Habíamos dejado a nuestro caminante quebrándose los sesos en el Plau Laeru, dentro de los parajes de El Valli de loh Rehpónsuh. Ante él, los dos lagares rupestres al aire libre de los que ya hablamos y un puñado de fragmentos cerámicos. Bueno es que sepa el curioso amigo lo que nos cuenta nuestro estimado e ínclito investigador en quehaceres arqueológicos, Antonio González Cordero; sin lugar a dudas, la persona que más a fondo ha investigado los mentados lagares. En su trabajo Lagares rupestres para la producción de aceite y vino en la antigüedad. Provincia de Cáceres (2015), ya nos cita los primeros intentos de ponerle nombre a estas antiguas lagaretas. Entre tanta discusión sobre las mismas, atribuidas muchas veces a altares de sacrificio o arcaicos santuarios, sería el investigador Marcelino Guerra Ontiveros quien, en su libro Apuntes históricos de la villa de Gata (1887), les otorga una función lagarera. Antonio G. Cordero comenta que estos lagares sencillos son una expresión muy personalizada del campesino que los cincela. Y nos habla del Ehprimiju de Plasenzuela, cuya estructura laboreada sobre soporte granítico, de tipo acorazonado o embudado, guarda gran semejanza con aquellos a los que el viajero anda buscándole las cosquillas, los que, años atrás, descubriese el siempre tan inquieto y tan apasionado en las lides arqueológicas, amigo nuestro desde hace un buen puñado de lustros, Cipri Paniagua Paniagua.
Como nuestro caminante ya cuenta, en su haber, dos yacimientos, a tiro de honda del par de lagares rupestres, y que han deparado desde cerámicas de nuestra Prehistoria reciente a época romana e incluso un ungüentario o vasija para perfume, de bronce, así como monetario de época republicana, ya puede ir atando cabos. En el libro Arqueoloxía do viño (os lagares rupestres da comarca de Monterrei), 2016 (varios autores), y que ha puestos recientemente en nuestras manos la arqueóloga (con raíces en la villa extremeña de Hervás), Beatriz Comendador Rey, a la que nos une buena amistad, se nos describe el lagar rupestre del Monte dos Barreiros, muy cerca del castro romanizado de Coto da Moura, en la parroquia de Queimadelos (Mondariz). La descripción que se hace de él coincide casi plenamente con lo del Plau Laeru: calcatorium (estanque de prensado) en forma de gota líquida (planta subcircular simétrica) o carencia de lacus (pequeño estanque donde se vertería el líquido procedente del exprimido (posible prensado a pie).
Con toda la prudencia que requieren ciertas cronologías, el viajero se halle, posiblemente, entre unos lagares rupestres del tipo más arcaico, que podrían adscribirse a época republicana romana, a juzgar por su contexto. Otra cosa muy distinta es que se dedicaran al prensado del vino o del aceite. Escasa cantidad de uvas o aceitunas cabían en tan reducido calcatorium. Más bien pensamos que estos sencillos lagares estaban destinados a exprimir frutos silvestres (moras, fresas, endrinas, escaramujos, grosellas, frambuesas, madroños…), para obtener ciertos licores de consumo familiar en ciertos acontecimientos. O incluso alguna pequeña cantidad de un aceite especial, destinada como elemento cultual, sin descartar otros productos cuyo prensado se realizaba con fines propios de la farmacopea popular. Luego serían envasados en pequeños recipientes de bronce (como el hallado, al remover la tierra con el arado, en el cercano yacimiento de El Lombu de la Blahca), o de cerámica, a juzgar por los fragmentos encontrados, al realizar una excavación, a escasos metros de las lagaretas que estudia el viajero.
El Canchu del Toreru
Una vez que ya deja medio resuelto el asunto de los dos lagares rupestres al aire libre, el viajero abandona el Plau laeru, sale a la calleja y se dirige hacia el meridión. Va a entrar en los parajes cuyo topónimo lo dice todo: Lah Canchórrah. O sea, el lugar donde abundan los enormes canchos. Y así es, pues los conglomerados graníticos conforman un imponente mundo de rocas magmáticas. Pateando el terreno, yendo el viajero campo a través por tierras abiertas, se tendrá que dar de bruces con un monte-isla, coronado por todo un peñascal. En sus inmediaciones, aparecieron, en su día, algunos pedruscos grabados, donde hubo quienes vieron antropormofos, asociados a las conocidas estelas de guerrero, que se datan a finales del Bronce. Pero la realidad nos muestra que se trata de dibujos pastoriles en un caso, y el en otro de una cruz prometeada con calvario, cuyo fin protector de heredades y habitáculos agropastoriles se extendió a partir del siglo XIV.
