
Habría, al menos, dos formas diferentes de entender la verosimilitud de una narración, una que podríamos llamar externa y otra interna. La primera consistiría en valorar si los hechos contados son susceptibles de suceder en la realidad, un criterio de lo más dudoso, pues es complicado acotar de una manera cierta, sin problemas de lindes, lo que entendemos por realidad. La segunda tendría que ver con las propias reglas de juego del relato, que el autor establece y que debe respetar en todo momento si no quiere hacer trampas y no quiere que toda la arquitectura de su ficción se desmorone. Así, atendiendo al primer criterio, los libros de Harry Potter resultarían completamente inverosímiles, pues ni la magia ni las escuelas de magos existen, mientras que, atendiendo al segundo, podríamos considerarlos, aunque fantásticos, verosímiles, siempre y cuando respondan a su propia lógica y no se excedan en los dei ex machina (que es lo que, por cierto, sucede al parecer con El legado maldito, la obra de teatro que vino a culminar la saga de J. K. Rowling y que tantos de sus fans tanto denostan). Cuento todo este rollo a propósito de Los huerfanitos, de Santiago Lorenzo. Ya reseñé en este mismo apartado de PlanVE hace mucho tiempo su última, reconocida novela, Los asquerosos, y ya comenté entonces que resultaba forzada, por excesiva, la concatenación de circunstancias que llevaban al protagonista a convertirse en una suerte de Robinson de la España Vacía, y que en el desenlace podía haber, quizá también, un cierto exceso. Algo parecido me sucede, me temo que porque es marca de la casa, con Los huerfanitos.
Cuesta trabajo creerse, de entrada, que los hermanos Argimiro, Bartolomé y Críspulo, que parecen tener, cada uno a su manera, la existencia resuelta, empeñen, de un día para otro, su vida y su hacienda en el rescate del teatro Pigalle, el emporio artístico que fundó su padre, el fallecido Ausias Susmozas, cuando todos parecen odiar el teatro tanto como a su progenitor, y hay también en el final (que desde luego no voy a desvelar) un exceso de casualidades, quizá un exceso de causalidades, un afán desmedido por justificar lo que resulta casi increíble que pone al descubierto la secreta urdimbre del relato. Sin embargo, después de leer las dos novelas, me temo que, como avanzaba, es marca de la casa, que a Santiago Lorenzo en el fondo le trae al fresco que sus historias resulten o no resulten creíbles y que si uno quiere disfrutar de sus libros, lo que debe hacer es suspender cualquier juicio de verosimilitud en el primero de los sentidos que enunciaba al principio de esta nota y entregarse a una lógica generosa en la que, como en los cuentos de hadas, todo parece posible. Y merece la pena la renuncia, porque en los hercúleos esfuerzos de los tres hermanos por salvar el desastroso teatro del embargo y la especulación bancaria se producen situaciones la mar de divertidas, aderezadas, en todo momento, por un lenguaje sabroso y feliz, plagado de aciertos lingüísticos, y un humor capaz de moverse en todos los registros, desde la más sutil ironía hasta la más gruesa chanza, y porque, incluso para los más exigentes, al final, recapitulando, no es difícil atisbar razones más serias para tan alocada odisea, la necesidad de encontrarse consigo mismos, de rescatar la fraternidad perdida, de recuperar una identidad arrasada por la personalidad avasalladora y manirrota del difunto padre.
Vamos, que merece la pena aceptar pulpo como animal doméstico y, sin preocuparse de verosimilitudes y cuestiones similares, leer Los huerfanitos.

Los huerfanitos
Santiago Lorenzo
Blackie Books
12,90 euros en edición de bolsillo
Texto de Juan Ramón Santos para su columna Con VE de libro
Publicado el 9 de septiembre de 2022