Siempre me tuve por un irreductible racionalista y un pertinaz escéptico. Pero, a veces, me inquieta y me genera dudas aquella tan manida frase de: ‘no creo en las brujas, pero haberlas, haylas’. Ya ha llovido bastante desde que una vecina de la alquería jurdana de Las Erías, Tía Cristina Hernández Iglesias, me comentó, pero a solas: ‘Mira, hijo, dendi que vinun las lucis de las bumbillas, es cumu si las brujas y las jechiceiras habiesin caiu en desgracia’. Su voz apenas era perceptible y miraba de reojo. ¿Acaso temía que la oyeran? No conocí los tiempos en que no había luz eléctrica. Yo nací cuando ya había bombillas con un sombrero de plato por las calles, aunque no alumbrasen mucho. Y me consta que aún continuaban las brujas y las hechiceras trotando por las retorcidas y empinadas callejuelas de los pueblos de Las Hurdes. ¿Por qué el vecindario tenía fijación con fulana o mengana, ya maduritas y muchas canas en el moño, y las tachaba de andar metidas en asuntos brujeriles? No creemos equivocarnos si pensáramos que, en otros nebulosos tiempos, las mujeres catalogadas como brujas eran féminas que descollaban entre el resto de su comunidad por su ingenio, sus despiertas neuronas cerebrales, sus conocimientos de las propiedades de la naturaleza que las rodeaba, su heterodoxia, su carácter libertario, su remar a contracorriente y ciertas dotes de visionarias.
En antiguas leyendas y cuentos tradicionales del territorio jurdanu, aparece el personaje de ‘La Regorba’, una especie de hechicera o bruja, además de partera, que venía a ser al modo de consejera áulica de reinas o reyes legendarios de la sociedad pastoril que habitó los enrevesados vericuetos de Las Hurdes. Las antiguas brujas, entre las que también se encontraban las ‘mengas’ (obsérvese la semejanza con ‘meiga’, palabra del vocabulario gallego para designar a tales aojadoras) y las ‘entendías’, debieron suscitar y excitar las mentes intolerantes de los curas párrocos que fueron llegando a estas perdidas aldeas. No tardaron en declararles guerra sin cuartel. Legajos parroquiales dirigidos a la curia episcopal hablan del paganismo que existía entre los moradores de estos concejos (‘paganorum homines, qui inter montes altos et saxosos habitabant et barbaris símiles habitabant, batuecos vel xurdanos noti erant’. (Fondo: Gómez Estévez); considerando que se encontraban sin bautizar. ¿A qué extrañar que se fueran levantando cuatro conventos en los cuatro puntos cardinales de la zona? Al norte, el conocido como ‘Santo Desierto de San José de Las Batuecas’ (carmelitas descalzos); al sur, ‘San Marcos de Altamira’ (franciscanos descalzos de la Estricta Observancia); al este, ‘Santo Niño de Belén’ (frailes basilios), y al oeste, ‘Nuestra Señora de los Ángeles’ (franciscanos descalzos). Cuatro auténticos centinelas, que, aparte de exigir diezmos y primicias, se encargaban de evangelizar los descarriados pueblos y meterles a los nativos a machamartillo los dogmas de la Iglesia de Roma.
Brujeril Encuentro
El que garabatea estas líneas, después de despertar de su letargo en el internado de los padres escolapios de Getafe, donde fui aplicado bachiller y mi nombre se reflejaba en el ‘Cuadro de honor’ la mayoría de los meses (perdón por la inmodestia), pasé a una residencia de estudiantes en Madrid. La conocíamos por la ‘INDIMA’ (Institución del Divino Maestro). Tiempos de revolución y de poesía, y de hacer muchos novillos. En una de nuestras correrías nocherniegas por los bares de la Plaza Mayor y aledaños, les contaba a los compañeros mi gira por Las Hurdes, mochila y tienda de campaña al hombro, cuando me abordó una lozana moza, que ya calzaría sus veintitantas primaveras. Nos dijo a la cuadrilla que ella era jurdana y se llamaba Teodolinda, igual que su abuela. Era morena, bien curvada y con unos ojos añiles que tiraban de espaldas. Pero nos quedó patidifusos al referirnos que su abuela era bruja y que ella había heredado su misma gracia, virtud y artes para la fascinación. Engatusado, intrigado, atraído… por todo el exotismo y misterio que bullía en mi cabeza sobre su montañosa tierra y, en aquel momento, también por su presencia, desenrollé mi oratoria, que nunca fue parca ni parva, y acabé pidiéndole el teléfono.
