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Demorada fantasía

Hace cerca de veinte años, el director y productor Peter Jackson llevó al cine en tres películas la célebre trilogía de J.R.R. Tolkien El Señor de los Anillos, renovando el interés del gran público por este clásico de la Literatura fantástica. Yo mismo lo leí por primera vez entonces, aunque siempre he pensado que tarde, pues lo hice por curiosidad y no pasó de un puro divertimento, cuando estoy convencido de que, de haber llegado al libro antes, en los años de mi adolescencia, me habría visto atrapado por completo en aquel mundo de fantasía, de resonancias míticas, épicas, que por momentos podría pasar por el cantar de gesta de algún pueblo nórdico. También leí en esa época El Hobbit, pero lo que me negué a ver luego fue su adaptación al cine, pues transformar un libro de algo menos de trescientes páginas en una trilogía con entregas de alrededor de tres horas me parecía estirar demasiado la historia, salpicándola de añadidos urdidos vete a saber cómo, y me olía a fraude comercial.

Este año, el estado de alarma nos cogió a mi hija y a mí viendo a trozos la primera trilogía de Peter Jackson, y al terminarla seguimos los dos, por inercia, con las tres partes de El Hobbit, lo que nos dio en total para muchas tardes de entretenimiento en aquellos duros días de encierro e incertidumbre. Cuando, pasado el tiempo, por fin pudimos visitar las librerías, le regalé a mi hija un ejemplar del viaje de ida y vuelta de Bilbo Bolsón, que al final también yo he vuelto a leer, como agradecimiento en parte por las horas de evasión, pero, sobre todo, por compararla con la adaptación cinematográfica.

Como esperaba, las excrecencias estaban ahí, no sé si del todo inventadas o si a partir de material rescatado de la multitud de libros con los que J.R.R. Tolkien fue construyendo su mundo de fantasía, pero al final eso era lo de menos. Lo que realmente me sorprendió fue el dispar ritmo de la historia. En el libro, el protagonista, Bilbo Bolsón, acompaña a una partida de enanos en una incierta aventura cuyo objetivo es recuperar su antiguo hogar en lo profundo de la Montaña Solitaria, custodiado por Smaug, un dragón acorazado y ávido de dinero, y su viaje dura alrededor de un año. Un mes pasan los enanos encerrados en las mazmorras del rey de los elfos del Bosque Negro, dos semanas tardan, al escapar, en recuperarse de sus heridas en Esgaroth, la Ciudad del Lago, y varios días les cuesta a todos explorar las laderas de Erebor, la Montaña Solitaria, hasta encontrar la entrada secreta a la antigua ciudad subterránea de los enanos. En el cine, toda esta demora se convierte en frenesí. Los episodios son, salvo por los añadidos, los mismos, pero el moroso viaje de los protagonistas se convierte en una alocada carrera contra el tiempo, pues ya no basta con que, sorteando mil peligros y enfrentándose a orcos, trasgos y arañas gigantes, el hobbit y los enanos lleguen a su objetivo, sino que, además, deben hacerlo a tiempo, antes de un determinado plazo, antes de que se ponga el sol un cierto día, pues, de lo contrario, todo ese enorme esfuerzo habrá sido en vano, lo que convierte su peripecia en una deseperada aventura contrarreloj.

Me llama la atención, como digo, esa necesidad de acelerar el tempo del relato, porque sin duda se hizo, al escribir el guion, para adaptarlo al ritmo de los espectadores del recién inaugurado milenio, que todo lo quieren de forma urgente, sin demoras ni devaneos, y me pregunto, incluso, cómo se habría transformado la historia si la adaptación al cine se hubiera hecho hoy, al cabo de veinte años, que es el tiempo del estallido de internet y de la loca carrera hacia el 5G, porque me temo que para los espectadores más jóvenes, los educados en este intervalo de tiempo, quizá incluso esas batallas colosales que tanto metraje consumen y que tanto nos sorprendieron hace veinte años, por el despliegue de efectos especiales digitales –entonces tan novedosos–, resultan excesivas, prescindibles, y tengo al sensación de que desearían, quizá, que todo pasara aún más deprisa.

Hemos acelerado tanto el mundo que ahora que, debido a la enfermedad, nos hemos visto obligados a parar en seco, nos damos cuenta de que el sistema en que vivimos no puede funcionar si no es corriendo, que no basta con echar a andar otra vez despacio, con precaución: o aceleramos de nuevo para que se multipliquen el consumo, las exportaciones, las importaciones y los productos interiores, o todo se va, sencillamente, al carajo, algo que, bien pensado, no deja de ser bastante absurdo, y se me ocurre que, ante tan estúpida perspectiva, una importante función de los clásicos hoy, de clásicos también de la Literatura fantástica como El Hobbit, sea mostrarnos, precisamente, que hay otras maneras de vivir, que hubo un tiempo en el que el mundo se movía a otro ritmo, en el que todo iba más despacio y en que las cosas tardaban, se demoraban, pero en que, a pesar de ello, acababan por funcionar, y los héroes triunfaban, o fracasaban, como triunfan o fracasan hoy, pero sin tanta ciega carrera. A lo mejor lo que tendríamos que hacer es leer todos un poco más a los clásicos, a ver si nos tomábamos las cosas con más calma. A lo mejor lográbamos luego, entre todos, frenar un poco el planeta.

 

El Hobbit

  1. R. R. Tolkien

Varias ediciones

Disponible en préstamo en la Biblioteca Municipal “José Antonio García Blázquez”, de Plasencia

Ecotahona horario especial COVID

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