La espontaneidad es una característica del bien que se percibe en el sentimiento, evidenciando la honestidad de quien la muestra. Generalmente se aplica a algunos seres humanos, aunque a uno le da por relacionar ese sentir con una parcela de la naturaleza -la que abarca nuestra vista- y a la que denominamos paisaje. Este se comporta con sencillez mostrando lo que es y cómo es sin adornos ni preparaciones, sin atisbos de hipocresía que pongan en tela de juicio su contundencia; se muestra natural y desnudo, exactamente como le permite el medio ambiente en el que nace y se desarrolla. Se podría decir que al observar un determinado paisaje nada en él puede llamar a engaño o falsedad, ya que su sola visión cuenta cómo es y la verdad que su apariencia encierra; tal vez esas parcelas de naturaleza desprenden cierta empatía y por eso nos gustan y son queridas.
Casi al igual que una persona, un paisaje puede transmitir desolación, alegría, temor, rechazo o tristeza de forma totalmente natural, pero al contrario que el ser humano, lo hace solo ostentando naturalidad porque ante su presencia no hay simulación alguna. Todo en él es auténtico.
Como en la época en la que vivimos no hay trato social próximo e intenso -excepto con los seres cercanos que suelen ser los más queridos- al relacionarnos con un paisaje mediante la observación sentiremos la serenidad que emana de su espontaneidad.

La persona con inquietudes humanísticas trata de vivir de forma espontánea tratando de conseguir la mayor libertad interior posible. En esta difícil época, lo mejor para alcanzar ese propósito es imitar al paisaje extremeño (que es con el que convivimos) intentando ser auténticos como él. Si cada uno de nosotros fuéramos uno mismo desde la sinceridad de nuestro interior, conseguiríamos ser confiables, espontáneos como el paisaje. Una delicia de gente.
Publicado el 11 de enero de 2021
Texto de Alfonso Trulls para su columna Impresiones de un foráneo. Las opiniones e imágenes publicadas en esta columna son responsabilidad de su autor.