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El tiempo, esa mancha furtiva

El título, junto con la portada, es el primer elemento de significado al que nos enfrentamos cuando encontramos un libro. Por eso resulta tan delicado decidirlo, pues, como autor, uno espera que resulte sugerente, que condense de algún modo todo lo que ha escrito y que invite a la lectura generando unas expectativas que luego no se vean defraudadas, y lograr todo eso es complicado, yo diría que aún más en el caso de la poesía, donde, más que descriptivo (que es la opción más sencilla), el título suele ser evocativo, metafórico, una palabra, un sintagma o una frase ‒muchas veces un verso‒ que transmita el tono o el espíritu más que el estricto contenido de la obra. En el caso de su segundo libro, recién publicado por la Editora Regional de Extremadura, su autor, José García Alonso, ha optado por un solo sustantivo, erosión ‒que da título, además, a uno de los poemas más representativos del conjunto‒, confiando en la fuerza de su significado para resumir en él todo lo que esta colección de poemas nos ofrece, y creo poder decir que su elección es acertada, y que no defrauda, pues lo que la palabra evoca está más que presente en sus páginas.

            Si echamos mano del diccionario ‒ recurso muy socorrido en casos como este‒, comprobaremos que erosión es el “desgaste o destrucción producidos en la superficie de un cuerpo por la fricción continua o violenta de otro”, una definición que, a mi modo de ver, se atiene con exactitud a lo que Erosión‒el libro‒ es y contiene. Con sólo consultar el índice, comprobaremos que en él están esa idea casi mineral de “desgaste o destrucción (…) por la fricción”, de la que podemos poner como ejemplo el título la cuarto parte de la obra, “Un paisaje gastado”; pero también la pérdida que ese proceso implica, evidente en el nombre de otro de esos apartados, “Fracturas”; y el paso del tiempo, implícito en la continuidad de la fricción de la que habla el diccionario y que protagoniza la parte titulada, precisamente, “El tiempo”, unas ideas estas ‒las de desgaste, pérdida y paso del tiempo que refuerzan las citas que abren el libro, la del poeta portugués Daniel Faria que dice que “a fuerza de rodar la piedra es redonda”, y la de nuestro Ángel Campos Pámpano, cuando afirma que “lo que antes mirabas ya no existe”.

            Hablamos, pues, de la erosión y sus efectos, pero la erosión no se produce por sí sola, ni siquiera por el mero paso del tiempo. Hace falta, como indica el diccionario, otro cuerpo, entendido este en sentido amplio, hace falta, sobre todo, la fuerza de los elementos produciendo ese desgaste, elementos que están muy presentes en los poemas de José García Alonso, en los que aparecen la nieve, la tormenta o la borrasca y, sobre todo, en multitud de ocasiones, la lluvia, el más suave y pertinaz de los agentes destructivos, la primera que comienza a desgastarnos. Así lo señala en el poema titulado, precisamente “Erosión”, cuando dice que “no es la vesania de una borrasca / la que marca el inicio del desgaste”, pues, como dice unos versos más adelante, “antes hubo lluvia fina, / brisas sin fuerza que en su venir / portaban el oficio repetido del mar / contra las conchas, su humedad azul”, una lluvia tan dulce esa primera que ni siquiera parecía que pudiera limarnos lo más mínimo. Por eso, tal vez, cuando llega con rotundidad la pérdida, la mengua, esa que García Alonso nos desvela con delicada ternura en “El equipaje” ‒el texto que hace de preludio en este libro‒, uno se pregunta cuándo demonios empezó todo, cuando comenzó la erosión y qué es lo que ha ido quedando de nosotros después de cada chubasco, que es lo que parece hacer el autor en la primera parte del libro, “El tiempo”, en la que, a partir de dos poemas casi introductorios, parece seguir una cierta secuencia temporal, hablándonos de la niñez en “Cosas de niños”, de la juventud en “Definición de joven” o del descubrimiento del amor en “Brasas” para llegar, hacia el final, a “La incertidumbre” ‒título de otro de los poemas‒ de un presente al que parece escapársele el futuro, “esa lejanía ‒como dice uno de sus versos‒ que nos tienta y escapa”, una incertidumbre que no es más que el preámbulo de un hermoso poema final en el que contempla con estupor cómo “pasó con asombro la vida / y ya es domingo, su tarde / nocturna y agotada”, cómo todo desemboca, por fin, en “un espacio vacío”.

            Más allá de esa suerte de cronología poética del desgaste que contiene “El tiempo”, la erosión se extiende por el resto libro confiriéndole unidad, algo que resulta evidente, en el apartado titulado “Fracturas”, en poemas como “Nuestro JM” o “Vuelvo a visitar tu casa” en los que el escritor evoca a amigos muertos como José Manuel de la Huerga o Emilio Antero, pero también en los “paisajes gastados” que retrata en la última parte, paisajes, algunos de ellos, tan hermosos como ásperos, azotados por el viento, sembrados de abedules, de sabinas, de melancolía, en los que la mirada se recrea en la belleza casi con nostalgia, con la certeza de que “tras cada paso hay una erosión / que ajusta cuentas con la fortuna / de vivir que nos fue dada”.

