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Layab Ogladih

Podría decirse que uno de los temas sobre los que trata la narrativa de Gonzalo Hidalgo es el carácter ineludible de nuestra condición individual, el hecho de que, por más que nos esforcemos, no podamos dejar de ser quienes somos, estando, por el contrario, condenados a que se cumpla siempre, implacable, nuestro destino (“Siembran los hombres con torpeza lenta / su ruda cicatriz sobre la nieve”, decían ya unos versos de su primer libro, Certidumbre de invierno, describiendo lo que parece un castigo mitológico), un destino que resultaría, pues, inevitable y, una vez realizado, irreversible, y no deja de resultar curioso, o paradójico ‒por emplear un término cercano a su obra‒, pues, cuando se trata de jugar con el lenguaje ‒y esa obra es, sobre todo, por encima del objeto y la trama de cada libro, un jugoso y espléndido e inagotable jugar con el lenguaje‒, si algo le gusta al autor es, precisamente, lo reversible, el poder dar la vuelta a las palabras y a las frases, dicho esto de manera más o menos abstracta o genérica y, a la vez, estricta, literal, el que puedan ser leídas del derecho y del revés, el descubrir y regalarnos, a fin de cuentas, palíndromos. A Gonzalo Hidalgo Bayal le gustan los palíndromos y, no conforme con deslizarlos de cuando en cuando entre sus páginas, los ha utilizado varias veces como título de sus novelas, y estoy pensando en “Amad a la dama”, en “La sed de sal” o en “Arde ya la yedra”, publicada hace apenas unas semanas por Tusquets Editores, en la que en ese curioso juego lingüístico se convierte, en buena medida, en motor de la trama.

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Por su carácter artificioso, los palíndromos suelen dar lugar a frases (“No luces ese culón”, “Dábale arroz a la zorra el abad”, “Anita, la gorda lagartona, no traga la droga latina”) de significado extraño, que en muchas ocasiones nos divierten pero que en otras nos dejan perplejos, preguntándonos, como si fuésemos sabios del Talmud, qué oscura y quizá trascendente verdad se encierra detrás de su enunciado. Pues bien, algo así le sucede al protagonista de Arde ya la yedra, un tipo “mortalmente aburrido” tras acabar sus estudios y el servicio militar, que encuentra en la convocatoria del VII Premio de Novela Breve “Saúl Olúas” (palindrómico autor que aparece en varias de las novelas de Gonzalo Hidalgo) una excusa para combatir el tedio, y en el hallazgo de un título reversible, “La I no merece ceremonial”, su estrella polar, la búsqueda de palíndromos que puedan dar título y contenido a los treinta y un capítulos de mil y una palabras que, en estricta simetría, se propone escribir para completar un libro con el que concurrir al certamen. Pero, pese a lo que pudiéramos pensar, el protagonista no limita la búsqueda de inspiración a los estrictos límites del diccionario, el lugar donde residen las palabras y del que se pueden extraer para testar su reversibilidad, sino que se echa a la calle en busca de una historia que contar y de los palíndromos que han de dar titulo a cada uno de sus capítulos. Así encuentra a un grupo de “muchachas en flor” y de muchachos que las pretenden con desigual fortuna, que pasan buena parte de sus días en el río y a los que se dedica a acechar en busca del sustrato real sobre el que armar una ficción, pero también, y sobre todo, de esos palíndromos destinados a ir iluminando los vericuetos de la trama. Y lo consigue. A fuerza de marear la perdiz, lo consigue, logrando escribir un libro que nosotros no llegaremos a leer, aunque ni falta que hace, pues nos basta y nos sobra con el relato de su proceso de escritura, que Gonzalo Hidalgo arma en capítulos cuya conclusión es siempre un palíndromo, esos que, día tras día, el personaje descubre y que van guiando su escritura, un esquema que hace doblemente gozosa la lectura de cada uno de ellos, pues disfrutamos de la magnífica prosa del autor tratando de atisbar, al mismo tiempo, el resultado final, el lugar al que inexcusablemente van a parar sus devaneos, esa frase reversible que el personaje busca y que nosotros, lectores, acabamos encontrando cada tres o cuatro páginas como un feliz regalo.

Eso por lo que se refiere a la primera parte del libro, la más estrictamente palindrómica, porque la segunda, “Arde ya la yedra”, en la que el protagonista se ha convertido en Bustrófedon (pseudónimo con el que se presenta al concurso), es un retrato jocoso, aunque también a ratos tierno y a menudo también teñido de amargura, de los certámenes literarios, sobre todo de las galas de entrega de premios de algunos de esos certámenes, esas que reúnen a los finalistas para enfrentarlos al difícil trago ‒para la mayoría de ellos‒ de no resultar ganadores, esas en las que muchas veces los finalistas, e incluso el ganador, son lo menos importante, por debajo de la pompa, el glamur impostado y los discursos institucionales, un retrato mordaz que alcanza su mayor grado de caricatura cuando Mesoneros, el más cínico de los siete finalistas del VII Premio de Novela Breve “Saúl Olúas”, le propone al Concejal de Hacienda de turno un premio sin libros ni escritores, en el que el papel de finalistas, y el de ganador, sea asumido por un grupo de actores, en el que no haya que organizar comisiones de lectura, ni pagar alojamientos, ni desplazamientos, ni gastar dinero en publicar libro alguno, para mantener la pompa, el glamur, los discursos institucionales, lo que de verdad importa, desde el punto de vista municipal, de todo ese tinglado, una propuesta que el concejal, claro, no considera del todo disparatada.

Con dos partes notablemente diferenciadas, Arde ya la yedra acaba siendo muchas cosas, entre otras, un divertimento lingüistico, un homenaje al palíndromo, un retrato del artista joven y de la pérdida de la inocencia, la caricatura de una cierta cultura institucional y un análisis sociológico del mundillo literario, en la medida en que Mesoneros, Juan Tan Amera, Arma Virunque, Old Man, Manuela de la Cruz, Nitrato de Chile y el propio Bustrófedon, los siete finalistas del Premio de Novela Breve Saúl Olúas, conforman una suerte de tipología de escritores al modo sarcástico y expresionista de los caracteres de Elías Canetti, y el resultado, con todos esos elementos, es un libro del que se puede decir sin dobleces ni cinismos lo que el presidente del jurado del premio afirma de La I no merece ceremonial, la novela presentada por el protagonista, que “el autor [ha] conseguido aplicar las diversiones fonéticas propias de la lengua castellana a la melancolía de un amor adolescente, la difícil y laboriosa tarea de combinar con acierto la frialdad intelectual del observador atento con la amargura que la vida depara cada día, sobre todo en esa época de la adolescencia en que el horizonte es una línea negra y lóbrega”, un libro del que se puede decir, una vez más, como cada vez que aparece un nuevo título de Gonzalo Hidalgo Bayal, que es un libro magnífico que no deberían dejar de leer, un libro que ya tienen en las librerías pero que, por desgracia, no veremos presentar, pues el autor es reacio a la pompa, al glamur, a las liturgias literarias, lo que les privará a ustedes del placer de escucharlo y a mí, de hacerle la pregunta tonta que siempre guardo en la recámara por si alguna vez se ofreciera la ocasión: “¿Su artista favorita es Sara Baras?”.

Arde ya la yedra

Gonzalo Hidalgo Bayal

Tusquets Editores

19,90 euros

Publicado el 10 de mayo de 2024

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