Quedé con ella una tarde. Cogí el metro y me presenté en uno de los barrios más lujosos de Madrid. El piso, enorme, era toda una mansión. Me llevó hasta una estancia donde había un minibar y una surtida vinoteca. Mis ojos, cuyo calendario irisado de caobas aún no habían marcado los 18 agostos, se abrieron como dos asombrados discos, y no de vinilo. Le pregunté por el dueño del palacete. No era ella, por supuesto. Y me habló de una señora marquesa o condesa. No lo recuerdo bien. Me dijo su nombre. Entendí: ‘doña Angustias’. Me corrigió al momento: – ‘Doña Angustias, no. Es doña Augusta’. Es solterona, pero tiene varios amantes. Hoy, está de viaje’. Me pasó a un elegante salón y me dijo que me sentara. – ‘¿Qué quieres tomar?’ –me dijo muy complaciente. –‘Pues lo que sea; una cerveza mismo’. Respondió que, en aquella casa, se tomaban combinados, Se dirigió hacia el minibar. ‘Ahora, te preparo un cóctel’. ¿Un cóctel? No había oído esa palabra en mi vida. Trajo dos vasos largos, con cubitos de hielo. Desconocía la bebida. La probé y me gustó. De pronto, me espetó: ‘-Escucha este rimariu. Me lo enseñó mi abuela: ‘El día de San Juan de junio, // antis que el sol ansomase, // todas las brujas jurdanas // diban a echar unas danzas, // diban a echar unos bailes, // en las arenas del río // del puebro de Jiganzales. // Tres venían de La Peja; // otras tres de Los Casares;// otras del río del Pino // y otras venían de otras partes. // Todas traían el unto // y todas eran comadres’. Pasando los años, cuando yo andaba metido de lleno en las investigaciones de campo sobre la Cultura Tradicional y Popular de esas hermosas sierras de brezos y pizarras, escuché la misma retahíla (el ‘rimariu’, que decía Teodolinda) de otras dos jurdanas, al menos; una de las cuales también era catalogada de bruja por algunos convecinos.
Inquisición
Nos habíamos metido ya, entre pecho y espaldas, cuatro cócteles de los que jamás supe su composición, excepto el hielo que los refrescaban. Teodolinda hablaba y hablaba. Buena discípula de su abuela. Era una experta herbolaria. Conocía las propiedades de muchas plantas y los males que remediaban. –‘Si fueras conmigo un día a Las Hurdes, te iba a llevar al monte y te enseñaría raíces, tallos y hojas’ –me relataba. ‘Mi abuela era una mujer sabia y no hacía mal a nadie, pero los clérigos azuzaban a algunos vecinos para que la reprendieran y se metieran con ella, ya que nunca entraba en la iglesia’. Relataba que las brujas no habían sido siempre mujeres viejas, llenas de arrugas, manos sarmentosas, cabellos enmarañados, algo chepudas y ojos turbios y surcados por venillas sanguinolentas. Esa era la imagen que la llamada ‘gente de bien y de orden’ había creado en las villas, lugares y aldeas, buscando chivos expiatorios sobre los que cargar los males que azotaban a la vecindad. Pero las brujas fueron, en realidad, mujeres bellas, bien dotadas, más inteligentes que el resto y sabiendo muy bien qué era lo que se traían entre manos. Puede que quizás fuesen envidiadas por otras hembras; no obstante, estaban integradas en la comunidad pastoril de estas riscosas montañas. –‘Pero un día –seguía explicando la linda jurdana- llegaron de la ‘Tierra Escura’ una trebollina de hombres, con la cruz y con la espada, y nos impusieron a la fuerza sus doctrinas, que nunca fueron las nuestras. Y con ellos llegó más tarde la Inquisición y ardieron los cuerpos en las jogueras’. Teodolinda se emocionaba refiriendo la herencia oral de su abuela. Todavía, pese a llevar varios años en los ‘Madriles’, se le escuchaban palabras y giros dialectales. No podía negar que era jurdana.
