Sería realmente interesante que nuestro viajero conociera a Beatriz (Bea para los amigos) Comendador Rey, arqueóloga y doctora en Geografía e Historia. Fue vicedecana y decana de la Facultad de Historia de Ourense. Actualmente, ejerce su doctorado en el Área de Prehistoria de la Universidad de Vigo. Embarcada en docenas de proyectos, con gran producción científica y difusión de resultados e interaccionados con la socialización del patrimonio arqueológico. Autora de numerosas publicaciones. Pertenece al Grupo de Estudos de Arqueoloxía, Antigüidade e Territorio (GEAAT). Natural de Vilagarcía de Arousa (Pontevedra), sus raíces paternas hay que buscarlas en la villa extremeña de Hervás, a la que visita de vez en vez, pues se siente realmente a gusto dentro de su envidiable paisaje y en estrecho contacto con el paisanaje.
Pues Bea, en estos recientes días primaverales, en compañía del que teclea estas líneas, anduvo inspeccionando el Fortín de loh Móruh. Le llamó, realmente, la atención y, después de examinar con sus diestras y educadas pupilas en materias arqueológicas, coligió que este macizo y sólido edificio, podría ser una construcción que se levantó sobre otra más antigua. Tal vez, habría que hablar de una edificación de época indígena (vetones) sobre la que se erigió una segunda en épocas romanas. Incluso, posteriormente, en etapas tardoantiguas, pudo haber otras intervenciones, pues la existencia de material latericio romano, como relleno entre los mampuestos graníticos de las gruesas paredes, así lo presupone. No conservamos los restos de vasijas hendidas que aparecieron en los cuatro enterramientos en fosa que se hallaron, en su día, al realizar actividades agrícolas, a escasos metros de la entrada a este rústico pero suntuoso caserón. Aunque puede ser que algunos fragmentos cerámicos pertenecientes a asas, bordes y fondos que se encuentran en una gran hornacina en el interior del edificio se correspondan con tales vasijas funerarias. De ser así, estaríamos hablando de tumbas de factura romana.
Cuando el viajero rastree otra estructura de forma semiovalada que aparece adosada a la pared frontal del edificio, puede que encuentre restos latericios medio enterrados entre la broza, tal como aquella tégula fragmentada que nosotros, en una de nuestras visitas a esta área, hallamos entre las moleñas. Una tégula donde se lee claramente la palabra ALBONIV(S). El arqueólogo y epigrafista Antonio García Bellido refiere que Albonus y Albonius son nombres y cognombres bastante raros y que solo han aparecido en la Lusitania. En su Parerga de Arqueología y Epigrafía hispano-romana (I), publicada en la revista Archivo Español de Arqueología, núm. 101-102, (1960, págs. 167-193), trae a colación la inscripción que se encuentra en la dehesa del Castillo de Piedrabuena, dentro del término municipal de San Vicente de Alcántara (Badajoz). En ella, se puede leer: < Iovi taurum pro salute et / reditu Lupi Alboni f(ili) Capiniae / Alboniae frat(ri) /a(nimo) l(ibens) v(otum) s(olvit) >. Nuestro siempre caro amigo y colega en mil trincheras y barricadas, profesor de Latín y Griego y una de las voces más preclaras en las filologías inherentes a la Lengua Estremeña, Ismael Carmona García, nos ofrece la siguiente traducción: < Para Júpiter, un toro por la salud y la vuelta de Lupo, hijo de Albonio, hermano de Capinia Albonia, cumplió el voto de buena gana>. Realmente, todo un importante epígrafe en lo que atañe a la epigrafía votiva romana en Hispania. Rara vez aparece en un altar votivo la mención a un sacrificio de un toro al dios Júpiter, el más señero de todo el panteón romano. Se conoce que el tal Albonio de la inscripción tenía posibles para permitirse entregar un toro para ser sacrificado.
Piedras caballeras con collar cuarcítico
Enterado el viajero de la presencia de onomástica indígena, ya romanizada, en un fragmento de tégula hallado en una estructura de mampuestos adosada al muro frontal del fortín y dando por terminada la observación de tan grandioso edificio, que guarda para sí numerosas incógnitas, deberá dirigirse hacia la puesta del sol. Al poco, echará la vista hacia atrás para ver su monumentalidad en su conjunto, ya erosionada por los elementos naturales y el grueso muro que circunda todo este espacio y del que solo una excavación nos sacaría de dudas y podríamos hablar más detenidamente del mismo.
A no más de dos tiros de honda, hacia el suroeste, el viajero se dará de bruces con unas altas rocas plutónicas, del tipo denominado ‘peñas caballeras’ y que presentan una extraña antropización. Manos antiguas, tal vez con fines rituales, subieron mediante rústicas escalas hasta el mismo gollete donde la peña cimera se une o cabalga sobre la bajera. En toda la circunferencia que conforma el gollete o cuello, incrustaron cuarcitas de diferentes tamaños y coloridos, aunque suelen predominar las de color rojo. Los fenómenos erosivos han ido desencajando algunas de su posición y han rodado hasta caer en el suelo. Estas peñas caballeras, posiblemente consagradas por viejas religiones a cultos litolátricos, en tanto y cuanto la piedra se asocia a la intemporalidad, se fueron rodeando de leyendas para intentar dar una explicación a algo que estaba fuera de la comprensión humana y que solo el pensamiento mágico-religioso de nuestros antepasados daba respuesta al mitificarlas.
