(In memoriam de nuestro entrañable, alocadamente cuerdo, Diego Bardón Salamanca, auténtico embajador universal de las tierras extremeñas).
No entendía, ni lo entenderé nunca, que un hombre como tú, Diego Bardón Salamanca, rezumando humanitaria solidaridad por todos tus poros, hubieras entrado a matar en una plaza de toros. Cuentan que fuiste un diestro atípico, heterodoxo. Amabas a los cornúpetas, pero, a día de hoy, no sé si llegaste a clavarle el estoque a alguno de ellos. Solo sé que tú, allá por los años 60, teniendo al morlaco bien cuadrado, levantaste la espada y, ante el asombro de la fanatizada muchedumbre, sacaste una lechuga debajo de la taleguilla y se la diste a comer al noble animal. La afición bramó y echó espuma por la boca. Te echaron de las plazas de la sangre y del horror por tu generosa condescendencia con un ser vivo. El renco ‘Caudillo de las Españas’ te excomulgó inquisitorialmente y, considerándose el adalid de los valores ultrahispánicos, no permitió que volvieras a pisar el coso ennoblecido por una humilde lechuga. Me dijiste al oído aquello de Félix Rodríguez de la Fuente: ‘La fiesta nacional es la exaltación máxima de la agresividad humana’. Seguías amando a los toros, pero empezaste a soñarlos pastando en los parques naturales, como el bisonte europeo. Filosofabas con aquello de: ‘el torero es la cenicienta de la sociedad conservadora, que le ofrece una oportunidad de promoción social a cambio de afrontar la muerte, las cornadas, las costillas rotas… Y una vez convertido en ‘Princesa-Cenicienta’; es decir, en torero, pasa a formar parte de la élite y se convierte en un traidor a su clase’. De vez en vez, la añoranza te llegaba en forma de asta, como en el 72, cuando por una jugarreta del hipotálamo, en la exposición del pintor Olivier O. Olivier, en una galería parisina, encontraste en tu mochila el asta perdida y ni corto ni perezoso te la clavaste con fervor ritual en el muslo. Sangre a chorros. Ungiste las manos y las posaste sobre el cero de las cabezas de Fernando Arrabal y del pintor parisino.
Tendría que llenar muchos folios para hablar de ti. Pero no quiero, que ya lo hice otras veces en las más variopintas revistas, volver a contar lo de tu encuentro con Alejandro Jodorowsky y otras venturas y desventuras del grupo ‘Pánico’. Ni hacer parada en tus carreras maratonianas de espaldas hacia la meta, llevando a tu vera (los tropezones deslucen la marcha) a dos guapas azafatas. ¿Te quedó algún maratón en el bolsillo? Tampoco voy a relatar tus vueltas alrededor del mundo como periodista ligado al mundo deportivo e integrante del equipo fundador de ‘Diario 16’. Eras incansable. La adrenalina te martirizaba las arterias. No sé de dónde sacabas el dinero. Nunca te lo pregunté. Ni falta que me hacía. Corría toda una leyenda acerca de tus maravedíes. Bien creo que eras de aquellos que hacían bueno el refrán de ‘el que deja herencia, deja pendencia’. Tus hijos y hermanos adoptados, que éramos muchos, jamás te íbamos a pedir ni una ‘mijina’ de la herencia. Nos la fuiste derrochando virtuosamente en vida. Lástima que no hiciese aquel viaje al que me invitaste, gastos pagos, por remotos y escondidos pueblos portugueses, que debería haber generado un heterodoxo volumen, a mi estilo iconoclasta, tan reacio a seguir normas prefijadas. Hoy, me arrepiento de no haber cogido tales riendas. ¡Pero es que siempre me pillabas metido en alguna trinchera o detrás de una barricada! Los que no tenemos tiempo ni para mear queremos estar en la procesión y repicando las campanas. Soplar y sorber no puedo ser.
VECINO DE CASARES DE LAS HURDES
No sé que día ni qué año te vino a la cabeza aquello de: ‘Un cosmopolita pánico-patafísico y cóncavo-convexo como yo se siente parisino en Fregenal de la Sierra; en París se siente neoyorquino, y en Nueva York se siente vecino de Casares de Las Hurdes’. Y, ciertamente, eras vecino virtual de esa población jurdana. No estabas en el censo municipal, pero allí hacías parada y fonda cuando se te cruzaban los cables. Me narraste no sé qué historias de desencuentros con mandamases de La Puebla del Maestre, tu pueblo y, en un arrebato ‘físicopático’, ‘aviasti el jatu’ y te autoexiliaste en ese lugar que denominan ‘El Balcón de Las JHurdes’. Tú nunca podrías casar con la gente de ley y de orden. Te echaron del colegio de los jesuitas hasta por dos veces. Tuviste en el bolsillo, en épocas de la clandestinidad, el carné del Partido Comunista de España, aunque tú eres de cerebro y corazón más anarquista que otra cosa. Y por encima de todo, un soñador que cabalgabas en un desbocado caballo surrealista. Las paredes del hostal ‘Montesol’, en Casares de Las Hurdes, atesoran tus huellas y el eco de tus voces. Tu amigo ‘Tani’ (Estanislao Martín Domínguez), también mío, dueño del negocio, se nos fue antes que tú, pero nos dejó sus castañueleos y sus cánticos al son del tañido de una sartén de rabo largo. Buenos ratos, amigo Diego, absortos ante la imponente majestad de los laberínticos farallones pizarrosos del territorio jurdano. Absortos y absorbidos por ellos.
