limoneros. De aquí que, aparte del gentilicio acebano o acebeño, también se les llame ‘naranjerus’: ‘En El Acebu, naranjas; // en Peralis, los melonis, // y, en la villa de Los Hoyus, // los ricus maracatonis (melocotones)’. A las mujeres acebanas se las conoce por ‘puntilleras’, al estar muy arraigada la artesanía del encaje de bolillos, desde tiempos muy antiguos, en esta población.
Hablar de la historia de Acebo nos llevaría muchas páginas. Además, no es momento para ello, pues nuestros pies dejan atrás el caserío del pueblo y se dejan llevar por las cuatro ruedas del todoterreno hacia predios que se den la mano con las moles montañosas, donde las manchas del monte pardo (brezos y jaras) cubren grandes extensiones. Vamos derechos a la hoja topográfica de ‘El Cahíz’. A nadie debe extrañar este topónimo si ofrecemos unas someras explicaciones. Con tal voz se designa a una medida de áridos, con distintos valores según las regiones españolas, y ya es familiar en el siglo X. Su origen etimológico habría que buscarlo en el árabe andalusí ‘qafiz’, procedente de un sustrato arameo (‘El castellano cafiz: Historia de una palabra viajera’. Francisco Javier Rubio Orecilla: ‘Romance Philology’. Vol. 72, 2022). En la Alta Edad Media, en la zona que nos atañe, el cahíz estaba relacionada con las cosechas de cereales y equivalía a 12 fanegas. Por lo tanto, es muy posible que todas esas tierras hoy destinadas a pastos y matorral, como ocurre en otras zonas de condiciones edafológicas semejantes, estuviesen, antiguamente, destinadas a la siembra de centeno o avena y, en algunas suertes de mejor calidad, a trigo. La cebada, aunque se cultivaba, no adquirió suma importancia hasta bien entrado el siglo XIX, cuando comienzan a sustituirse las yuntas de vacas y bueyes por las de asnos o mulos. Incluso, en lo que atañe a la provincia de Cáceres, hasta los años 50 del siglo XX, las yuntas de vacas suponían más del 40% con respecto a las de caballerías.
A ‘El Cahíz’ se llega tras atravesar o dejar a trasmano los parajes de la ‘La Cuesta Chiva’, ‘El Chozu’, ‘El Talleru’, ‘El Capitanu’, ‘La Juenti Berezu’, ‘El Tesu Nietu’, ‘La Portilla’… y otros más alejados cuyos topónimos nos resultan intrigantes o curiosos, como el de ‘La Osa’, que nos manifiesta la existencia de osos por estos terrenos montuosos, como en el resto de los septentriones extremeños. La documentación existente rastrea el movimiento de úrsidos hasta principios del siglo XVIII. O aquel otro paraje legendario de ‘La Piedra Matatorus’, que narra la leyenda del pastor que. viéndose acosado por un toro bravo y asalvajado, echó mano de una piedra y la lanzó a la cabeza del animal, con tan buena suerte que fue fulminado de inmediato, cayendo muerto. El lugar donde sucedió se emparenta con los ‘espacios sacrosantos’ en torno a la mítica sierra de Jálama, tan proclive a las hierofanías. El perfil paisajístico de ‘El Cahíz’ en nuestros actuales días se corresponde a fincas destinadas a ganado vacuno de carne, en régimen extensivo, y a grandes extensiones de monte bajo, como brezos, escobas y jaras. Suelo arenoso y abundancia de roquedos plutónicos. Lo flanquean, por el norte, las gargantas o arroyos de ‘El Linar’, que riega los parajes de ‘El Linal d,Arriba’ y ‘El Linal d,Abaju’, y el de ‘La Jesa’, que tienen su matriz en el sitio de ‘Los Baldíos’. Muy significativo la voz ‘linar’, que nos trae el recuerdo de los huertos donde se cultivaba, antiguamente, el lino, con el que, tras sus trabajosas labores, acababa tejiéndose para confeccionar sábanas y numerosas prendas de vestir. Hoy, una prenda de lino vale un ojo de la cara. Por la parte meridional, el arroyo que lleva el mismo nombre que el paraje y que junta sus aguas con aquel otro de ‘Lágina’, palabra esta de oscuro origen, pero que tiene toda la pinta de emparentarse con la voz prerromana de ‘llágina’ o ‘lágena’, con el significado de terreno rocoso. Se conserva en áreas donde se hablan variantes del antiguo astur-leonés. No hay que olvidar que el pueblo de Acebo se halla situado dentro de la Extremadura leonesa.
Entre las dos cuencas de estos riachuelos, que debieron conformar, antaño, auténticos bosques en galerías, debió de existir algún asentamiento en épocas prehistóricas. La gran antropización de estos predios en otros tiempos y el espeso monte de hoy en día impiden atisbar algún fragmento cerámico o de algún molino barquiforme e incluso atípicos amontonamientos de piedras que podrían insinuar la existencia de cabañas. Sin embargo, ¿qué mejor fósil director que todo un conjunto de auténticos ortostatos dolménicos que conforman, actualmente, un cepo de ganados? Una serie de losas graníticas, algunas de las cuales superan los dos metros de altura, conforman la entrada a dicho cepo. Nadie ha sabido explicarnos hasta la fecha de dónde proceden estas enormes lajas que fueron parte, sin lugar a dudas, de la hilada inferior de uno o varios monumentos megalíticos, encargadas de soportar las losas de la techumbre. No pueden haber venido de muy lejos, ya que mover esas pesadas lastras requiere gran esfuerzo. El movimiento de las piezas pétreas se debió llevar a cabo hace escasos años. Su traslado debió efectuarse con un tractor dotado de la correspondiente maquinaria. Algunos de los ortostatos muestran rozaduras modernas producidas en sus desplazamientos por dicha maquinaria, que, en algunas partes de las losas han afectado a grabados que pueden remontarse al período neolítico o calcolítico en que se alzaron tales enterramientos, donde es tangible la colonización liquénica. En los surcos de los grabados se observa todo un lecho de líquenes, que, como es sabido, son organismos simbiontes complejos, donde juegan su papel todo un micromundo de algas, hongos y levaduras. A través de la liquenometría, que estudia la tasa específica del aumento del tamaño radial de los líquenes a lo largo de los tiempos, se intenta conseguir una datación geocronológica lo más aproximada posible de los grabados o esgrafiados y de la propia roca. Pero no nos metamos en laberintos demasiados complicados y dejemos el resto de la tarta arqueológica para una segunda parte.
Foto de encabezamiento: Joaquín Rey Pérez en lo alto de uno de los tesos que conforman el paraje de ‘El Cahíz’. Al fondo, la mítica sierra de Jálama. (Foto: F.B.G.)
Texto de Félix Barroso para su columna A Cuerpo Gentil, las opiniones e imágenes publicadas en esta columna son responsabilidad de su autor
Publicado en diciembre de 2024