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Por los Montes de Cáparra: El verraco de Lah Canchórrah (XXV)

Nuestro viajero tiene que saber que está hollando unos parajes donde, hace unos años, el incansable buen amigo y correcaminos Cipri Paniagua Paniagua, siempre fascinado por las huellas de nuestros antepasados, encontró un verraco laboreado en granito. Un buen fósil-director para que el viajero se haga una clara composición del lugar.  Lamentablemente, la pieza presenta mutilación de la parte anterior del cuerpo y de las extremidades (apenas si se aprecian los arranques de éstas).  No obstante, su parte posterior nos muestra el agujero anal y las bien destacadas turmas (la cojonera, como dicen por la zona).  Se distinguen perfectamente tres cazoletas, formando al modo de una figura triangular, en el lomo. Mide 52 cm. de largo, por 40 de alto y 28 de ancho. El verraco se encontraba en el portillo de entrada a una finca de Tío Benjamín Blanco, que hoy regenta su sobrino y ahijado Marciano Gómez Domínguez.

El paisano Eulalio Montero Calle (“Ti Ulaliu Sangüengu”), el que nos relató una curiosa “jerigoncia” (sonsonete), que tiene mayor calado antropológico que lo que aparenta a simple vista. (Foto: F.B.G.)

Sobre los verracos se ha escrito mucho y cada cual contó en la feria según le fue.  Decía el celebrado antropólogo polaco Bronislaw Malinowski que un animal se vuelve totémico cuando es bueno para comer.  Añadía que el totemismo no es un fenómeno cultural, sino el resultado de satisfacer las necesidades humanas dentro del mundo natural.  El viajero sabe de sobra que estos terrenos pertenecieron al pueblo vetón, una comunidad prerromana, de origen céltico.  Bien creemos que este pueblo, como otros muchos, se movió en estratos sociales cerrados y coherentes, cuyo objetivo era la satisfacción colectiva de las demandas vitales que le exigía su propia supervivencia.  ¿Quién puede negar el hecho de que las antiguas civilizaciones pasaran, en algún momento, por ciertos estadios totémicos?  De este totemismo, sometido a muchas abluciones, anatemas y sincretismos, en lo que hace referencia a la familia de los suidos (de modo especial, al puerco de nuestras matanzas familiares), todavía se rastrean nebulosas señales.  En el año en que entré en quinta, celebrándose las ferias del lugar, yendo con los quintos por las tabernas, me topé con un vecino de carácter alegre y dicharachero, agricultor y ganadero, como la generalidad de los lugareños.  Tenía gran amistad con él.  Se llamaba Eulalio Montero Calle y pertenecía a la familia de Los Sangüénguh.  Me invitó a tomar algo.  Le di las gracias y le dije que ya estaba en ronda.  Pero se empeñó y pedí lo mío: un buen vino.  Dijo que no era día de tomar vinos, sino cubatas.  Le habían salido bien los tratos en la feria de ganados y aquella noche no había parientes pobres.  Y, además, cuando me lo sirvieron, me dijo que, como buen quinto, me lo tenía que bebel a culu.  Le eché valor y me dispuse a ello.  Cuando alcé el vaso, con voz recia me soltó toda una briosa arenga (tomaría nota de ella posteriormente): ¡Arriba, mozu rucón! // Dióh te dé juerza en el brazu // pa que mátih al lichón, // el que enllena la bodega // de chacina y chicharrón. // ¡Arriba, verracu fieru, // del quintu la carnación! // ¡La puñalá bien derecha // en el mehmu corazón!

Vista lateral del verraco, destacándose en el lomo la figura triangular que forman tres cazoletas. (Foto: F.B.G.)
El buen amigo Cipri Paniagua Paniagua examinando el verraco que él hallo en el portillo del “cercau” de “Tíu Benjamín Blancu”. (Foto. F.B.G.)

Pasadas las ferias, Eulalio me contó que esa jerigoncia (sonsonete) la había aprendido de oírsela muchas veces a su padrino Juan Gutiérrez Esteban, conocido en el pueblo por Ti Juan Nové, el día de la matanza.  Al parecer, era costumbre antigua el encallar y adobar el libru (omaso) del cerdo sacrificado.  Se guardaba para la siguiente matanza.  Días antes, se formaba al modo de un odre con el libru, cosiéndolo con una aguja albardera y un cabo de guita.  Dentro se echaban bólah picósah (guindillas que ardieran como el fuego) y aguardiente.  Se dejaba reposar dos o tres jornadas y, luego, el propio día de la matanza, como siempre había algún quinto invitado, éste tenía que beber unos buenos tragos de aquella llameante pócima y, acto seguido, clavar, con mano recia y firme, el cuchillo en la papada del animal, procurando llegar al corazón, mientras se le arengaba con la mentada jerigoncia.  Después de descuartizar al puerco, se picaba el libru, se asaba y se repartía entre las mozas asistentes a la matanza. Todo un rito de paso, ribeteado de un perceptible totemismo en torno a la figura del cerdo, como despensa cárnica para todo un año.  Clara muestra del funcionalismo antropológico.  Años más tarde, a Fausto Sánchez García, más conocido vecinalmente por Tíu Fautu Berrendu, tamborilero de Guijo de Granadilla, en una de las tantas ocasiones que fui (aún sigo) coordinando la Corrobra Ehtámpah Jurdánah por esos mundos de dios y del diablo, también me dictó una arenga parecida: ¡Arriba, mozu rucón!, // cumu el verracu de reciu, // viga madri y carnación. // Juerza Dióh te dé en el brazu // pa matal al marranchón. // ¡Jala, que la pinchá va derecha // al mediu del corazón.  Comprenderá el viajero que muchos flecos nos quedan por atar en torno a estas retahílas o coplillas.  Todo se andará.  En la comarca de Las Hurdes, hemos presenciado otros rituales muy llamativos en la fiesta familiar de la matanza del gorrinu.  Pero esta zona es todo un montañoso y bello islote pizarroso y no hay granito para esculpir verracos, aunque el legendario pueblo rucón sigue muy presente en sus dichos y leyendas.

