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Sobre ‘Río Cárdeno’, de Juan Ramón Santos, por Gonzalo Hidalgo Bayal

Hace ya varios años que descubrimos El tesoro de la isla, que era (y sigue siendo) una historia paralela a La isla del tesoro, en la que se nos contaba la iniciación, el aprendizaje, no quizás tanto de la vida en su sentido pleno, aunque esto sea bastante discutible, como de la lectura, de la literatura como fundamento de una comprensión más amplia de la propia realidad. El narrador se llamaba Santiago Alcón y evocaba al cabo de los años el último verano de su adolescencia, aquel en que, de participar en aventuras y arriesgadas expediciones con sus amigos, como colarse en las ruinas de un par de colegios clausurados, pasó a ingresar en la afición de la lectura de libros adultos de la mano de un enigmático y pintoresco personaje, Juan Plata, que había hecho morada en uno de esos colegios abandonados cual navíos a la deriva. Había otras cosas en aquella novela, pero la línea central era el descubrimiento pleno de la lectura, el paso de la lectura adolescente a la lectura adulta, a la buena literatura, los buenos libros como elemento de salvación personal.

Como mi memoria de lector es frágil, no recuerdo ahora en que tiempo exacto sucedía El tesoro de la isla, pero sí tengo más o menos una imagen de aquel Juan Plata, que, aunque entonces no lo sabíamos, era el producto del de este Río Cárdeno que Juan Ramón Santos nos ofrece ahora. No me gusta la palabra «precuela», pero tal vez sea la que mejor convenga en estos tiempos de series para decir que Río Cárdeno es un antecedente de El tesoro de la isla. Nos hemos desplazado, pues, a los primeros años sesenta del siglo xx, una fecha necesaria para los programas de ingeniería hidráulica de entonces que, por otra parte, los protagonistas no tienen inconveniente en subrayar poniéndose a discutir sobre la política espacial del presidente Kennedy. Juan Plata es en estos años sesenta un joven estudiante de los primeros cursos de derecho, está de vacaciones en Aracia, echa algunas horas en el bar Quiroga para ganar algún dinero, lee libros de la biblioteca, va al cine con su amigo Fidel y con Charo, que es la chica que les gusta a ambos, y se ve envuelto casualmente en la trama de una conspiración empresarial de amplio espectro que, como es natural, no voy a desvelar. Solo diré que empieza cuando el padre de Charo, que es estanquero mutilado, se arrepiente de haber firmado con demasiada precipitación la venta de una finca y recurre a los incipientes conocimientos jurídicos de Juan Plata para averiguar si hay algún resquicio legal que le permita volverse atrás. Juan Plata acepta el encargo con entusiasmo, más por conseguir la admiración de Charo que por el interés que puedan suponer para él los asuntos catastrales, y no sabe en qué laberinto acaba de meterse. La trama está muy bien construida, los distintos episodios se encadenan con la debida proporción, se conceden las oportunas anticipaciones que actúan como la música de fondo que presagia el desenlace, se apuntan las circunstancias que permitirán a Juan Plata ser en el futuro John Silver el Largo, aparecen secundarios de oficio con notable predicamento, como el viejo dotado del profético don de la ebriedad, se incluyen algunos capítulos reflexivos, o poéticos, que remansan la acción como los fundidos que separan secuencias cinematográficas, y la historia, en suma, está contada, como dirían los críticos de antaño, con notable pulso narrativo. Uno se deja llevar por ella con el apremio de las aventuras juveniles clásicas (si bien hay que precisar que «juveniles» hace referencia aquí a la juventud de los personajes, no a ningún género narrativo específico) y con la cadencia de la prosa narrativa de Juan Ramón Santos, que yo mismo he elogiado en numerosas ocasiones anteriores. Casi me atrevería a abrir aquí un paréntesis personal para decir que, como lector cansado ya de tanto libro y tantas aventuras, casi me interesa más la buena prosa narrativa que las tramas trepidantes: y Juan Ramón Santos ha demostrado ya de sobra que sabe combinar con eficacia ambos extremos.

En lo que Río Cárdeno tiene de juvenil, del ímpetu juvenil de su protagonista, podría decir que sus ingredientes proceden de las novelas de aventura, de las novelas de investigación, de las novelas del oeste, de la novela romántica o sentimental e incluso, en lo que a la madre de Juan Plata se refiere y a su propia condición de hijo, del costumbrismo social o el neorrealismo de posguerra. Sin embargo, sobre todas estas cosas, creo que se impone la evidencia de que estamos antes una novela de formación, la formación del carácter y de la biografía del Juan Plata que encontramos en El tesoro de la isla. Y en esta formación confluyen varias líneas de acción: la condición social del origen de Juan Plata, su formación cultural y el peso de la experiencia adquirida en los meses en que se desarrolla la novela, todo lo cual tiene consecuencias en la psicología, en la conciencia moral y en el porvenir del personaje.

