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Las hachas de brillo ensangrentado

Aún recuerdo el terror que sentí de niño cuando visité la galería del crimen del Museo de Cera de Madrid. No podría decir qué crímenes en concreto estaban representados –supongo que el de Jarrapellejos, no sé si alguno de Barba Azul, todos ellos crímenes antiguos, a caballo entre los siglos diecinueve y veinte–, pero sí recuerdo la atmósfera lúgubre, la impresión, en alguna de las escenas, de encontrarme en una sala de despiece, la frialdad de los asesinos, congelados en el preciso instante en el que acababan con la vida –o con los restos– de otro ser humano. Contemplé esos horrores con los ojos entornados, velándolos por detrás de las pestañas, pero aun así permanecieron mucho tiempo en mi retina y en mi recuerdo, perturbando mis noches infantiles. El consuelo que me quedó –o el que yo quise que me quedase entonces– fue que eran crímenes de otra época, de una época sórdida, pobre, miserable, en que la gente era despiadada y sus asesinatos, crueles, truculentos, y aunque el telediario me acabaría demostrando que la crueldad, la sordidez y el crimen no han desaparecido, y que el horror cada dos por tres se reproduce, he seguido pensando que los asesinatos de entonces, tal vez por la miseria de esos años, por el poco valor que parecía tener la vida de la gente, eran particularmente despiadados y truculentos, y a ese respecto recuerdo también una conversación de hace un par de años con mi amigo Nicanor Gil a cuenta del crimen del capitán Sánchez, otro suceso nefando de la crónica negra española que dio pie a “Perdedores”, la última novela de Anabel Rodríguez.

Un ejemplo más de esa época terrible, de asesinatos brutales, es el que Luis Roso aborda en su último libro, “El crimen de Malladas”, en el que rescata del olvido la muerte a hachazos de cinco personas –un hombre, dos niñas de doce años y dos mujeres, una de ellas embarazada– en julio de 1915 en una finca cercana a Moraleja propiedad del Conde de Malladas. Pese a lo macabro del caso, el autor no se recrea en los aspectos más morbosos –los que tienen que ver con la ejecución del asesinato, con las heridas, con la sangre, con las vísceras–, describiéndolos solo cuando no le queda otro remedio, por estrictas necesidades del guion y para la correcta comprensión del caso, además de manera pulcra, objetiva, a través, más de una vez, de informes médicos o declaraciones judiciales, y ello debido a que –como bien se explica en la introducción– el autor de este último libro no es tanto el Luis Roso autor de novela negra, de libros como Aguacero, Primavera cruel, Durante la nevada o Todos los demonios que lo han convertido en todo un referente del género, como el Luis Roso natural de Moraleja que un día oye hablar de aquel crimen terrible y olvidado, y del no menos terrible y olvidado proceso judicial que tuvo lugar después, y que considera que es su deber como ciudadano recordarlo y poner las cosas en su sitio. Porque, además, el objeto del libro no es tanto el crimen en sí como ese despiadado proceso judicial posterior, que llevó a la cárcel e hizo perder buena parte de sus vidas a cinco jornaleros a todas luces inocentes pero que, por razones que el autor va poco a poco revelando, fueron elegidos como cabezas de turco.

Aunque “El crimen de Malladas” no es propiamente una novela, como bien dice Luis García Jambrina en la contraportada, “se lee como una novela de intriga absorbente”, resultando “más riguroso y estimulante que una crónica o un ensayo”. A este respecto, su autor sale airoso –como poco en buena medida– de un difícil equilibrio, el de tratar de ser riguroso y veraz sin falsear la información, utilizando al mismo tiempo unos mecanismos, los de la ficción, que por su propia naturaleza son mentirosos. Así consigue, como dice Jambrina, que el libro se lea de manera amena y fluida, como una novela, pero sin ocultar –como haría un trilero– información para mantener la intriga, pues la demora al facilitar ciertos datos fundamentales, que en más de un caso sustentan esa intriga y las ganas de seguir leyendo para averiguar, se justifica en la necesidad de ofrecerlos en el momento oportuno, dicho esto en un doble sentido, en el del momento cronológico en el que, durante el tortuoso proceso posterior al crimen, salen a la luz, o –cuando se trata, más que de datos, de juicios u opiniones del autor– en el momento narrativo adecuado, cuando el lector ha recibido toda la información necesaria como para recibir ese parecer sin que condicione su propia opinión sobre el asunto. Todo esto por lo que respecta a los aspectos narrativos y –podríamos decir– éticos del libro.

Su otra gran virtud es que no se queda en lo anecdótico (y aquí casi pido disculpas por el adjetivo, porque anécdota o anecdótico son palabras que suenan frívolas asociadas a circunstancias tan graves como las que se cuentan en el libro), en el sentido de que el crimen de Malladas y todo lo que llevó luego aparejado acaban siendo casi una excusa para retratar una época, la de los estertores de la Restauración, la del caciquismo y el turno de partidos, en la que nobles y grandes propietarios controlan la política, el sistema judicial y los medios de comunicación para mantener, a toda costa, su poder, mientras los obreros comienzan seriamente a movilizarse para luchar por sus derechos, una época esencialmente amarga y corrupta en la que comienza a barruntarse la Guerra Civil. Así, tirando del hilo de aquel crimen espantoso, Luis Roso acaba por hablarnos de fenómenos tan dispares como la masonería o los orígenes del movimiento feminista, pasando por los pliegos de cordel o por los avatares familiares y económicos del condado de Malladas, e implicando en su relato a personajes tan relevantes como Miguel de Unamuno o el rey Alfonso XIII, logrando de ese modo que “El crimen de Malladas”, y ahí radica, a mi modo de ver, su mayor interés, más allá de un episodio aislado de la crónica negra, acabe siendo una ventana por la que asomarnos a nuestra historia, a uno de los períodos, diría yo, más oscuros y broncos de nuestra historia.

El crimen de Malladas

Luis Roso

Alrevés

20 euros

Texto de Juan Ramón Santos para su columna Con VE de libro

Publicado el 21 de octubre de 2022

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