Cuando el viajero se encarame en el arriscado cerrete, de claro valor estratégico y de poder dominante sobre el amplio paisaje que se alcanza con la vista, se topará con otra serie de grabados.
El soporte lo compone un granito de dos micas, con superficie equigranular y de tipo pegmático. Los factores bióticos, sobre todo de microorganismos autótrofos, y los abióticos (erosión pluvial y eólica), han favorecido claramente la meteorización del roquedo. Exceptuando una serie de cazoletas, unidas por canaletas, que se encuentran en lo más alto del promontorio y donde la descomposición secular ha calado más hondo, el resto de grabados son relativamente modernos. Incluso aún vive, peinando ya muchas canas, el pastor de ovejas que los trazó: Aureliano García Domínguez. El buen pastor nos comentaba: Yo he jechu muchuh dibújuh y ponía el mi nombri en múchuh canchálih; únah vécih ponía el nombri completu y ótrah solu ‘Aure’. Algúnuh ya ehtarán borráuh. Cumu andaba de pahtol tó el santu día, poh unu tenía tiempo pa tó. Y, en este conglomerado rocoso, puso su nombre, dibujó un sol, un carricoche y un torero, con simpleza y sencillez, siguiendo el tipo de letra procesal caligrafiada en la escuela y los motivos arquetípicos que acostumbraban a dibujar, de mozalbetes, los de su generación. El piqueteado es totalmente diferente al de las cazoletas y la erosión mucho menor, aunque, al ser menos profunda, tanto el nombre como los símbolos están ya medio borrosos. El hecho de que aparezca, dentro de estos grabados modernos, una figura con una capa o capote, es lo que le originado el nuevo topónimo de Canchu del toreru.
¿Que este promontorio fue seleccionado como espacio sagrado de acuerdo con la mentalidad mágico-religiosa de nuestra gente de la Prehistoria reciente, a juzgar por el juego de cazoletas y sus correspondientes canalículos…? Pues sin lugar a dudas. Pero no vamos a marear a nuestro noble caminante con las tropecientas hipótesis que hay sobre las cazoletas. ¡A ver quién es el majo que se introduce en la mentalidad de gente del Calcolítico o El Bronce, por decir algo, y desata el nudo gordiano de esas cazuelillas pétreas! Una buena muestra de alcores semejantes podríamos traer a estas páginas, pero eso ya corresponde a una revista más compleja y especializada. Ahora, le toca al viajero seguir correteando entre los herbazales de la frondosa primavera, que ya van amarilleando, y, cuando vea que tal, se sienta a la sombra de un orondo canchal y, echando mano del poemario Charlando junto al río Charles: monólogos con Pedro Salinas, romantizará su voz para la ocasión y declamará:
MAYO
Rimando troto en mayo desbordado.
Ella me insta a ello. Sonámbulo voy.
Salgo de la senda y no sé dónde estoy.
Todo es matorral enmarañado
y me acosan las moscas del ganado.
Verso hilo, mas no concreto el día que es hoy.
Solo viajo en este vernal convoy,
que hiende monte otrora antropizado.
Cae el sol y Ella me abrasa con soflamas.
Si Ella me amara y amara la espesura
de agavanzos, majuelos y retamas,
entonces, Pedro, andaría con mesura.
No perdería veredas, ni sus llamas
de estío causarían brasa y calentura.
Foto superior: Cipri Paniagua Paniagua, encaramado en lo alto de los riscos del “Canchu del toreru”, intenta buscar respuestas al conjunto de cazoletas. (Foto: F.B.G.)
Publicado el 22 de junio de 2020
Texto de Félix Barroso para su columna A Cuerpo Gentil. Las imágenes y fotografías publicadas en esta columna son responsabilidad de su autor