(A todos mis fraternales amigos y compañeros tamborileros de ‘La Corrobra Estampas Jurdanas’, los que se fueron y los que aún siguen. A ellos les debo lo mucho que me enseñaron sobre el vivir antiguo y la sana alegría con la que empaparon todos mis poros. Fueron y son mis queridos juglares. Siempre los tendré en mi memoria).
Hoy, día 14 de septiembre, numerosos pueblos de la región extremeña celebra sus fiestas de ‘Los Cristos’. La Iglesia Católica conmemora, en tal fecha, la ‘Exaltación de la Santa Cruz’. Sus orígenes hay que remontarlos al siglo IV. En esta jornada, veremos la presencia de algún tamborilero, acompañando, con su gaita o flauta y tamboril, a primera hora de la mañana, al mayordomo, que va ‘pidiendu pal Santu Cristu’ de puerta en puerta. Luego, el tamborilero encabezará la procesión, tocando un son del que desconoce su procedencia. Él lo heredó de otros tamborileros y estos de otros más antiguos, perdidos en la noche de los tiempos. Su gaita, o flauta, va desgranando el himno ‘Vexilla Regis’, que compusiera el poeta y músico Venancio Bonifacio en el siglo VI. Un himno adaptado para ser tocado tan solo con los instrumentos propios del tamborilero. Toda una joya etnomusicológica, que se han conservado milagrosamente. También tocan estos músicos populares en esta fecha, como en otros acontecimientos religiosos, otros sones, como el que se toca en la misa a la hora de la Consagración. Lamentablemente, se olvidaron ya del toque antiguo y, ahora, se limitan a interpretar el himno nacional.
Me contaban los tamborileros jurdanos, con los que tantos cientos de veces confraternicé y coordiné bajo la insignia de ‘La Corrobra Estampas Jurdanas’, que, en cierta fiesta, un compañero, excelente tañedor de la gaita y el tamboril, tuvo un desencuentro con el alcalde de un pueblo. Eran tiempos oscuros, donde las libertades brillaban por su ausencia, en plena dictadura franquista. Al día siguiente del desencuentro, se celebraba la fiesta del Santo Cristo. A la hora de levantar el cura la hostia en la misa, comenzó a tocar, pero no el himno impuesto por la dictadura, ‘La Marcha Real’, y que, anacrónicamente sigue vigente, sino ‘El Himno de Riego’, que de facto fue el himno de la II República Española. Al acabar la misa, ya estaba la guardia civil esperándole a la puerta de la iglesia. Se pasó los tres días de fiesta metido en el calabozo, quedándose el pueblo sin el toque del Ofertorio. Tuvo que pagar una multa de 50 pesetas y no le calentaron el pandero de puro milagro. Con ganas se quedaron algunas desteñidas camisas franco-falangistas.
En los últimos años de esta modernidad mal avenida, agarrada del brazo de la globalización, han mandado al carajo la diversidad, y un buen montón de alcaldes y mayordomos han contratado a una charanga para acompañar al Cristo, al Santo o a la Virgen de rigor. Han pretendido ser más modernos que nadie y han metido la pata no solo hasta la corva, sino hasta la ingle. Hace escasos años, asistí a una procesión en un pueblo cacereño. Celebraban a San Roque. Me topé de cara con los componentes de una charanga que iban tocando lo que parecía como una marcha fúnebre en la procesión, con sus saxofones y cajas. Conocía al alcalde y, después de la misa, le eché en cara el no haber contratado a un tamborilero, el único capaz de interpretar el himno de Venancio Fortunato. El alcalde, malhumorado, me llamó retrógrado, ignorante, carca y de no estar a la altura de los tiempos. No tendría más que los estudios primarios el primer edil, y la ignorancia, ciertamente, siempre fue muy osada y pierde la vergüenza a la primera de cambio. Me callé y le di las espaldas, pues, como dice el viejo adagio, ‘no hay mayor desprecio que no hacer aprecio’. Nadie está contra las charangas, que tienen sus correspondientes huecos en las fiestas, ¡pero ya es delito que se pretenda sustituir a los toques de los tamborileros en los momentos más solemnes! La masa cerebral de algunos no da más de sí, siendo el pueblo, su identidad y sus raíces las que pagan la necedad e incompetencia de ciertos regidores u otros organizadores de la fiesta.
