Meditando va el viajero, en dirección al poniente. Atrás deja el inmenso retamal y los espinosos e impenetrables bardales, donde intentan respirar las viejas oliveras que ya estaban allí cuando la ermita de Santa Marina la Vieja se encontraba en su apogeo. Fue aquí donde se albergó la que, en su origen, fue una deidad cuyo culto pudo abarcar una extensa demarcación, o, lo que es más probable, un solo populus (pueblo, conjunto de gentes). Bastantes de los teónimos conocidos se erigieron exclusivamente en genii locorum (dioses del lugar). Incluso, en algunos casos, como el de ciertos lares (deidades domésticas, de andar por casa), solo fueron venerados por ciertas gentilidades o clanes. Deja a sus espaldas aquellos espacios sacrosantos y, en un periquete, se presenta ante el majestuoso Canchu del Tableru, que fue mucho más imponente y solemne antes que cuatro descerebrados lo horadaran por diversas partes para meter la pólvora del barreno, dar la pega y volarlo en mil pedazos. Y todo porque allí, sobre el risco, se había labrado una especie de tablero, en el que se plasmó una inscripción latina. Aquellas férreas cabezas pensaban, a tenor de las habladurías que corrían, que, dentro del compacto y durísimo granito, estaba el tesoru que dejó el moru, y ya iba siendo hora de que alguien lograra echarle mano con sus uñas codiciosas y avarientas. En la parte baja del peñasco, sobre un pequeño risco inmediato, embutido en la pared de una finca, se observa un cruciforme. Pensamos que es una de las típicas cruces que se grabaron para cristianizar el paraje y conjurar lo que la dogmática Iglesia de Roma tachaba de paganismo.
Bien sabe el viajero, por lo que ha comprobado en su caminar por los Montes de Cáparra, que la ignorancia se alió con la ambición en pasados tiempos, de modo fundamental en los años de la posguerra (guerra de sedición española, mal llamada por otros como guerra civil), destrozando antiguos e interesantes loca sacra (espacios sagrados). Había hambre y muchas necesidades y era preciso buscar bajo o, como es el caso, en el interior de las piedras. Variopintas leyendas rodean estos parajes, que, en lo que atañe al Canchu del Tableru y a la mitificada Santa Marina, el viajero podrá echar mano del libro Leyendas de Ahigal, cuyo autor es el conocido historiador José María Domínguez Moreno.
La inscripción recibe el nombre del Tableru porque sobre su superficie rocosa se trazó al modo de un tablero semejante a los que usaban las mujeres de estos pueblos, en el que se colocaban los panes que se llevaban a hornear. Solían llevarlos a la cabeza. Dentro del perímetro de ese tablero se insculpieron las letras. Esta inscripción, situada en la parte alta del cancho, presidía el camino que, según la tradición, enlazaba los núcleos romanos de Capera (Cáparra) y Caurium (Coria). Rebasaba esta vía el puente sobre el río Ambroz o Cáparra, que se levantaría seguramente a caballo entre el siglo I y el II de nuestra era, en el momento más floreciente de la ciudad de Cáparra, que viene a ser el comprendido entre la época flavia y los primeros emperadores de la dinastía antonina (hoy solo conserva como auténticamente romanos los dos arcos centrales). Un poco más tarde, sobrevolaría el Alagón el llamado Pontón del Guijo. Este puente, de vano único, pero con gran luz (20 metros) y con doble pendiente, debió erigirse, posiblemente, en los primeros años del siglo II. Por los años 70 del siglo XX, con motivo de la futura construcción del contraembalse de Guijo de Granadilla, el puente, a fin de no quedar bajo las aguas del pantano, fue desmontado y traslado a varios metros ríos arriba, con muy poco acierto, ya que da la impresión de ser un marmotreto pétreo, sin gracia alguna, en medio del recrecido río, o un armatoste de barco varado, por inservible, en mitad de la corriente.
Tanto uno como otro, responderían a una misma vía, que, luego, se dividiría en otras calzadas secundarias (viae vicinales). Una de ellas, que fue investigada y estudiada por Manuel Iglesias Álvarez, Gonzalo Martín Encinas y el amigo del viajero, o sea, el que suscribe (estudio inédito), sube hasta los agrios serrejones de Las Hurdes, jalonada por diversos vicus y villas (Lah Teneríah, Yérbah Mórah, Vallijoranzu, Vega Morota, Lah Tejonérah, Loh Millaéruh, El Palomal, Vega Morala, Framora…). Dicha vía se divide en dos ramales: uno que salta por el Puertu del Judíu y otro por el Puertu del Gamu, penetrando ambos en la comarca jurdana. Numerosas ramificaciones conectan con pequeños poblados, generalmente dedicados a la minería (hierro y oro); algunos de ellos castros romanizados, como El Cotorru Gordu, La Llaná/Cueva la zorra o El Lombu de la Antigua/Picu loh Móruh. La vía traspasa el Puertu de Luh Casárih, dejando, en la misma falda de la sierra, pequeñas galerías o cováchuh, excavados exprofeso para la extracción aurífera (parajes de El Gavilán y El Gavilancitu). También se observan, río Jurde arriba, remociones de tierra muy semejantes a las de Las Médulas leonesas. En lo que respecta a la vía que circula bajo el Canchu del Tableru, sería muy larga la exposición. La recogida de datos a pie de monte, fruto de las conversaciones mantenidas con el campesinado, que barajan topónimos que son auténticos fósiles directores y que no aparecen en los mapas al uso o se encuentran deformados, junto con los vestigios en superficie, nos están aportando concluyentes datos. El viajero tendrá que aguardar a que apartemos ciertas telarañas.
