El descubrimiento, la primavera del año pasado, de cinco esculturas antropomorfas en el yacimiento pacense de Casas del Turuñuelo, sobre todo el de esos hermosos rostros de mujer tallados delicadamente en piedra, nos enfrentó de repente al abismo insondable de nuestro pasado remoto. Por una parte, nos hizo sentir un cierto orgullo patrio al recordarnos que nuestra región —o, al menos, parte de ella— habría pertenecido al mítico reino de Argantonio, a una civilización desaparecida y misteriosa, Tartesos, trasunto verdadero, según algunos, de lo no menos mítica y, en ese caso, fabulosa Atlántida, algo que otros niegan diciendo que no habría existido un reino o civilización como tales, y que la presunta Tartesos no habría sido más que el conjunto de asentamientos de alguno de los pueblos que comenzaban a surcar por entonces, audaces, el Mediterráneo, probablemente de los fenicios (que no es poco). Pero, aunque eso fuera así, todavía subsistiría el otro sentimiento intenso que despertó en nosotros ese descubrimiento, la emoción de asomarnos al rostro de gentes que vivieron hace 2.500 años en los mismos lugares que habitamos nosotros, la emoción de asomarnos, al contemplar las esculturas, a su vida cotidiana, a cómo vestían, a cómo se peinaban y adornaban, de descubrir que, como nosotros, amaban la belleza, e imaginar que, como nosotros, a veces sentirían miedo, otras felicidad, que amarían también, sin duda, a sus hijos, y a la vida, una emoción idéntica a la que siento, por ejemplo, cuando, en el Museo Romano de Mérida me fijo no ya en las magníficas estatuas o mosaicos, sino, dentro de las vitrinas, en esos objetos minúsculos, sofisticados, utensilios de cocina o artículos de tocador, que nos asoman al interior de las casas y al fantasma de gente que vivió, sintió y murió como nosotros.
Pues bien, de estas dos formas de asomarnos a nuestros pasado, la política y la doméstica, la de los grandes acontecimientos y la de los pequeños hechos cotidianos, Marino González Montero ha elegido, sin duda, esta última para concebir su última obra de teatro, Anasté. La hecatombe de Tarteso, inspirada en los descubrimientos del Turuñuelo y en el estimulante mito de Tartesos, porque nada nos dice Marino de las intrigas del reino, o de sus hazañas o derrotas, o de la catástrofe que, como resuena en la obra como ruido de fondo, está a punto de hacer desaparecer esa civilización, pues la obra sucede en la intimidad de un santuario, en el diálogo intenso entre dos mujeres, Anasté, quizá el personaje principal, y Nortia, diosa etrusca de la fortuna y el destino, en el que salen a relucir, entre otros, nuestros temores y esperanzas esenciales, que son también los más primitivos, quién ha creado el mundo, qué hay después de la muerte, qué será de por nuestros hijos.
Según el texto de la contraportada del libro, “Anasté es una filósofa (…) adelantada a su tiempo en las teorías de Demócrito y los epicúreos, que es capaz de los mayores sacrificios para acercarse al conocimiento”, una idea esta última, la del sacrificio, que late en la obra de Marino desde los primeros versos, cuando el personaje dice “es pues llegada la hora / largamente pensada / y vengo bien dispuesta y decidida / en una mano la fuerza del fuego / en la otra la fuerza de todo el cuerpo / para hollar terca con mis propios ojos / los ollares aún tibios de estos caballos”, lo que la convierte en una suerte de antecesora de Cristo, no en vano dice de sí misma “yo soy aquella niña diosa del río / nacida bajo los altos auspicios / de Astarté: la más alta / diosa de todos los ríos del mundo / y del Anas [nuestro Guadiana]: el más bajo río del todos / los ríos del mundo y del inframundo” para, pocos versos más adelante, afirmar rotunda “soy de barro”, una suerte de diosa encarnada, de, como ella misma dice, niña diosa dispuesta al sacrificio, algo que la une, como al propio Cristo, a esos misterios antiguos que George Frazer trató de vislumbrar en La rama dorada rastreando los orígenes y el significado del sacrificio periódico de un rey-sacerdote en el bosque de Nemi, cerca de Roma, en tiempos anteriores incluso a la civilización romana. Pero, en el caso de Anasté, la voluntad de sacrificio no tiene solo un sentido salvador, o de expiación, sino también de búsqueda del conocimiento, el de averiguar qué hay más allá del Tártaro.
Porque el deseo de conocimiento es otra de las características fundamentales que definen al personaje, hija de un augur, educada por su padre en la inquietud por saber, “adelantada —como ya he dicho antes refiriéndome al texto de la contraportada— a su tiempo en las teorías de Demócrito y los epicúreos” y precursora de Hipatia, que contrae matrimonio para encontrarse, en su nuevo lugar, con todo lo contrario, con la cerrazón, con la incomprensión, con la sospecha y, por último, como destinataria de la culpa, “el más abominable e inteligente / descubrimiento del cerebro humano / para dominar a otros / cerebros humanos más manejables”, como dice la propia Anasté hacia el final del cuarto acto, pues “cada vez que sucede una desgracia / hay un hombre que ha cometido un desmán”, como afirma Nortia un poco antes, y es en el momento final, cuando siente que la culpa y sus inevitables consecuencias se han cerrado en torno a ella, cuando invoca a la diosa para enseguida a negarle su condición de diosa y rebajarla a mera proyección de la mente y los miedos de los hombres, una afirmación sacrílega que pone de manifiesto la lucidez iconoclasta de Anasté y que deja a Nortia vacía, rebajándola a la misma altura de la mujer, lo que hace que ambas puedan mirarse en horizontal, cara a cara, posición de la que nace uno de los ingredientes más hermosos de esta obra de teatro, lo que tiene de acercamiento a la sororidad, a la solidaridad entre mujeres, en la que encontraremos —y aquí no digo mucho más para no desvelar torpemente el desenlace— la razón de ser de la invocación, el motivo por el que Anasté invoca a la diosa en ese momento de agonía, y que hace que en una obra que se anuncia y es, en buena medida, trágica —no podía serlo menos llevando en el título, como lleva, la hecatombe de Tartesos— se vislumbre la esperanza, algo que se refleja también en el tono y el estilo de la obra, pues junto a diálogos graves y largos parlamentos que recuerdan a las palabras grandilocuencia de la tragedia griega, salen a relucir, de vez en cuando, sobre todo en boca de Nortia, salidas coloquiales, de tono humorístico, que hacen discurrir a la obra, en algunos tramos, cerca de la comedia, haciendo que los personajes nos resulten más amables, más cercanos.
En definitiva, Marino González Montero ha tratado, a través de Anasté, de reconstruir la historia, o más bien la intrahistoria, y la forma de pensar de esas gentes misteriosas y olvidadas que poblaron Tartesos, porque, como señala también la contraportada, “al igual que sucediera con la guerra de Troya o el asedio de Numancia, toda historia necesita del mito para ser interpretada y, sobre todo, recordada”, haciéndolas visibles, pero también cercanas, capaces de emocionarnos, al demostrarnos que todos, en cualquier momento histórico, hemos sufrido y disfrutado de los mismos miedos, las mismas alegrías, las mismas esperanzas.
Anasté. La hecatombe de Tarteso
Marino González Montero
De la luna libros
15 euros
Publicado el 15 de marzo de 2024