Carlos V, el Emperador, se había levantado pletórico aquella mañana de finales de noviembre de 1556, salió a la galería porticada y se acercó a la balaustrada de tracería calada que comunicaba con el patio del castillo donde residía mientras se ultimaban los detalles de su palacete de Yuste. Durante unos minutos permaneció ensimismado en los pensamientos de su pasado: viajes, batallas, relaciones, asuntos de estado, inquietudes, legislaciones, intrigas… todo había quedado atrás. Ahora se dedicaba a disfrutar de la vida en aquel paraíso de la Vera a la que había llegado unos días antes.
En el pilón rectangular del patio que servía para refrescarse y repostar los caballos murmuraba el agua fresca y transparente que caía permanentemente del único caño que la surtía.
–Majestad, el desayuno está servido –le susurró el ayudante de cámara.
Sobre una mesa cubierta con un mantel de hilo humeaba el café, aquel líquido negro que habían traído los conquistadores de sus reinos de las Indias, (cuando apenas era conocido popularmente), y que con añadido de leche y endulzado por el azúcar, que era otro ingrediente de lujo que fuera de los palacios se vendía en las farmacias; las monjas del convento de la Magdalena, de Jaraíz elaboraban con el azúcar los “electuarios”, una especie de frutas escarchadas aliñadas con hierbas y raíces medicinales, que se vendían también en las boticas, y le agradaban al Emperador especialmente, presentes en aquella primera colación junto a otros pastelillos y pastas, empanadas y dulces de horno.
Después, dando por terminado su relajado tiempo de reposo tras el desayuno, le apetece dar un paseo tranquilo a caballo por la población.
Carlos, acompañado de Luis Méndez de Quijada y su guardia personal, sale de la fortaleza donde reside, una edificación de planta rectangular reformada con torres cilíndricas en los ángulos, que data de mediados del siglo XV, perteneciente a los Álvarez de Toledo, Condes de Oropesa y amigos suyos. Del castillo destacan las citadas torres cilíndricas y prismáticas que se alzan en sus cuatro ángulos, y los canecillos que recorren en lo alto todo el perímetro y sirven de base al almenaje.
–Según nos consta tuvo esta fortaleza un segundo recinto, del que aún restan algunos vestigios, así como una portada dispuesta entre dos torreones cilíndricos precedidos de un foso –explica su mayordomo, Luis Méndez de Quijada.
Carlos y sus acompañantes llegan a la iglesia parroquial. Es una recia construcción que anteriormente fue fortaleza templaria, emplazada en lo alto de una afloración rocosa. Su torre testimonia una primitiva fortificación que fue aprovechada como campanario al construirse la iglesia.
–Parece ser de obra reciente… –advierte el Emperador.
–La obra pertenece al gótico del siglo XV, aunque parte de ella, como los muros del templo rematados con almenas, detecten su pasado y estilo defensivo –aclara Méndez de Quijada.
Dentro de la iglesia, sin fieles a aquella hora, en medio de un silencio absoluto, se arrodilla el Emperador y reza con recogimiento.
Tras unos minutos, sale despacio del templo y se admira ante la pila bautismal con gallones y esvásticas; a su lado hay una pequeña capilla en la que se detiene a contemplar un cipo romano, fechable en el S. II, procedente de la Berrocosa, en el que se ve una mujer de un solo pecho central amamantando a un niño.
La mañana decae y mientras comenta el césar con Méndez de Quijada detalles de otros edificios callejeros que destacan por su heráldica, los portalones en arco de medio punto o las barandillas de hierro forjado, que normalmente contiene las corridas de toro al estilo de la Vera. Y el Emperador recuerda que él mismo lanceó toros en su juventud en Sevilla, tras su matrimonio con su querida Isabel, y en Valladolid, con motivo del nacimiento de su primer vástago, el rey Felipe II…
Luego, mientras evoca aquel tiempo de su juventud, retorna a su morada, donde sus anfitriones, a la vista de un día soleado y sin viento alguno, le sorprenden con un almuerzo en la pequeña isla del lago junto al castillo.
El calendario marcaba el 20 de noviembre de 1556, a dos meses escasos de las fiestas patronales del Cristo de la Caridad y vecinas a la Inmaculada Concepción.
Autor: José Vicente Serradilla Muñoz
Publicado en septiembre de 2023