Solo conocemos a un investigador en temas arqueológicos que se haya detenido ante la inscripción del Canchu del Tableru. Hablamos del amigo Jaime Río-Miranda Alcón, uno de los que más saben de la ciudad romana de Cáparra, sobre la que ha publicados interesantes obras. Jaime, con algunos fragmentos de la roca inscrita que se hallaban en la pared de una finca situada frente al monumento epigráfico, ha logrado reconstruir, no sin ciertas dificultades, parte de las dos últimas líneas; el resto se convertirían en fosfatina al volar por los aires. Nos permitimos traer, literalmente, una pequeña reseña de lo que expone Jaime en su trabajo Nueva lectura a la inscripción rupestre del ‘Cancho del Tablero’ en el sitio de ‘Las Canchorras’. Ahigal (Cáceres). Revista Cultural BIGCValdeobispo, nº 28, 2010. El trabajo también aparece firmado por su compañera: María Gabriela Iglesias Domínguez:
EAE · NI NXXX
MALEQVI·VSLA CI·F·C
[————————–][—————————]
[-]eae·Ni[—————–][a]n(norum)XXX
Malequi·v(otum)s(olvit)l(ibens)a(nimo)[—][—][–ci·f(aciendum)c(uravit)
Para que el viajero tenga conocimiento de estos latines, le significamos que Jaime traduce la inscripción hablándonos de un tal Malequio, que cumplió el voto hecho con sumo agrado; o sea, el mandado de realizar tal monumento. Pero nos quedamos sin saber a quién o a quiénes iba dirigido tal voto. Puede que, por la situación de la cartela (tablero), no estemos ante una inscripción de tipo funerario, que, además, suelen terminar, con harta frecuencia, en la socorrida fórmula de sic tibi terra levis u otras parecidas. Habría que hablar, más bien, de una inscripción votiva, dirigida a alguna divinidad. O conmemorativa votiva, pues su situación al pie de la vía más transitada y en elevado lugar, como presidiendo el espacio por el que se extendía el asentamiento de Santa Marina la Vieja. Y si nos apuran, hasta podríamos relacionar esta cartela, que puede que llevara ciertos adornos en su parte superior, con las inscripciones honoríficas, tan interaccionadas con el evergetismo. A lo mejor resulta que ese personaje llamado Malequio, era todo un evergeta, que es lo mismo que decir: filántropo, benefactor o munícipe. No se encuentran paralelos a tal antropónimo, pero, como bien afirma nuestro docto latinista, amigo y colega de tantas bregas, venturas y desventuras, Ismael Carmona García, es una clara muestra de un nombre propio de las lenguas vernáculas que convivieron con el latín.
Que esta inscripción y el asentamiento que tiene a sus pies tuvieran algo que ver con la población de Manliana (Manliana), citada por Claudio Ptolomeo en su Geograhia y que ubica no muy lejos de Capera, tal y como apunta el amigo Jaime, no nos parece muy acertada. Nosotros nos inclinamos más por situar dicho núcleo en el extenso asentamiento rural romano de El Pozu de la Mal Llana, tal y como se lo oímos nombrar a viejos campesinos, que nos mostraron restos de canterías trabajadas de lo que fue un pozo en rampa y galería, hoy prácticamente hundido y colmatado, a no más de una legua y cuarto, en línea recta. De Manliana a Mal Llana, también hay poco trecho, lingüísticamente hablando. Pero al viajero le quedan todavía muchas otras leguas que andar. Por hoy, ya lleva la lección bien aprendida. Démosle un respiro. Busque las sombras si el calor aprieta o la visera de algún rocoso abrigo si el ábrego amenaza agua. Saque el libro poético de la mochila, se imbuya de aires románticos y declame audaz soneto a los cuatro vientos:
CAFÉ MANCHADO
Verla como la echó al mundo su madre,
me traía por la calle de la amargura.
Me soñaba con ello. ¡Qué impostura!
Pero cada cual, cuando le taladre
hambre de amor, se apañe y se desmadre.
Yo, camarada, no era un caradura,
que, prisionero, me hería la locura
de amor y… ¡que cantara la caladre!
Yo no la quería blanca, inmaculada,
como la leche, que el café manchado
más me molaba, y aguardiente quemada:
un pelín no más. ¡Oh mi cuerpo amado,
Pedro! ¿Y tú viste a Kate empelotada
y la amaste con deseo adulterado…?
Foto superior: Un calco aproximado de la inscripción, realizado por el investigador arqueológico Jaime Río-Miranda Alcón, acompañado de una foto de lo que queda de la inscripción, cuyo autor es otro apasionado de los mundos etnoarqueológicos: Cipri Paniagua Paniagua.
Texto de Félix Barroso para su columna A Cuerpo Gentil, las opiniones e imágenes publicadas en esta columna son responsabilidad de su autor.
Publicado el 28 de agosto de 2020