            Y, sin embargo, la erosión y su rastro no son lo único de lo que trata el libro de José García Alonso. Hay en esta última parte un claro protagonismo de la naturaleza, de la tierra, que nos acerca a una faceta suya que la escritora Noemí Sabugal destaca en su texto introductorio al catálogo de la exposición “Erosión”, integrada por dibujos de la artista María Jesús Manzanares y que, como muchos de ustedes sabrán, puede visitarse ahora mismo en el Centro Cultural “Las Claras”, de Plasencia. Me refiero a su vocación de agricultor. “Como lo sé, lo digo ‒dice Noemí‒: la mano de este poeta hace crecer lo vivo. Como lo digo, lo sé: la mano de este hortelano siembra la poesía. José Alonso García es poeta y es hortelano. Un tomate, un verso. Ambos nutricios, nacidos de su mano. Un puñado de pimientos, un poema. Alimento”. En sus poemas, pues, está presente esa vocación labriega, que quizá sea la que haga que, como dice la propia Noemí en su prólogo, Erosión sea también “un poemario sobre las cosas que crecen”. Ese amor a la tierra, al acto de sembrar y a lo que crece se hace evidente en versos como “he plantado un cerezo y un olivo. / Llevan puesto el nombre de mi madre”, pertenecientes al poema “La ciudad que fuimos”, pero también en “Germinal”, que comienza diciendo “entre mis dedos duerme / una semilla”, pero yo diría que también está implícito en la segunda parte del libro, a la que hasta ahora no hemos hecho referencia, la que se titula “La palabra”, y que trata sobre su labor (palabra también muy pegada a la tierra) como poeta, a su forma de cultivar, como un agricultor, con mimo, con sabia paciencia, las palabras, que aparecen en sus versos como seres volátiles, huidizos, caprichosos, que no se dejan atrapar y sembrar y hacer crecer fácilmente, palabras ‒como dice en algún momento‒ “que se niegan / aunque el poema ya exista” y que provocan en el poeta, que vislumbra ese poema pero no acaba de decirlo, una sensación de incapacidad, de desasosiego, pero también de gozo cuando por fin alguna de esas palabras ‒como deshabitado en uno de los poemas de esa parte‒ se despliega ante sus ojos con todo el poder de su significado, un gozo indescriptible y pleno por más que el poeta diga en alguna ocasión que “escribir / es el oficio de la angustia”.

            Concluye, por cierto, ese poema que “la poesía es una luz que no se nombra”, y esto me sirve de excusa para hablar, por último, de la luz, un elemento también presente, muy presente (veintiuna veces, si el buscador de Acrobat Reader no se equivoca) en este libro y que, por más que el autor la adjetive como tibia, escasa, miserable o gastada o que diga de ella “que no nos ciega”, también es repentina y roja, también es nueva y desenterrada y no deja de alumbrar sus poemas ayudando a que algo en ellos nazca y crezca como resistencia a la erosión y sus efectos. Por eso, y aunque pueda deberse a un azar editorial, me parece tan adecuado el color de la cubierta del libro, ese amarillo solar que rodea el delicado motivo de María Jesús Manzanares, porque a pesar de la devastación que anuncia el título, Erosión me parece un libro luminoso, en el que incluso las sombras, como la de los abedules que aparecen en uno de sus poemas, “está[n] compuesta[s] de hebras de sol”, pues casi siempre hay esperanza o consuelo entre las ramas, al fondo de sus textos, que resultan cálidos, acogedores, confortables, tal vez, en no poca medida, porque ‒utilizando la acertada denominación que inventa uno de los poetas de cabecera del autor, Tomás Sánchez Santiago, en el libro La belleza de lo pequeño‒ José García Alonso es un ser suave, incapaz de alzar mucho la voz, un ser que nos cuida, que nos acaricia con sus palabras y que, aunque sepa lo dura que a veces es la vida ‒y a veces lo es mucho, y ahí están poemas suyos como “Lloverá mañana”, “Palabras tibias” o “Truena y es un golpe” para recordárnoslo‒, no deja de ensayar en sus poemas ‒y permítanme que juegue con el título de su anterior libro‒ formas de seguir abrazando.

Erosión

José García Alonso

Editora Regional de Extremadura

Imagen superior tomada de la exposición Erosión, dibujos de María Jesús Manzanares inspirados en poemas del libro Erosión

Texto de Juan Ramón Santos para su columna Con VE de libro

Publicada el 14 de septiembre de 2024

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