
Sería interesante que el viajero se hiciese con el libro Cuevas para la eternidad: sepulcros prehistóricos de la provincia de Cáceres (Ataecina. Instituto de Arqueología, Mérida, 2007). Sus interesantes páginas se deben a nuestros caros amigos Enrique Cerrillo Cuenca y Antonio González Cordero, que tienen ya muchas tablas en los mundos arqueológicos extremeños. Le vendrán a pelo al viajero unos párrafos iniciales: En este puzzle geológico es también importante tener en cuenta la abundante presencia de grandes plutones graníticos destapados por los fenómenos erosivos y tectónicos que se suceden durante la era Secundaria y Terciaria, que mantienen también en su orientación la dirección hercínica y al que la fuerte meteorización y ataque de agentes bioclimáticos han alterado profundamente, generando también gran cantidad de oquedades.


Con este párrafo, el viajero será muy consciente que los terrenos que viene pisando a través de los denominados, desde antiguo, Montes de Cáparra, cumplen a la perfección con la descripción anterior. Incluso nos atrevemos a añadir algo más, siguiendo las sabias instrucciones de nuestro querido geólogo Juan Gil Montes: Afloramiento granítico irregular. Granito o granitoide peraluminoso con cordierita. Sobre este granito hay una cobertura de rocas pizarras (lutitas o pizarras) del período Cámbrico inferior, que se extienden hasta el yacimiento arqueológico de Cáparra. Empapado el viajero de estas doctas observaciones, deberá asomar ya su hocico por la entrada a la covacha de La Morita, que se abre hacia el meridión, donde se alza una pared arruinada, a piedra seca, y que servía de contención a los animales que fueron encerrados en tal lugar. Seguramente, fueron puercos, pues toda la zona está llena de numerosas zahúrdas, lo que pone de manifiesto la gran importancia del ganado porcino en pasados tiempos, antes de ser sustituidos por vacas moruchas (la autóctona, propia y adaptada al terreno), avileñas y retintas. A su vez, desde hace no muchos años, también estas razas de vacas han venido a ser sustituidas, en su mayor parte, por limusinas y charolesas. El piso de la covacha, como es de suponer, al estar sometido a las hozaduras de los cerdos, es todo un revoltijo que impide toda secuencia estratigráfica.

No pensamos que la covacha de La Morita fuera un espacio habitacional, aunque seguramente más de dos pastores se han echado la siesta en ella, aprovechando su frescura bajo los calores del estío. Sería muy interesante realizar un estudio en profundidad, con el levantamiento topográfico y las planimetrías correspondientes, los pertinentes Sistemas de Información Geográfica (SIG) o inclusive echando mano de las técnicas que nos ofrecen los Polígonos Thiesen para ver la interacción con poblados del entorno y considerar, igualmente, las circunstancias astrofísicas de orientación respecto al eje solar a lo largo de las diferentes estaciones del año, lo que nos llevaría a deducir posibles cultos equinocciales o solsticiales. Pero no nos metamos en complicados dibujos y le compliquemos la vida a nuestro viajero. Sobre la areola mitológica que envuelve a esta covacha, ya hablamos con cierta detención en el capítulo anterior. La oralidad tradicional ha conservado el nombre de La Morita, que le otorga un sentido más juvenil e incluso más tierno al personaje que la habitaba en los años imposibles de Maricastaña. Pero ello no quita para que se emparente con las mitológicas moras y moros, que nada tienen que ver con el moro histórico.

Espacio sagrado
El covachu, como denominan por la zona a estos abrigos rocosos, producto de las oquedades conformadas por el hacinamiento de bolos graníticos, muestra fragmentos cerámicos de diversos períodos, que, tal vez, podríamos adscribirlos, como etapa más antigua, a un Neolítico final o Calcolítico inicial. En este contexto, podemos incluir algunas cuarcitas deslascadas, procedentes, seguramente, de los depósitos de aluvión que aparecen en los cercanos parajes de La Senserilla y Juenti Jocinillu, donde se forman algunas pequeñas terrazas en torno al arroyuelo de La Rolobatu, que se une, en esta área, a aquel otro riachuelo de La Laguna Palaciu. O bien de la zona de El Pozu Santu, donde tiene su origen el llamado Regatu de loh Jalachónih. En estas terrazas, hemos encontrado núcleos cuarcíticos claramente levalloisienses. Todas estas corrientes fluviales van a desembocar al río Alagón por su margen derecha. Dentro de los materiales líticos, que se ven superficialmente o formando parte de la pared a piedra seca de la entrada, tenemos una pieza granítica, pulida y que adopta la forma de un macizo y alargado casco. Otra pieza del mismo material muestra un hoyuelo, tipo cazoleta, donde parece haber pivotado algún objeto o que fue preparado y pulimentado exprofeso para fines que se nos escapan. O hacer las veces de un pequeño mortero. Algunos cantos rodados y areniscosos y una tableta marmórea, que a saber de dónde habrá venido. Y, curiosamente, una pequeña lasca de sílex o pedernal, material que no se encuentra por estos terrenos. Habría que trasladarse a la fosa Tajo-Tiétar, especialmente en la comarca del Campo Arañuelo, para hacerse con un nódulo de este tipo de piedras. Antiguamente, para hacer lumbre, los paisanos llevaban en sus bolsillos un fragmento de sílex, la pernala, junto con otro denominado dehlabón (en castellano, eslabón), que venía a ser, en tiempos más arcaicos, una piedra férrica, generalmente pirita o marquesita, y, posteriormente, se convirtió en una pieza de hierro, elaborada en las fraguas locales, que se colocaba entre los dedos. Se colocaba la pernala sobre un trozo de estopa de lino o de hongo yesquero (los que se crían en los troncos de los árboles), bien seco, y se sostenía con una mano. Se daba un golpe firme de arriba abajo con el eslabón sobre la pernala, saltaban las chispas y prendían en la estopa o en el hongo seco. A ningún fumador le faltaban en el bolsillo estos elementos.
Igualmente, se rastrean en la covacha otras cerámicas romanas y tardoantiguas, muy poco perfiladas y pertenecientes a una vajilla doméstica y vulgar, con pastas anaranjadas o rojizas. También hay fragmentos posiblemente de época medieval y otros, en fin, bastantes cercanos a nuestros días. A ello se unen cuatro elementos metálicos que andaban medio camuflados entre la broza superficial. Uno de ellos es un viejo cencerro, sin badajo y medio oxidado. Lo mismo puede tener cincuenta años que cuatrocientos. Un segundo responde a un diminuto aro de hierro, no cerrado al completo y que nos recuerda las lunas o medias lunas que les colocaban a los niños pequeños.

