En las grabaciones que le realizamos al ya mentado Fausto Sánchez García, más conocido en el lugar por Tiu Fauhtu Berrendu, nos habla de una tal Marcela La Zapatera, de la que decían que ni era remendona ni sabía echal suélah. Pero era una moza bandera y bastante levantá de cabeza. Se les iban los ojos a los hombres y los de estos se les iban a los de ella. Y cuentan que un día su madre, harta de que la hija se tirara al monte cada dos por tres, mostrando así su perfil heterodoxo, insumiso e iconoclasta, la maldijo. Tíu Fauhtu, recordando aquella maldición, hacía un paréntesis en su charla y nos soltaba una coplilla que sintetiza el mito de las sirenas de tierra adentro: La Sirenita del Cáparra // eh una moza gallarda. // Su madri la maldició // y Dios la tiene en el agua. El río Cáparra, llamado también Ambroz en su primer tramo, va bajando por los parajes de Lah Recórbah, Majá del Clérigu, Molinu de lah Ehcóbah y El Rincón, desembocando en el Alagón a la altura del sitio de El Barcu, llamado así por la antigua barca que tenía aquí su amarre, a fin de cruzar el río, transportando viajeros y enseres para tomar el viejo camino que conducía a la ciudad de Plasencia.
El relato refiere que Marcela, abandonando el oficio de zapatera, que, debido a su mal arte en tales labores, no le daba ni para un pintalabios, comenzó a tener tratos con el diablo, levantando una choza en el paraje de Lah Brújah, llamado así porque todo apunta a que allí se reunían, en el plenilunio, las hechiceras y nigromantes de toda la zona. En tal lugar, ejecutaban sus danzas en cueros vivos, despellejaban a los sapos y se restregaban el unto o grasa del batracio por todo el cuerpo. Sabido es que los sapos, en especial la especie que por estas tierras se denomina ehcuerzu, tienen potentes bufotoxinas, destacando la bufotenina, que es un alcaloide con propiedades alucinógenas. Las brujas lo utilizaban para entrar en trance. Si se pasaban de la raya, las alucinaciones se podrían convertir en psicosis esquizofrénicas. Sea como fuere, el caso es que Marcela abandonó un día su cabaña y se asentó por la parte de Lah Mesíllah, que Tíu Fauhtu Berrendu nos indicaba que ehtán en la reonda de Loh Cojónih de Crihtu, máh arribina, diendu el caminu ehcoteru y dandu ya víhtah al puebru. Y en este espacio, que, antiguamente, fue tierra de labor, agrio, lleno de altibajos, con algunas rocas plutónicas y arbolado de encinas, le dio por construir un horno. De aquí que se conozca al sitio con el nombre de El Jornu de la Zapatera, como bien nos indicó nuestro siempre eterno amigo y excepcional informante: Ramón Blanco López, cuya majada está a un tiro escaso de honda. Los de más atrás, los antiguos, comentaban, según el relato que seguimos, que, debajo de aquel horno, había una galería que llevaba a los mismos infiernos. Otros hablaban de tesoros escondidos y, en fin, hay quien afirmaba que allí está enterrado el cuerpo de Marcela.
Desentrañando el mito
Apostaríamos que Marcela no es más que el nombre que responde a un personaje mitológico, en el que convergen partes de antiguos mitos, desde el de la maldición de la madre, el de las maleficae (brujas) o el de ciertas divinidades del inframundo. Pero como bien dice Georges Eugène Sorel, filósofo francés: lo único que importa es el mito en conjunto: sus partes solo ofrecen interés por el relieve que aportan a la idea contenida en esta construcción. Puede que el mito fuera un hecho verídico en su fase primigenia, que impactó profundamente en la psique de nuestros antepasados, ya fuere porque quedaron fascinados al ser testigos del mismo, a no saber interpretarlo, a las emociones negativas o positivas que les suscitaron o por otras circunstancias, lo que les instó a interiorizarlo y transmitirlo oralmente de generación en generación, tomando forma escrita en muchas ocasiones cuando llegó a conocerse la escritura. En esta evolución, el mito ha sufrido alteraciones y manipulaciones. También no es extraño que haya estado expuesto a diferentes reinterpretaciones, de acuerdo a intereses culturales o políticos. Como no tratamos de convertir nuestra crónica en un ensayo o simposio, lo cual dejamos para otras revistas especializadas en estos temas, nos conformamos, finalmente, en parafrasear al gran filósofo e historiador de las religiones, el rumano Mircea Eliade: El mito es una realidad cultural extremadamente compleja, que puede abordarse e interpretarse en perspectivas múltiples y complementarias.