No se me pueden olvidar aquellas llamadas telefónicas que me hacías, encomendándome organizar las invitaciones para las auténticas comilonas pantagruélicas en el hostal ‘Montesol’. Siempre me advertías que no querías gente de copete, sino de los míos: jurdanus que habían pastoreado cabras en el monte y tenían las manos llenas de callos y arañazos y la piel curtida por todos los soles, escarchas y vientos del mundo. Tú asumías todos los gastos de aquellos manjares y vinos, traídos desde remotos lugares, y que, a veces, no sabíamos cómo y por dónde meterles mano. Se te veía pletórico de felicidad entre la gente nuestra. No traigo nombres. La lista es larga. Diego, transformado en el escritor griego Aristófanes, esgrimiendo a su ‘Pluto’, confraternizaba con los jurdanus, vilipendiados históricamente por la mano airada de la calumniosa historia, y hablaba de la distribución de la riqueza, de cuya tarta la mayor parte debería ir a las manos de los honestos pastores y agricultores. Su autoexilio duró muchos años y, tanto los hijos de esa tierra de brezos y pizarras y de tantos valores que se fueron quedando por el camino por culpa de la ‘modernez’ y los violentadores de tumbas, como él, se enriquecieron mutuamente. Una riqueza que no tintinea en los bolsillos, pero sí en el mesoencéfalo.
ADIÓS
No entiendo, amigo Diego, cómo no nos dijiste que te ibas a morir un 11 de diciembre de 2024. La Muerte es muy cabrona. No sabemos ni el día ni la hora. Creo que algo dijeron profetas y evangelistas, pero sus palabras tienen mucho tufo teológico. Ella, la ‘Enlutada de la Guadaña’, aguarda a la vuelta de la esquina y te tiende la celada. No llegará a dos meses cuando intercambiamos unas palabras tu persona y este irredento trotacaminos. Todo estaba en orden, dentro de nuestro desorden natural. El teléfono no temblaba ni tenía un fondo de misa de réquiem. Seguro que él no quería que supiéramos que él sabía que se estaba muriendo. Con tal de no crear zozobras entre la gente que le queríamos, volvía a mostrar su valor, auténtica heroicidad, y se tragaba él, a solas, el encuentro con la que nunca duerme y no para día y noche de afilar su guillotina. Y se nos fue un 11 de septiembre, cuando las campanas volteaban en honor de San Dámaso y San Zósimo, y las bombas no dejaban de caer en Oriente Próximo. Algunos olvidaron el genocidio de sus antepasados y, ahora, les tocó a ellos convertir las cámaras de gas en bombas de más de 500 kilos fabricadas en el país de las barras y las estrellas. ¡Cuánto me acuerdo de aquellas cajas con excelente vino de Tierra de Barros o llenas de latas de melva, adquiridas en Huelva, que me regalabas cada vez que parabas en mi casa…! Nunca te lo agradecí debidamente. ¡Cuánta generosidad desparramabas a manos llenas! ¡Oh, hijo pródigo de Extremadura, cuyos valores cantabas en heterodoxas sinfonías, huyendo de la oficialidad y de lo políticamente correcto!
Te nos fuiste, querido Diego, y no nos enteramos de cuándo doblaron las campanas. ¡Justamente ahora! Quedamos por teléfono que te iba a enviar parte de los borradores (aún continúan cociéndose a fuego lento) de mi último volumen de la ‘Trilogía Epopéyica de Las Hurdes’, en uno de cuyos poemas eres tú el protagonista, dentro de los espacios sacrosantos, libres de diezmos y primicias y de toda carga nacionalcatolicista, de Casares de Las JHurdes. Tú fuiste testigo del juramento que me pidió nuestro gran amigo Juan García Atienza en la alquería de La Batuequilla. No juré, pero me comprometí a meterle el diente cuando se posaran las musas y me activaran la neuroquímica de ciertos neurotransmisores cerebrales. Y me llegó el numen envuelto en una atractiva nube azul y emprendí tan magna obra. Ansío que no me falle (¡ojo con los resbalones del invierno!) y continúe azuleando las estrofas.
Tu muerte, inolvidable Diego, extremeño universal por hecho y por derecho, corrió como un grito desgarrado por las altivas cordilleras jurdanas. Habías llegado a la gente que te conocieron, que eran muchas, y un gélido escalofrío les recorrió las espaldas. Lloran tu muerte y, apesadumbrados, te dicen: – ‘Adiós, Diegu, bendita sea la hora en que mos conocimus, compadreamus y jicimus corrobra y seranu. Que te vaiga bien p,andi quiera qu,estés y, si non estás pa sitiu nengunu, pos el mesmu dichu. Non mos olviaremus de ti. Dirás cun nusotrus a cuarquié lau que vaigamus”.
Foto superior: Diego Bardón recreando un maratón, acompañado por dos azafatas, en la carretera comarca de Las Hurdes, cerca de Pinofranqueado. (Foto: Tani Martín Martín)
Texto de Félix Barroso para su columna A Cuerpo Gentil, las opiniones e imágenes publicadas en esta columna son responsabilidad de su autor
Publicado en diciembre de 2024