Existía la creencia de que los rorros o niños de pecho se caían de la luna o los cogía la luna, lo que se traducía en diarreas, salpullidos y otras escoceduras. Para salvaguardar o remediar esos males del infante, se encargaba al herrero del pueblo fabricar esas lunas de metal, pero tenía que hacerlo justamente en la hora santa, que comprendía el espacio temporal de las 14,00 a las 15,00 horas del Viernes Santo. Era la hora en que, según las creencias populares, precedió a la muerte de Cristo. A partir de las 15,00 horas, ya no se podían dar gritos, armar bullicios o dar golpes sobre los objetos, así como era preceptivo guardar otras normas que, a ojos de hoy, nos resultan absurdas y disparatadas. Hasta que el Crucificado no resucitara en la medianoche del sábado. Todas estas creencias estar asperjadas por el agua bendita de la Santa Iglesia de Roma, pero todo ese mundo de la luna, del herrero como símbolo mitológico (señor del fuego), de la hora santa… responden a patrones mucho más arcaicos, precristianos, y sobre los que nos podríamos extender largo rato. En una zona tan arcaizante como la comarca de Las Hurdes, donde el cristianismo llegó tardíamente y de mala manera, la hora santa, según nos referían vecinos de diversas alquerías, siempre fue la de la medianoche, la que suponía el tránsito de un día a otro y en la que el agua ehtá acordá y nun s,oyi correl luh chorréruh (el agua está dormida y no se oye el murmullo de las corrientes fluviales), como nos relataba unos vecinos del pueblo de El Cerezal.
Los otros objetos metálicos son otra pequeña pieza férrica, con tres garfios, uno de ellos mutilado, y un artefacto, de textura broncínea, que se asemeja a los utilizados, en pasados tiempos, para la fabricación de cartuchos caseros. Esta pieza se conserva bastante bien, al contrario que las otras dos, que dejan ver sus capas herrumbrosas. Pero paremos aquí el carro, que el viajero necesita dar un respiro. A escasos metros tiene una buena fuente para refrescarse, aunque ya medio colmatada, cuando antes corrió de manera perenne; pero era en los tiempos en que los campos estaban manifiestamente antropizados y se cuidaban al máximo los recursos que propiciaban la subsistencia. Ahora, como siempre, descanse el viajero, saque su libro poético y desgránenos algunos versos del libro poético que guarda en la mochila, poniendo una nota romántica sobre estos berrocales tan aterciopelados de musgos en estos inicios primaverales.

MANZANA
¿Qué se ama cuando se ama?
Pues eso. Lo dijo Gonzalo Rojas
(y Pizarro de segundo).
La verdad sea dicha: no sé muy bien lo que dijo.
Tal vez que no todo consiste
en dormir
con medio batallón de hembras placenteras,
sino en quedarte tan solo con la Eva,
que puede que te llegara un septiembre
de reventonas y libidinosas uvas,
cuando a andar aún no echó el otoño.
(y Pizarro de segundo).
Quedarte con la Eva,
que era el as de oros que te faltaba,
para ganar la partida de las cartas,
para completar tu tú de forma armónica,
para cerrar cuadratura del círculo,
para amarla sobre todas las cosas
y para que ombligo de tu mundo solo fuera Ella.
Pero miedo, ¡ay Gonzalo Rojas!,
a que un día me diera a morder una manzana
y, tal que la de las brujas de los cuentos,
estuviese envenenada.
Pasó el tiempo y no me dio poma ninguna
(tampoco de lo otro probé nada de nada).
Ahora me toca ser yo mismo
y, sin embaír tiempo en pelarla,
con cáscara y cogollo,
debería al completo devorarla.
Así me iría yo en paz
y Ella quedaría descansada.
Seguro que el Dios de tu poema, Gonzalo Rojas
(ni Ella ni yo creemos en alma extracorpórea),
me perdonará con su misericordia.
Imagen superior: Vista parcial de la “Cueva de la Morita”. En primer plano, todo un popurrí de materiales líticos, cerámicos y un viejo y oxidado cencerro. (Foto: F.B.G).
Texto de Félix Barroso para su columna A Cuerpo Gentil, las opiniones e imágenes publicadas en esta columna son responsabilidad de su autor.
Publicado el 22 de marzo de 2021