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Manual de resistencia

Siento predilección por los escritores que construyen a través de su obra un territorio, un universo propio que acaba por ser, también, reflejo del mundo, y que nos ayuda a veces, aunque solo sea un poco, a comprender la realidad (sea esta lo que sea). Gonzalo Hidalgo Bayal sería uno de esos autores, pues desde Mísera fue, señora, la osadía, y en novelas como Amad a la dama o Paradoja del Interventor, ha venido creando todo un pequeño universo literario, el de Tierra de Murgaños –que discurre fundamentalmente entre la aldea, Casas del Juglar, y una ciudad que es apenas ciudad, Murania, con ocasionales pero importantes paradas en Madrid–, que es donde tienen lugar también los relatos que integran Hervaciana, su último libro, recién publicado por Tusquets.

Si mencionaba al principio esa predilección mía, seguramente caprichosa, por la construcción de territorios de papel, es porque soy consciente de que puedo recaer en una lectura demasiado integradora de este nuevo libro, en una lectura desde la totalidad que al final lo haga sospechoso de no ser demasiado independiente, de ser apenas, podíamos decir, un fascículo menor de una obra mayor, cuando no es cierto. En absoluto. Es verdad que las peripecias escolares de Hervaciana ayudan a completar la imagen de uno de los lugares fundamentales del territorio literario de Gonzalo Hidalgo, el Real Colegio de San Hervacio –tan importante en Campo de Amapolas Blancas y, sobre todo, en su novela mayor, El espíritu áspero–, y también, en los márgenes, en las escasas peripecias situadas puertas afuera del colegio, los rasgos esenciales del territorio y de sus gentes, y es cierto que muchas de las cosas que suceden allí, en esas otras novelas que he nombrado, se explican en parte por lo que pasa aquí, en estos relatos, pero reducirlo todo a eso me temo que sería hacer de Hervaciana demasiado poco.

Cámara de Comercio de CáceresOtro de los riesgos en los que se puede caer al leer el libro es hacerlo en clave exclusivamente biográfica o autoficcional, dejándonos llevar por la primera persona del singular en la que está narrado, por las presumibles coincidencias vitales entre autor y narrador, entendiéndolo como una especie de retrato del artista adolescente. Y aunque algo de eso hay, aunque seguramente abunden, entrelazados con la ficción, elementos biográficos que invitan a reconstruir el camino que lleva desde el muchacho un poco zascandil internado en un colegio de frailes hasta el autor, muchos años después, de esas mismas páginas ‒y de entenderlo casi como la forja de un rebelde‒, me temo que no es la intención del escritor, y que tampoco, en realidad, agota el libro.

Y, sin embargo, mucho hay en él de forja y de rebeldía, aunque en un sentido pasivo, podríamos decir que estoico, en la medida en que el Real Colegio de San Hervacio aparece en estos relatos de Gonzalo Hidalgo como un lugar opresivo y cruel, como lo es la propia Murania en sus novelas, trasunto de un mundo marcado por la desdicha, por la aflicción, pero en el que, a pesar de todo, existen huecos para la resistencia, incluso para discretas formas de felicidad. Así, construyendo, como hacía por ejemplo en Nemo, una suerte de ética de la resistencia, a menudo fija su mirada en pequeños héroes que, con dignidad ejemplar, padecen, soportan e incluso, en ocasiones, se enfrentan a la discreccionalidad despiadada de los frailes, y me refiero a Pastor, a Zamora, a los bueyes Romero y Pelayo o a Viñas, un chaval inteligente “que sabía de todo lo que le interesaba saber y se esmeraba lo mínimo en lo que no le interesaba” y que, según el autor, “hacía bien”, pues “observaciones posteriores me han llevado a pensar que tenía razón yo entonces y que la sigo teniendo ahora: que suele ser ese individuo discreto que fija el fumbo de sus propios pasos ajenos a las directrices del reglamento o de la convención, que no obedece a ciegas lo dispuesto por la tradición o por la inercia, quien mejor demuestra estar a la altura de sus talentos y a la altura de su condición”.

