
“Cuando llegaron las novedades de Lisboa estábamos todos trabajando, mañana normalísima de jueves. Las máquinas no llegaron a pararse, los granos de café no tuvieron conocimiento de nada. La palabra fue pasando de boca en boca bajo el ruido y el aroma del tueste. Hombres y mujeres acogían la información con desconfianza, no querían dar enseguida al viento una reacción aun así despavorida, no fuera a ser una alarma adulterada o una broma sin gracia. Con materia tan sensible, bastaba una pequeña incorrección para provocar grandes trastornos. Sin embargo, el primer emisario que entró en la fábrica aún traía consigo un resto del entusiasmo original, lo suficiente para garantizar autenticidad.
Un zumbido atravesaba Campo Maior. En medio de las conversaciones, la gente repetía la fecha porque sabían que se acordarían de ese día durante mucho tiempo. Cuando salieron a comer fueron en busca de información. Con la radio encendida, mi mujer sabía mucho más que yo. Al volver, nadie llegó tarde, las certezas habían ganado consistencia, pero la euforia todavía estaba controlada. Durante la tarde, los trabajadores de la fábrica digirieron la revolución y la comida”.
De ese modo, como un rumor de fondo que a lo largo del día se va cargando de júbilo y esperanza, describe José Luís Peixoto en Comida de domingo cómo se vivió en Campo Maior el 25 de Abril, la que algunos consideran la última revolución romántica, de la que este año se cumplen cincuenta años y que traería a Portugal ―como viene a decir en la novela su protagonista, el célebre empresario alentejano Rui Nabeiro― un aire más transparente.
En esa época Rui Nabeiro ya era, en buena medida, Rui Nabeiro. Todavía no era el Comendador ―un título honorífico que vendría a recibir a mediados de los noventa como reconocimiento a su carrera― pero hacía ya trece años que había fundado su propia empresa, Delta Cafés, que daba empleo a muchos campomaiorenses y cuyos productos se distribuían por todo el país, y en dos ocasiones había sido ya alcalde de su pueblo. Tenía detrás de sí, por lo tanto, una trayectoria que le otorgaba autoridad bastante como para, al día siguiente, el 26 de abril, abortar sin altercados, sin ni siquiera tener que alzar la voz, un conato de ocupación de la fábrica por parte de sus empleados, una de las muchas acciones de ese tipo que se llevaron a cabo por entonces, en esos primeros meses tras la Revolución en los que Portugal se debatía entre el comunismo, el giro democrático y el regreso a un pasado dictatorial tan ramplón que (como en nuestro caso) casi parece excesivo llamarlo fascista.
Aquel 25 de abril, el protagonista del libro, Rui Nabeiro, ya era pues, como decimos, en buena medida Rui Nabeiro. Sin embargo, el autor del libro, José Luís Peixoto, por entonces aún no era Peixoto. Como mucho era un peixinho, un pececillo, un renacuajo que flotaba feliz, ajeno a lo que estaba sucediendo, en el vientre de una mujer llamada Alzira en Galveias, una localidad del Alentejo no muy lejos de allí, a menos de cien kilómetros de Campo Maior. Desde entonces han pasado cincuenta años en los que Peixoto nació (lo haría en septiembre de ese mismo año), ha dejado de ser un niño (aunque no sé si del todo) y se ha convertido en todo un hombre, en todo un escritor, uno de los más relevantes de su país, pues no ha dejado de crecer (como hombre, como escritor) desde que en 2001, con apenas 27 años, recibiera el prestigioso Prémio José Saramago para jóvenes autores por su primera novela, Nenhum Olhar, publicada en nuestro país con el título de Nadie nos mira, y con libros, después, que lo han ido haciendo aún más grande, como Cemitério de Pianos, Livro o Galveias, por nombrar solo algunas de sus novelas, aunque yo no dejaría atrás, por ejemplo, un libro de poesía como A Criança em Ruínas, que contiene un poema tan hermoso y emocionante como “Na hora de pôr a mesa”, o Morreste-me, otro texto no menos hermoso y emocionante, y no por breve menor, dedicado a la muerte de su padre y que, por cierto, fue publicado en nuestro país como Te me moriste por la Editora Regional de Extremadura (que también está de aniversario, celebrando cuarenta años) en una magnífica traducción del poeta y ensayista extremeño Antonio Sáez Delgado, quien sigue traduciendo, por cierto, los libros de Peixoto.