Imposible de calibrar aquella tarde ciertos pasajes inherentes a un bisabuelo o tatarabuelo suyo. En la pila del bautismo, le pusieron el nombre de Ervigio. Apellidos: Rodríguez Velaz. Nació en la alquería de La Segur. Decían que vino a este mundo con una cruz en el paladar y que habló en el vientre de su madre antes de que resbalara por sus muslos. Señal inequívoca que iba destinado para ser ‘zajuril’. Sus ojos, al parecer, eran clavadodos a los de Teodolinda. En su mocedad, dio claras muestras de su videncia, cuando las familias de la zona le preguntaban por el estado de sus hijos, que luchaban en guerras coloniales. Un día desapareció del pueblo. Dejó preñada a una moza. que parió un varón: Juan Rodríguez Azabal. Al cabo de unos años, trajeron señas de él unos segadores jurdanos que habían estado en la ‘siega d,abaju’. En la comarca, se oyó de siempre aquello de ‘ni estremeñus ni castellanus; semus jurdanus’. Entrando el mes de junio, muchos jurdanos bajaban a la siega en las grandes llanuras extremeñas. Al terminar, subían a la ‘siega d,arriba’, en las dehesas y los llanos salmantinos. Terminaban segando el centeno en los cortinales de algunos pueblos de Ávila. Ervigio andaba trabajando en la dehesa de ‘El Colmenarejo’, entre Cáceres y Trujillo. Regresó varias veces al pueblo, para reconocer a su hijo y entregar a la madre, que no quiso cuentas con él y acabó casándose con otro, sustanciosas ayudas económicas. Ervigio había emprendido negocios y realmente no le fue mal. Teodolinda había anotado y memorizado todo lo que le contó su abuela, Francisca Rodríguez Alonso, ‘Tía Quica’.
– ‘Acuérdate de lo que te digo –me hablaba y me miraba con inquietante fijeza. ‘Lo estoy leyendo en tus ojos. Algún día se cruzará en tu camino Tíu Ervigio ‘El Zajuril’. Le enseñó a leer, a escribir y las cuatro cuentas el guarda de la dehesa. Luego, él aprendió mucho más por su cuenta. Tomó matrimonio en un pueblo de la comarca trujillana y tuvo siete hijos. De esto hace mucho, muchísimos años; pero se te cruzará en tu camino. Los zajurilis mueren cuando les llega la hora, pero queda algo de su esencia en su descendencia. No dudo que se cruzará en tu camino’. Puso tanto énfasis en sus palabras que me dejó anonadado. Tiempos de mi primera juventud y, al día siguiente, ya había echado en olvido sus augurios. Puede que no fuera exactamente así. La consabida frase ‘no creo en las brujas, pero haberlas, haylas’, siguió dando vueltas en mi atolondrada cabeza. El tiempo sería juez y testigo. Pasando la página, los hechos refrendarán lo afirmado.
Foto superior: Impresionante y preciosa foto (año 1963) del pueblo jurdano de La Segur, citado en nuestra crónica, como lugar de nacimiento, allá por el siglo XIX, de Ervigio Rodríguez Velaz, afamado “zajuril”. (Foto: Leandro de la Vega)
Texto de Félix Barroso para su columna A Cuerpo Gentil, las opiniones e imágenes publicadas en esta columna son responsabilidad de su autor
Publicado el 13 de mayo de 2024
1 comentarios
Una excelente cronica como siempre. Un mundo lleno de leyendas y enigmas que noche tras noches siguen adornando entre luces y sombras las callejuelas de nustros pueblos. La mente es así de maravillosa