Hoy en día, el lugar que se tiene por El Jornu de la Zapatera es una clara joroba del terreno, completamente artificial y que desconocemos lo que contiene en sus entrañas si no se hace una excavación en toda regla. A escasos metros, observamos un cancho granítico que fue vaciado en su parte superior. No sabemos con qué intenciones. La pieza extraída permanece en el suelo. Laboreados en su textura granítica aparecen un cruciforme (¿tal vez como símbolo de cristianización de un paraje paganizado?), alguna cazoleta, otras simbologías que apenas se aprecian y lo que creemos que son tres marcas de cuñas de notoria antigüedad a juzgar por los líquenes que colonizan su interior. En las inmediaciones, a no más de 30 pasos hacia el SE, donde el terreno comienza a alomarse, nuestro amigo Ramón Blanco halló una molineta barquiforme, de escaso grosor, y al modo de un mortero trabajado en cuarcita. Entre el espeso monte bajo que cubre la loma, toda una maraña de jaras y una variedad de aulaga que los lugareños llaman agatuna, se rastrean algunas cerámicas, muy rodadas y fragmentadas, de posible platos y cuencos de factura calcolítica.
Más hacia el meridión, a unos 300 metros, dentro del pago que se conoce como Lah Areníllah y más concretamente en el punto bautizado como El Zajurdu de Tíu Antonio Caretu, nos topamos con un promontorio que es un auténtico peñasco cuarcífero. Aparte de un rústico habitáculo agropastoril a piedra seca (gordos pedruscos de cuarzo lechoso), aparecen dispersos, entre el jaral que envuelve este atípico altozano, muchos fragmentos cerámicos claramente romanos, pertenecientes a tégulas, dolias, baldosas y otro material latericio. Resulta sorprendente, ya que la superficie rocosa deja muy poco espacio para abrir cimentaciones. Algún motivo habría para empecinarse en levantar algún tipo de edificación en este pequeño y abrupto montículo. Quizás reuniese condiciones estratégicas y de cierto dominio del territorio. Posiblemente, habría que poner este sitio en conexión con el paraje de Lah Teneriah, donde todo apunta a que hubo un poblamiento romano (cerámicas, monetario, aras funerarias…) que conoció el período visigodo, a juzgar por tégulas digitadas y otras cerámicas con decoración incisa acanalada horizontal. La voz tenería responde a: lugar donde se curten las pieles.
Todo lo expuesto dentro del marco de un inmenso yacimiento en superficie, al aire libre, sin descartar terrazas y covachas, que podemos datar en el Paleolítico Inferior y Medio. Miles de piezas de cuarcitas, cuarzos y corneanas sujetas a una industria lítica realizada sobre nódulos y lascas de gran tamaño, que depararon choppers, bifaces y triedros; o bien sobre lascas medianas y pequeñas, que generaron raederas, hendedores, cuchillos, puntas y otra infinidad de artefactos. Seguro que nuestros antepasados fueron echando en olvido, a lo largo de la Prehistoria reciente, el arte de la talla lítica, hasta que se apagaron los rescoldos. Luego, todos esos instrumentos pasarían a ser simplemente peláuh, tal y como hoy en día los denominan los paisanos de la zona, reduciéndolos a piedras corrientes y molientes. Un enorme yacimiento prehistórico, como habrá pocos en la región extremeña, y que tiene a gala el estar ornado por enjundiosas leyendas, que evidencian la conexión y estrecha vinculación entre los mitos de tradición oral y los vestigios arqueológicos. Desgraciadamente, estas leyendas están abocacas a perderse en breve tiempo, pues ya no hay viejos que las cuenten, en las noches invernales, en torno a la lumbre del hogar, a sus nietos. Tampoco hay nietos, dentro de un mundo ferozmente globalizado, consumista y desarraigado por un neoliberalismo rampante, que las deseen escuchar, ya que sus centros de intereses cada vez se los alejan más los todopoderosos amos del orbe de los cimientos que se sustentan en profundas raíces culturales y sobre los que se alzan las recias identidades individuales y colectivas.
Imagen superior: El buen amigo, pastor, ganadero y excelente informante, Ramón Blanco López, encaramado en la joroba artificial que presenta el terreno y donde, desde tiempo inmemorial, se tiene como el sitio en el que estuvo el “Jornu de la Zapatera”. (Foto: F.B.G.)
Texto de Félix Barroso para su columna A Cuerpo Gentil, las opiniones e imágenes publicadas en esta columna son responsabilidad de su autor.
Publicado el 10 de enero de 2022