Solo destacaré en alguna de estas líneas. He dicho antes que el narrador de El tesoro de la isla evocaba el último verano de su adolescencia, aquel en que pasó de las aventuras muchachuelas a la lectura adulta y con ella a la comprensión intelectual de la realidad. Pues bien, Juan Plata está en el último año de su juventud y la novela cuenta los pasos que le hacen cruzar la frontera de la madurez y emprender una forma de vida que no era la que en principio tenía prevista. Esto se aprecia en la relación con sus amigos, con su madre o con los poderes fácticos de Aracia. Pero reduciéndolo al campo de la formación del gusto y del criterio, podemos verlo en su actitud ante el cine, donde no solo prefiere el cine clásico americano al cine popular español que les gusta a sus amigos sino que utiliza ese cine clásico como referente de su comportamiento, ya sea aventurero, ya sea sentimental: si Juan Plata se enfrente a los poderes turbios de Aracia se ve a sí mismo como el sheriff de Solo ante el peligro; si tiene que poner pies en polvorosa en alguna ocasión, se siente protagonista de La muerte en los talones; si se superan los desencuentros que ha tenido con una joven bibliotecaria, presiente que empieza el principio de una gran amistad, como en Casablanca; y si se acentúa, en fin, el conflicto sentimental de Juan Plata y Fidel frente a Charo, nuestro joven se ve inmerso en El hombre que mató a Liberty Valance, sin saber muy bien si ser James Stewart o John Wayne.

Por otra parte, en el terreno literario, es la misma bibliotecaria que negoció con Juan Plata el catálogo de lecturas que le convenía al adolescente Santiago Alcón en El tesoro de la isla la que le abre al joven Juan Plata de Río Cárdeno el camino que lleva de El conde de Montecristo no solo a los novelistas españoles de los cincuenta, Ignacio Aldecoa, Jesús López Pacheco, Rafael Sánchez Ferlosio o Carmen Laforet (cuyas novelas, por cierto, El Jarama, Gran sol, Central eléctrica, Nada son coetáneas de la acción, lo que dice mucho de los saberes literarios de la entonces joven y «marisabidilla» bibliotecaria), sino también a los grandes novelistas de la literatura universal triunfante de la época: William Faulkner, John Steinbeck, John Dos Passos, Ernst Hemingway o Hermann Hesse.

En cuanto a los aspectos de la experiencia, no estrictamente culturales, que configuran la formación de Juan Plata, creo que pueden resumirse en su relación con la ciudad de Aracia, porque su actitud ante la ciudad es el resultado de su origen, de la consideración en que lo tiene la gente, del trato que le dispensan los poderosos y de la amistad, ya sea franca o sea ambigua, de sus amigos. De todo ello surge una actitud que creo que le gustará bastante a Álvaro Valverde, que entre nosotros es quien más ha profundizado en la ambigüedad de los sentimientos que los sujetos líricos o los personajes narrativos mantienen con su propia ciudad, una relación de amor-odio que sin duda siempre tiene justificación, porque todas las ciudades terminan siendo grises para sus habitantes. El caso es que Juan Plata se ahoga en Aracia (y aquí, dada la dimensión literal y metafórica del verbo «ahogar», bien puede decirse lo de nunca mejor dicho) y que para que se produzca ese ahogo han tenido que intervenir todos los factores antedichos. De ahí que Juan Plata llegue a pensar que una ciudad en la que gente como él se ahoga sin remedio merece sin duda ahogarse toda ella literalmente: ser cubierta por las aguas del pantano que dicen que tal vez se construya. A este respecto voy a leer un párrafo de la novela: «Plata comprendió que, de un modo más extraño aún, también lo venía deseando [la aniquilación de la ciudad bajo las aguas], sin saber a ciencia cierta si lo hacía por el mero placer de tener razón, de demostrar a cuantos lo hubieran puesto en duda que su teoría de la conspiración era cierta, o si lo hacía por pura maldad, por poder disfrutar del oscuro gozo de ver abatirse la muerte sobre Aracia, ese lugar amado y, al mismo tiempo, odiado hasta el extremo en el que se sentía tan querido como despreciado, en el que deseaba tanto quedarse como huir» (p. 203). No es de extrañar, por tanto, que, ante el ahogo, la misma bibliotecaria que encauza sus lecturas adultas le anime a abandonar Aracia: «Estudiar en la Universidad no es la única forma de marcharse», le dice: «Hay otras y las encontrarás» (p. 226).

Diré para terminar que también Juan Ramón Santos ya ha dado cuenta en anteriores ocasiones de esta relación de amor-odio con la ciudad. Yo recuerdo un verso de su libro Cicerone que habla de «esa ciudad que adoro y aborrezco» (p. 56). Y también recuerdo los «Sueños sin grandeza» de este mismo Cicerone, un poema que sin duda podría suscribir el propio Juan Plata, aunque no escribirlo, porque, como sabemos desde hace años, fue otro su destino. Dice así: «Un día que me puse trascendente / proclamé muy seguro de mí mismo / que prefería ser simple auxiliar / en la administración de este, mi pueblo, / que abogado de éxito en Madrid. / Ahora que mis deseos se han cumplido / en verdad en verdad os aseguro / que no sucede nada ni se os cierran / las puertas de los cielos porque seáis / algo más ambiciosos con los sueños» (p. 44). Dicho esto, llega el momento de oír y de escuchar las razones del autor.

Plasencia, 2 de mayo de 2024 / Gonzalo Hidalgo Bayal

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