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Provengo de una insigne familia de suicidas…

Los libros que hemos leído nos han llevado a vivencias o a lugares que no habríamos podido conocer de ninguna otra manera. Los horizontes limitados de nuestras circunstancias vitales (y económicas) se hacen permeables y se someten a las leyes del espacio y el tiempo literario para trasladarnos por momentos a países lejanos o a islas remotas que, convertidos en espacios míticos y simbólicos, habitarán nuestra memoria lectora. Supongo que es una memoria personal e intransferible porque cada lector o lectora la construye atendiendo a sus propias lecturas y al modo en que ese libro le llegó en un determinado momento de su vida. Leer Las minas del rey Salomón a los 15 años no es lo mismo que leerlo a los 40, como tampoco es lo mismo leer Ítaca, de Cavafis, en la adolescencia que hacerlo en la edad madura.

Esta memoria lectora también arraiga en el momento y el lugar en que se leyó el libro: el sillón de casa, una tumbona en la piscina, una estación de autobuses o un metro atestado de gente que vuelve exhausta del trabajo. Es una memoria sensorial que también posee su propia ensoñación melancólica y temporal. Cuando se recorren con la mirada los títulos ordenados alfabéticamente en el e-book o la tablet o los estantes repletos de libros del salón, estos cuentan muchas cosas como, por ejemplo, con quién estuve o dónde o qué cosas ocurrieron en esos días. Yo tengo por costumbre hacer pequeñas anotaciones en las páginas con noticias ocurridas durante los días de lectura.

Estas semanas atrás, de atosigante calor veraniego, mientras mi hijo y sus amigos jugaban en el parque y se mojaban con pistolas de agua, leí una novela corta que quisiera recomendarles: El credo de los suicidas, publicada por Editora Regional de Extremadura. La ha escrito Anabel Rodríguez, autora de las novelas Azaría (2015) y Perdedores (2020), y se plantea como una novela de intriga, noir, con el leitmotiv del suicido de fondo, como el título indica. Al leer esta novela he recordado las clases de teoría literaria y el concepto freudiano de unheimlich sobre el que el profesor nos insistía con un extravagante acento alemán. Dicho concepto podría traducirse como aquello que es extraño e inquietante dentro de la aparente normalidad o familiaridad de las cosas. El suicidio resulta una realidad que por su naturaleza sorpresiva e incomprensible deja a quienes lo sufren un rastro de dolor y cuestionamiento sin salida, y socialmente debe entenderse como síntoma del fracaso de una sociedad (de bienestar). Anabel Rodríguez, sin embargo, desplaza el punto de vista a quienes, por múltiples causas, no hallan otra solución y hace que dos personajes desconocidos, que se han cruzado por azar, entablen una relación violenta que deriva a un diálogo turbador e inesperado que conduce al lector por las sinuosas intrahistorias de cada uno y por la sospecha de que, quizá, el suicidio podría encarnar un doble fracaso, en su condición de acto no cumplido.

Leía esta novela en el parque y anoté en su contraportada la alta temperatura de este abril que se ha saltado el calendario primaveral, y me sorprendí mirando a mi alrededor, todos estos vecinos, padres, madres y abuelos que sufrían el rigor del calor bajo las hospitalarias sombras de los árboles. Y pensé en ese oscuro lugar de nuestras almas en que se depositan los dramas y las tribulaciones diarias que nos oprimen y que, como subrayaba histriónicamente mi profesor, es inquietante y estremecedor. El libro descansa ahora junto a las novelas negras de los estantes. Qué me susurrará en el futuro no lo sé, pero sí sé que esta novela está pidiendo ya una pieza teatral o un ajuste a guion cinematográfico.

Texto de Felipe Rodríguez Pérez para PlanVE

Publicado el 30 de mayo de 2023

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