No solo hemos visto por estos parajes peñas caballeras con collares. También aparecen por otros de estos antiguos Montes de Cáparra (vid: Por los Montes de Cáparra: El Canchal de lah muélah, XIII, 16 dic. 2019). Decía Menéndez Pelayo que la litolatría era la forma más antigua del culto naturalista, siendo una piedra o una peña el primer objeto de veneración. Casos hay de tan arcaicos cultos en los cinco continentes. Quizás, los casos más emblemáticos sean los de la roca Uluru o Ayers Rock, una formación de arenisca, que aún sigue siendo sagrada para los aborígenes australianos, o la Batu Ribn de los pigmeos Semang, en la península de Malaca. Puede que estas peñas respondan a antiguas religiones y tradiciones animistas, cuyo mundo será destrozado con la llegada del cristianismo, pasando las arcaicas creencias a convertirse en supersticiones. Los anatemas lanzados por los clérigos desde los púlpitos y, especialmente, ciertos concilios, como los que se celebraron en la población portuguesa de Braga en el siglo VI, advierten clara y rotundamente que “[…] si en la parroquia de algún presbítero los fieles encendiesen telas o diesen culto a los árboles, fuentes o peñascos, y el presbítero no tratase de arrancar esta costumbre, tenga entendido que comete sacrilegio el que lo ejecuta y el que exhorta a ello […]”.
Muy cerca, como bien sabe el viajero, ya hablamos, en otros párrafos, de la existencia de un pequeño asentamiento, en torno a unos abundantes veneros, donde se han rastreado cantos de cuarcita trabajados y fragmentos cerámicos de un posible Neolítico tardío o Calcolítico. Este asentamiento prehistórico, de carácter temporal, ha estado sujeto a muchos vaivenes a lo largo de los tiempos, deviniendo en poblado pastoril tal vez en épocas altomedievales, a juzgar por otros parámetros. Se añade, igualmente, al contexto del entorno el Fortín de loh móruh, que acabamos de analizar sucintamente. Pero necesitamos más piezas para tener el engranaje completo. Solo las obtendremos cuando se emprenda un estudio multidisciplinar, donde se conjugue la arqueología con la antropología, la geomitología, la topoastronomía y los posos de la tradición oral, dentro de los nuevos planteamientos de la moderna etnoarqueología.
Cerramos este capítulo, ya que el viajero necesita respirar profundamente los aires de estos espacios agrios, adehesados y acanchalados. Descanse, pues y, ahora, como cosa usual desde que inició su recorrido por los Montes de Cáparra, saque el libro del macuto y esparza a los cuatro vientos el olor de sus románticas páginas.
SILENCIOS (*)
Méprise moi, insulte moi: je serais aveugle et sourd
(Ángel Ganivet)
Dicen bien los que dicen
que: a palabras necias, oídos sordos,
y también aquello, más moderno,
de: quien me mire mal, lleve los ojos a graduar.
Que yo me hice muchas veces el longui y el sueco,
es innegable. Pero algunas otras,
cuando en bandeja me servía Mi Azul de Mis Pecados
sus desdenes y ojerizas
o cuando su lengua la afilaba
en aguzadera calcolítica,
muy cierto es que ingerí algún almax,
a fin de controlar ácido de mucosa estomacal;
un lorazepam para reforzar serotonina
o el siempre socorrido nolotil,
para ensordecer martilleos en la cabeza.
Pero nunca a mal y a pecho me tomé
espantadas de mujer con mucho genio y gran ingenio.
Mi cariño, que era pasional y de arrebatado amor
hacia Todo el Azul de su contenido y continente,
estaba por encima de cajas destempladas,
precedidas por relámpagos fugaces,
propios de tormentas que arrojaban pocas nueces
y tuertos rayos de ni contigo ni sin ti,
que se enfriaban antes de chocar contra mi testa.
Me herían mucho más sus silencios estruendosos.
Pánico terrible les tenía y aún me dura el pánico.
Imaginaos que de una jodida vez encontráis vuestra mitad
y tan solo el silencio os taladra los oídos:
una de dos: acudís en busca de un otólogo
o salten en pedazos el estribo, el yunque y el martillo.
(Del Poemario “Con la soga al guello”)
(*) Despréciame, insúltame: yo seré ciego y sordo: versos de Ángel Ganivet García dirigidos a la joven viuda pelirroja Marie Sophie Diakovsky, Masha, profesora rusa de sueco, con la que tuvo una corta pero intensa relación sentimental.
Imagen superior: El amigo y paisano Juan Eleuterio Sánchez Calle junto a una de esas enigmáticas peñas caballeras que lucen un simbólico collar de cuarcitas en su “pescuezo”. (Foto: F.B.G.)
Texto de Félix Barroso para su columna A Cuerpo Gentil, las opiniones e imágenes publicadas en esta columna son responsabilidad de su autor.
Publicado el 31 de mayo de 2021