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Años de hierro

Supongo que, por lo general, salvo en el caso de infancias terribles, dickensianas, tendemos a ser condescendientes con el tiempo en el que nos tocó ser niños. A mí me sucede con los ochenta, una década gris y dura en la que fui feliz a pesar de tanto paro y de tanta droga y sida y guerra fría, pero también de los gajes de la edad, de tanto “gordo”, tanto “empollón” y tanto “gafitas, cuatro ojos, capitán de los piojos”. Sobre esa época, hoy objeto de culto y en buena medida idealizada gracias a la celebrada Movida, trata Los caballos inocentes, la novela con la que Raúl Quirós Molina ganó la vigésimo novena edición del Premio de Novela Felipe Trigo.

En ella Raúl Quirós dialoga con un grupo de personajes que se hicieron amigos en la madrileña parroquia de San Blas y que todavía se reúnen periódicamente, y a través de ellos nos muestra los vaivenes de la amistad, sus recovecos, las heridas que va dejando por el camino, pero también cómo cicatrizan dejando casi intactos los afectos. Desde ese punto de vista, Los caballos inocentes tiene mucho de celebración de la amistad, a través de la de ese concreto grupo de personajes que, después de todo, y no sin antes hacerse muchas veces daño, han logrado sobrevivir juntos.

Y digo sobrevivir porque de lo que la novela nos habla es del lado tenebroso de la Movida, de unos años marcados por la crisis, por el paro, por la droga, en los que resultaba muy difícil salir adelante, especialmente para chavales de la edad y de la extracción social –por lo general obrera– de los protagonistas. Así, partiendo del ambiente festivo, aunque a ratos tenso, de uno de sus reencuentros, el autor nos sumerge en las vidas de tres de ellos, Pablo, Pitita y Quique, para hablarnos sobre la homosexualidad reprimida, sobre la adicción a la droga y los enrevesados senderos del amor y sobre la desesperación de quedarse sin empleo y tener que sacar a una familia adelante.

Raúl Quirós centra su mirada en estos personajes dejando al resto en un segundo plano, pero al mismo tiempo, y de manera sutil, hace que la trama evolucione para convertirse no en la historia de los que están, sino en la de los que faltan, Cristina, pero, sobre todo, Miguel Ángel, el amigo que siempre estuvo ahí y al que todavía recuerdan dejando una silla vacía, convirtiéndose así, pues, no tanto en la historia de los que sobreviven como en la de los que se quedan por el camino, la historia de las víctimas, las víctimas que siempre tienen, inevitablemente, los años de hierro. Tal vez, diría yo, las mismas víctimas, pues los chavales que la heroína se llevó por delante hace casi cuarenta años, mientras se construía el mito de la Movida, vienen a ser los mismos que, hará unos quince, en los tiempos de esplendor que precedieron a la crisis económica, ganaron dinero negro a espuertas trabajando como burros y creyeron, también ellos caballos inocentes, que la vida sería siempre así de fácil, esos chavales que dilapidaron hasta el último céntimo de lo que ganaban y que luego se endeudaron hasta las cejas, que tiraron, como burros detrás de una zanahoria, de la economía haciendo que los demás viviéramos tan bien para al final, cuando llegaron las vacas flacas, ser tachados de irresponsables, poco menos que de haber provocado ellos solos, con su miopía, todo aquel desastre.

Pero esa, en realidad, es otra historia.

Los caballos azules

Raúl Quirós Molina

Fundación José Manuel Lara

15 euros

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