CON EL TAMBORIL A CUESTAS
Éramos unos rapazuelos y, en cuanto veíamos al tamborilero por las calles del lugar, seguíamos detrás de él, tocando las palmas. Le conocí desde mi niñez hasta que se marchó más allá del horizonte, donde el sol se despeña y solo está el vacío. Pero el astro rey tiene la capacidad de regenerarse; el hombre, no. Se llamaba Luis Martin Domínguez, pero todos le llamaban ‘Ti Lui Bulla’. Cuando me hice con una grabadora, embolsé todo lo que sabía y algo más. Pasé con él la quinta. Entonces, las fiestas de San Blas eran toda una catarsis para los quintos. Panderetas de piel de perro, macho cabrío engalanado, la ‘Pidía del Chorizu’, atronadores cohetes, cantes por las tabernas, salón de baile abarrotado. ‘Ti Lui’ había sido ranchero en la alocada guerra que provocaron los fascistas y nos preparaba ricas comidas a los quintos. Hoy, las fiestas son nostálgico recuerdo y nada más. Se las dejaron venir abajo. Los quintos, que cada vez hay menos, debido al declive poblacional de la zona, han bastardeado los antiguos rituales y solo se limitan a aporrear ellos mismos un tamboril sin ton ni son, deambulando como zombis por las calles. Ganó enteros la España Abandonada y coronada de espinas. Cuando sonaban los truenos en lo alto, decíamos: ‘ya está Ti Lui zamarreandu el tamburil’. Lo elevábamos a algo así como un dios o señor de las tormentas. Se lo llevó un linfoma gástrico el día de Santa Leocricia y San Especioso, cuando mediaba marzo. Había cumplido 76 cenceñas primaveras.
Nos quedamos sin tamborilero y los mayordomos o el Ayuntamiento contrataba a Martín Pérez Pérez, del vecino pueblo de Aceituna, con el que siempre mantuvimos fraternales relaciones. Este apreciado amigo vino a ocupar el hueco que dejó ‘Ti Lui’, acompañando con su flauta y tamboril a los vecinos en el día del Cristo y en alguna otra fecha señalada; también a los quintos. Sería él quien participara en el proyecto que mi persona puso en marcha en 1987, apoyado por la asociación cultural ‘La Buranca’. Su objetivo era recopilar el cancionero de la localidad, que conllevó la grabación fonográfica de dos cintas casetes: ‘La Cultura Oral en Santibáñez el Bajo’, a cargo de la casa discográfica ‘Tecnosaga’. Los dos volúmenes se acompañaban de un cuadernillo explicativo, redactado por el que suscribe estas prosas. Desgraciadamente, Martín murió en plena madurez y no volvió a pisar un tamborilero las calles de la población hasta que no arribaron los tamborileros de ‘Estampas Jurdanas’. Con estos venían algunos danzarines, expertos en repicar las castañuelas. A lo largo de toda una jornada, no paraban de tocar, bailar y cantar. Aguantaban hasta bien entrada la noche. Eran incansables. El Ayuntamiento corría con los gastos, que no suponían gran cosa. Se les invitaba a comer en el bar ‘El Zamorano’, se les pagaba la gasolina, alguna propinilla más y… ¡marchando! Bajaron varios años de sus montañas. Luego, sin saber por qué razones, no se les volvió a avisar y las fiestas perdieron fuelle y colorido.