Piedra angular, tal vez, en el proceso de construcción de Tierra de Murgaños, autoficción en parte, salpicado de elementos biográficos que nos acercan a la infancia y la adolescencia del escritor –ya sea del real, ya sea del que aparece a menudo como personaje de sus obras–, Hervaciana es todo un manual de resistencia, de supervivencia en un mundo inhóspito, pero también, al mismo tiempo, una mirada reposada y benevolente sobre un tiempo desapacible y gris, equidistante entre la canícula infantil del Gumersindo de El espíritu áspero y el encuentro otoñal de los protagonistas de La escapada, un tiempo al que se asoma entre el olvido y el recuerdo, sorteando a menudo la tentadora y tramposa inercia de la ficción, para mostrárnoslo con naturalidad, sin resentimientos, incluso con un punto de nostalgia, brindándonos, en suma, con todos estos ingredientes, una ocasión extraordinaria para disfrutar de nuevo de la escritura magnífica, deslumbrante, de Gonzalo Hidalgo Bayal.

 

Hervaciana

Gonzalo Hidalgo Bayal

Tusquets Editores

18,50 euros

Texto de Juan Ramón Santos para su columna Con VE de Libro

Publicado el 17 de septiembre de 2021

1 comentarios
  1. EL SÍNDROME DEL “YO ESTUVE ALLÍ”: YO TAMBIÉN ESTUDIÉ EN EL REAL COLEGIO DE S. H.
    18 de septiembre de 2021, celebrando el 51º aniversario de la muerte de Jimi Hendrix

    [13/9 17:56] Manuel Barbero: Buena tarde para rememorar viejas historias, viejos paisajes, viejas vivencias, todas reales aunque nada tengan que ver con la realidad

    [14/9 17:49] Marino González: Estoy terminando el libro con la curiosidad añadida de intentar identificar a los personajes como si de un juego se tratara, lo que no descarto. O cruzar nombres con historias, porque no sólo me pasa con Calderón.

    El día 13 de septiembre recibí el primero de los dos wasaps de ahí arriba.
    Resulta que contestaba a la fotografía que enviaba yo de la tarde de lluvia y bajo el vaso de café con hielo podía verse parcialmente la portada del libro de Gonzalo y me decía Manolo que era una “buena tarde para rememorar viejas historias, viejos paisajes, viejas vivencias, todas reales aunque nada tengan que ver con la realidad”

    Al día siguiente, 14 de septiembre, día de la festividad del Cristo de mi pueblo (y otros muchos), recibí el segundo. Era de un paisano y, además, otro “condiscípulo” del Real Colegio de San Hervacio que parecía ahondar en lo mismo diciéndome que leía el libro con “la curiosidad añadida de intentar identificar a los personajes como si de un juego se tratara, lo que no descarto. O cruzar nombres con historias, porque no sólo me pasa con Calderón”.

    Y yo me digo “¿¡después de esto para qué voy a escribir más ná!?”

    Parece como si después de esto no mereciera la pena esforzarse porque sería terreno baldío. No obstante, voy a escribir algo, empezando por referir el número de veces en que el lector de Hervaciana se topa con ese sintagma que acabo de escribir: 65 veces: desde la primera vez, en la pagina 17, cuando el libro no lleva más de tres.
    La última al final, en la página 266.
    Debe de ser una de esas manías raras que el que más y el que menos tiene, podrá preguntarse cada cual: pues podría decir que no sé cuantas veces aparece el verbo “deber” pero sí sé cuántas aparece la forma perifrástica “deber de”: 25 veces.
    Quien no se lo crea, que lea el libro… y si encuentra alguna más, que me lo doga y yo debería pedir disculpas.
    [He dicho “… y yo debería pedir disculpas”. No he dicho “… y yo debería de pedir disculpas”]

    Me tomaré mi tiempo. Lo buscaré… y si lo encuentro, escribiré (algo más) sobre este precioso libro…
    …porque, de alguna manera, “forma parte de mí”, de mis vivencias “todas reales aunque nada tengan que ver con la realidad”, porque YO TAMBIÉN ESTUDIÉ EN EL REAL COLEGIO DE SAN HERVACI0.

    (CONTINUARÁ)

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