El amigo de andanzas canchaleras, Arturo García Martín, observando una pila artesanal y granítica, dentro de la finca en que apareció el verraco. Al fondo, se distingue el lugar a cuyos términos permanecen los terrenos por los que ahora cruza el viajero. (Foto: F.B.G.)
Parte posterior del verraco, donde se aprecia perfectamente el agujero anal y las abultadas turmas. (Foto: F.B.G.)

El totemismo no quita para que estas figuras zoomorfas (esencialmente, suidos y toros entre los vetones) también tuvieran mucho que ver con la ordenación y aprovechamiento integral del territorio, haciendo las veces de centinelas y controladores de las tierras de pastos y quercíneas (encinas, alcornoques y robles, tan generosos en bellotas), así como de los recursos hídricos.  Ello unido a una función mágico-protectora o apotropaica. Parece ser que la encina fue un árbol sagrado para diferentes gentilidades vetonas, en las que se rastrean también un totemismo atávico en relación a los banquetes rituales con carne de cerdo.  Menos eco tienen las hipótesis que concatenan tales figuras con rituales funerarios, a tenor de algunas inscripciones insculpidas sobre ellas (reutilización de las mismas en enterramientos romanos, que éste es otro cantar).  Pero las estadísticas hablan: el número de figuras zoomorfas con inscripción latina o que aparecieron dentro de algunas necrópolis son sensiblemente inferiores a las que se hallan en campo abierto, en zonas de pastizales o de abundantes veneros.

Múltiópticas PlasenciaEs preciso advertir al viajero que la pieza conocida como Verracu de Lah Canchórrah, por haber aparecido precisamente en el área batolítica de ese paraje atiborrado de bolos graníticos y que ya se citó en capítulos anteriores, pertenece a las figuras zoomorfas de suidos de menor tamaño.  Nada que ver con el verraco de Cáparra, por citar un referente muy próximo, cuyas dimensiones de 2,15x90x55, con un perímetro de 4,75, le superan con creces.  Investigadores hay que afirman que estos pequeños verracos tendrían un uso individual, destinado a proteger las almas de los muertos.  Pero más bien creemos que son piezas tardías, pertenecientes a un período en que la aculturización y absorción de la cultura vetona por los planteamientos ideológicos de la romanización comienza a hacer sus efectos.  La degeneración de ritos y mitos propios empequeñece la cosmovisión local en cuanto empieza a copiar de la foránea.  Y al igual que el viejo romancero perdió fuelle y acabará por desaparecer al perder el marco en que se sustentaba (seranos invernales en torno al fuego, ciegos cantores y ambulantes, oficios campesinos que se acompañaban por tales tonadas…), les pasaría a los verracos y a tantas otras reliquias materiales o inmateriales que ya solo son nebulosos recuerdos del pasado.  Las esculturas zoomorfas de toros y suidos, con cuño céltico pero con innegables influencias, aunque la copia fuera más burda, de la estatuaria tartesa o íbero-turdetana, y que daría sus primeros pasos en torno al siglo V a. C., debió ir ya de capa caída en la primera centuria a. C., cuando ya Roma imponía sus fueros en toda la Vetonia, entendida ésta como una entidad etnopolítica surgida de la organización territorial que realizó Augusto de la Hispania romana.

Desde el alto de “El Cahtilleju”, en el área estudiada, se observa, a lo lejos, la brecha que forman el río Alagón y la Rivera del Broncu en su confluencia. (Foto: F.B.G.)

No se puede entender el hallazgo de un verraco sin una referencia poblacional cercana.  Pero este asunto le corresponderá averiguarlo al viajero en el próximo capítulo.  Ahora, después de cumplir otra etapa de su itinerario, debe darles descanso a sus pies y, como cosa acostumbrada, buscar acomodo donde mejor le plazca, sacar su poemario del macuto y declamar, en la soledad de esos peñascales gigantes, el poema de una página que buscará con los ojos cerrados.

 

Mayo brotaba al mundo

y nadie me invitó a la cena.

Pero yo estuve sin estar en ella.

Domingo de primavera

y el fresco se colaba por las rendijas del cielo.

Anochecía y estabas bella,

más que nunca.

 

Aquel estampado vestido,

ceñido a tu cuerpo como lustrosa

piel de serpiente sinuosa.

Sobre él, sedoso y transparente chal,

que flecos te llovía por blancos poros.

Y tus botas de piel, a media pierna,

realzando tu esbeltez carnes arriba.

 

Pero no quise probar bocado alguno,

ni beber una lata de cerveza,

ni fumar un cigarro encanutado.

Me bastaba el Azul de tu presencia.

De pronto, mi rastro venteaste.

Vi tu rictus y tus gestos, y escapé.

Supe que yo estorbaba en esa fiesta.

(Poema:  Cena.  Poemario: Con la soga al cuello)

Plantagenet escuela de baile Plasencia

Foto superior: Vieja caseta agropecuaria en la finca donde apareció el verraco. (Foto: F.B.G.)

Texto de Félix Barroso para su columna A Cuerpo Gentil, las opiniones e imágenes publicadas en esta columna son responsabilidad de su autor.

Publicado el 14 de septiembre de 2020

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