Con su tamboril a cuestas, los tamborileros siempre han acudido donde se les llamase. Sellaban el trato y cobran al rematar la faena, que bien dice otro viejo adagio que ‘tamboril pagau antis de la función, jadi mal son’. Ellos nunca supieron que su flauta o gaita tiene antecedentes en épocas prehistóricas, concretamente en una flauta fabricada con el fémur de un oso cavernario, hallada en la cueva de Divje Babe, en el oeste de Eslovenia. Algunos arqueólogos conjeturan que fue obra de neandertales. En esta caverna, cuyo topónimo significa ‘Cueva de las Brujas’, fue posiblemente elaborada en el Paleolítico Medio, hace unos 40.000 años. Su descubridor fue el arqueólogo Iván Turk. Otra flauta, fabricada en hueso de buitre, encontrada en el yacimiento alemán de Hodle Fels, excavado por un equipo de la Universidad de Tubinga, rivaliza con la de Divje Babe en antigüedad; pero todo indica que la alemana es posterior, perteneciente al Paleolítico Superior. Otra flauta, que se adscribe al Paleolítico Superior (período Auriñaciense) es la que se descubrió en la cueva de Isturiz, en el País Vasco-Francés, con una antigüedad calculada en torno a los 25.000 años.
Nuestros humildes tamborileros desconocen esos pormenores prehistóricos. Ellos, que, a lo largo de los siglos, o milenios, fueron la inmensa mayoría pastores, aprendiendo a tocar, en la selvática pero armónica y bienaventurada soledad de los campos mientras apacentaban sus ganados, se ajustaban libremente con quienes les avisaban. Se apalabraban con los quintos por todo el año que duraba la quinta, con los mayordomos o con otras instituciones y nunca jamás extendieron una factura para cobrar sus estipendios. Se hacía el trato de palabra y, de acuerdo con las leyes consuetudinarias, que tienen tanta validad como las normativas emanadas de las leyes escritas, se les pagaba en mano y ¡santas pascuas! Ahora, en estos tiempos de la modernidad retorcida, individualista, burocratizada y expoliadora de nuestras identidades, se les está exigiendo a nuestros queridos tamborileros que, si quieren tocar, deben emitir una factura para poder cobrar. ¡Cuándo se ha visto semejante cosa! Toda una injustica que clama al cielo. Secretarios de Ayuntamiento y otros burócratas, más papistas que el Papa, que desconocen por completo el mundo de la Cultura Tradicional-Popular y las antiquísimas normas que lo rigen, prohíben terminantemente que se contraten a tamborileros si no tienen facultad para extender facturas. ¿Acaso los tamborileros son empresarios, patronos, jefes u otros gestores que se pueden permitir el lujo de extender documentos mercantiles? ¡Pero si la mayoría de ellos es gente humilde, cuyo salario es muy chico por divertir al pueblo! ¡Más respeto a las leyes consuetudinarias y menos legalismos absurdos! Dense por enterados los responsables de negarles el pan y la sal a nuestros tamborileros. Más valía que nuestra Administración regional los amparase y declarase a su profesión como Bien de Interés Cultural, e incluso patrimonio regional.
Sería en estos años universitarios cuando conocí a José García Domínguez, ‘Tíu José el Pastol’, del pueblo de Aceituna, paisano de Martín Pérez. Ya era mayor, con muchas canas. Sabía mil veces más que lo que le enseñaron en la escuela. Bien me decía él que ‘la esperencia es la madri de la cencia’. Siendo su paisano Martín un excelente tamborilero, que se extasiaba haciendo increíbles piruetas con la gaita, todavía no llegaba a tocar los cielos como lo hizo ‘Tíu José’, a quien los muchos años le habían otorgado tal facultad. Tantas vivencias me contó este cabal ‘canchaleru’ (así son apodados los hijos de Aceituna) que harían falta muchos folios para plasmarlas. Ya llegará su momento, que, ahora, hay que echar un trago y darnos un respiro. Seguiremos cuando se tercie y tengamos otro rato de vagar.
Foto superior: Luis Martín Domínguez, ‘Ti Lui Bulla’, tamborilero que fue muchos años del pueblo de Santibáñez el Bajo, con el que intimamos el año de la quinta y que se erigió en un fabuloso informante. En la imagen, actuando en la recreación que se hizo en el lugar de una boda antigua. (Foto: F.B.G.)
Texto de Félix Barroso para su columna A Cuerpo Gentil, las opiniones e imágenes publicadas en esta columna son responsabilidad de su autor
Publicado en septiembre de 2023