Hay una cita del escritor Jesús Alviz que Gonzalo Hidalgo Bayal recuerda de vez en cuando y que viene a decir que es mucha la hojarasca que necesita el fuego de la Literatura –o tal vez la Cultura, aunque para el caso viene a ser lo mismo– para alimentarse. Es una frase que los escritores deberíamos tener enmarcada y bien visible en el despacho. Ayudaría a que no se nos disparara en exceso el ego, pues nos recordaría a cada instante que la inmensa mayoría de nosotros somos –y esta vez utilizo el título de un brillante ensayo de Antonio Sáez Delgado– corredores de fondo, que a lo más que podemos aspirar es a una loca carrera hacia ninguna parte con la que, a lo sumo, ayudaremos a que resplandezca un poco –tampoco demasiado, no nos vengamos arriba– la Cultura, o la Literatura. Pues bien, en ese consumirse que es, para casi todos nosotros, la escritura, los hay que lo hacen de manera fugaz, con un súbito resplandor, los hay que se van quemando poco a poco y que perduran, los hay, claro, que producen mucha llama y atrapan la atención de quien se arrima al fuego, y los hay que arden con una increíble intensidad, poniéndose al rojo vivo de manera prolongada, aunque muchas veces sin que nos demos cuenta, al quedar ocultos, tal vez, detrás de algún tronco mayor.
De uno de estos escritores intensos, que se inmolan, que se arrojan de cabeza a la Literatura, habla Los nombres impares, el último libro de Álex Chico, última muestra de esa suerte de novela-ensayo que el escritor placentino viene practicando desde Un hombre espera. Su protagonista es Damián Gallego, un individuo que podría ser el poeta infrarrealista mexicano Darío Galicia, en cuyo caso, y a su vez, sería el Ernesto San Epifanio de Los detectives salvajes, uno de los protagonistas de la celebérrima novela del chileno Roberto Bolaño. Este Damián Gallego, que podría ser Darío Galicia, que podría ser Ernesto San Epifanio, es un anciano esquivo que deambula por Barcelona, que acumula en su casa libros, diarios y cuadernos y sobre el que el narrador, un alter ego del autor, y Tomás, un amigo cineasta, planean rodar un documental, para lo que es necesario descubrir antes quién es, necesidad que hace que la novela se torne, en buena medida, detectivesca.
Ese vendría a ser, a grandes rasgos, el argumento de Los nombres impares, un argumento que no agota, ni de lejos su sustancia, pues, como todo buen libro, no trata sólo de un asunto. Así, al deambular por ese laberíntico juego de espejos en los que unas veces ve reflejado a Damián Gallego y, otras, a Darío Galicia, el narrador no sólo nos habla de su incierta vida, o de la de otros escritores salvajes que compartieron con él formas de experimentalismo extremo, sino también del lenguaje del cine, del acto y la necesidad de escribir, de las relaciones entre realidad y la ficción o, incluso, sobre los límites éticos de la escritura cuando lo que se pretende contar bordea la intimidad ajena.
Un libro, en buena medida, intertextual y metaliterario en el que, como hiciera antes con José Antonio Gabriel y Galán, con Walter Benjamin o con su abuelo, Álex Chico sigue persiguiendo, un poco al modo de Sebald o de Patrick Modiano, personajes en fuga, y en el que, como el propio autor ha afirmado, su narrativa se escora más del lado de la ficción que del de ensayo, apuntando, tal vez, hacia una nueva deriva en su obra, ya tan consolidada. Ahora sólo queda esperar su próxima entrega.
Los nombres impares
Álex Chico
Candaya
17 euros
Publicado el 25 de febrero de 2022