En uno de los artículos que escribí durante el confinamiento comenté que se me hacía penoso salir para hacer lo imprescindible. Ver la Plaza Mayor y aledaños sumidos en una oscura murria me producía vértigo de muerte. Solía caminar con la bolsa y la vista gacha evitando cualquier contacto visual con aquel entorno que, en esos tristes días, se me hacía totalmente ingrato y repelente y compraba y caminaba deprisa para volver a casa sin dilación. Tanto más cuando el Mayorga atizaba sus martillazos campanudos -antes y ahora afables- que entonces me resultaban apremiantes.
Después de ochenta infinitos días, empecé a oír cierta bulla que me llegaba desde la calle. Nos daban permiso para salir, incluso saborear un café de los de afuera; saludar enmascarados a cierta distancia y por supuesto, levantar la vista y sonreír con la mirada.
Enseguida citas a los amigos, aquellos que nunca estuvieron lejanos en el sentimiento, aunque este únicamente se transmitiera solo por lo digital. Un par de libros en la Tannhäuser; ya no hace falta la compra on-line, casi se abre la cultura directa porque comienzan algunas exposiciones en salas y museos de la región extremeña. Lo social queda cumplido con unos cafés, algunas cañas algo distanciadas -casi cotidianas- en algunas terrazas de mi preferencia o de la de todos.
Hemos sobrellevado una parte de vida que no parecía la nuestra, y no sé cómo lo hemos hecho. Después de este periodo creo que el esfuerzo humano puede mejorar muchas cosas. Aunque hayamos tenido confusión ante acontecimientos desagradables y vivencias irrefrenables, uno cree que ordenando y filtrando las enseñanzas obtenidas podemos mejorar la calidad y la cantidad de nuestra oferta humana -especial y únicamente dirigida hacia lo bueno- que siempre ha hecho mucha falta.
Veo la ciudad en la que vivo, la paseo con la mirada; no es nueva, es la Plasencia de siempre, clásica, dura y bella y con su gente, que es casi la misma que conocí.
Publicado el 5 de jnuio de 2020
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