Cincuenta años, pues, que han dado mucho de sí, para este autor pero también para Portugal, que, superados los vaivenes iniciales tras la Revolución, fue avanzando imparable hacia la democracia, hacia Europa, hacia el desarrollo, que ya no está orgullosamente sola, pero que hoy se enfrenta, cansada, como por desgracia muchos otros países occidentales y el nuestro propio, al peligro (que aquí se llama Vox y allí Chega!) de vernos empujados de vuelta a la casilla de salida.
Cincuenta años, volviendo al libro, en los que su protagonista, Rui Nabeiro, dio el salto de padre a patriarca, de mediano empresario a dueño de todo un imperio, de hombre respetado en Campo Maior y en la frontera a hombre reconocido a nivel internacional, en los que recibió honores y reconocimientos, en los superó los noventa años (fecha que juega en la novela un papel fundamental) y en los que vino a morir el año pasado, en marzo, cuando estaba a punto de cumplir noventa y dos.
Llegados a este punto, tras este rápido repaso del último medio siglo, al leer estas palabras quizá alguien se haya dado cuenta de que no dejan de dar saltos, de la ficción a la realidad, del 25 de abril del 74 al de 2024, de Portugal a José Luís Peixoto y Rui Nabeiro y viceversa, y así es, porque también es así la forma en la que Peixoto nos habla en Comida de domingo, dando saltos adelante y atrás en el tiempo, pasando ―desde el punto de vista gramatical― del presente al pasado y de la primera a la tercera persona, de lo privado a lo público, de los asuntos de negocios a la intimidad del hogar, en un juego que acerca la infancia a la vejez recorriendo al medio la juventud y la madurez, tratando de remedar así (o al menos eso me parece) los mecanismos de la memoria, sobre todo, tal vez, los de la memoria en la tercera edad, cuando la vida se vuelve recuerdo, el presente se convierte en rememoración y la niñez muchas veces se siente más cercana que lo sucedido la semana anterior.
Porque de eso trata en definitiva Comida de domingo, de hacer memoria, pero no siguiendo el patrón de una biografía al uso, con el relato ordenado de los esfuerzos y hazañas de un héroe, sino de una forma aparentemente caótica y azarosa en la que se echan de menos los grandes hitos personales y empresariales ―que no se narran o aparecen desdibujados, como telón de fondo, por ejemplo, de escenas familiares― mientras, por el contrario, se repiten una y otra vez ciertas escenas, ciertos personajes, ciertas circunstancias aparentemente menos relevantes pero que el protagonista considera dignas de recuerdo, las mañanas frías de la infancia, los azares del contrabando, las conversaciones con el tío Joaquim, escenas cuya reiteración se debe a que Comida de domingo no es propiamente una biografía, menos aún una hagiografía, sino un emocionante retrato de la plenitud, el de alguien que llega a la vejez sintiéndose ―como dice en ocasiones la Biblia al hablar de patriarcas como Noé, Jacob o Abraham― lleno de días, y que evoca con satisfacción lo vivido cuando sabe que se acerca el final, y es en ese retrato de la plenitud donde el relato de Peixoto se vuelve universal, donde logra la trascendencia que ya alcanzó, por ejemplo, con En tu vientre, cuando, con la excusa de las apariciones de Fátima, nos hablaba de la maternidad. Así, en el caso de Comida de domingo, sin descuidar el retrato de Rui Nabeiro ―al que yo diría que empuja aún más hacia la categoría de mito al convertirlo en personaje de ficción―, de lo que nos está hablando a fin de cuentas, en primera o tercera persona, como narrador o a través de su personaje, es del arte de vivir, de lo que es importante y lo que no, de lo que al final verdaderamente cuenta, y lo hace con esa prosa exquisita, delicada, a la que nos tiene acostumbrados, y con una prudencia y un sosiego dignos de un sabio estoico, aprendidos de Rui Nabeiro, pero también de sus cerca de cincuenta años de vida, de sus más de veinte de escritura y de sus numerosos viajes por el mundo, el sosiego y la prudencia del que sabe que lo verdaderamente importante, por encima del éxito, los aplausos o los reconocimientos, es la amistad y es la familia, es el bienestar de sentirse querido, es llegar bien acompañado a la comida de los domingos.
Comida de domingo
José Luís Peixoto
Alfaguara
Texto de Juan Ramón Santos para su columna Con VE de Libro, publicado el viernes, 21 de junio de 2024.