En su caminar por el Valli de loh rehpónsuh, el viajero, embriagado por tantos efluvios primaverales, seguro que observará unas hermosas plantas que muestran su nevada belleza en la vara que se yergue sobre la tierra.
Si el viajero se para a hablar con los pastores o pegujaleros que encuentre en su camino, cosa muy sana y provechosa, seguro que le dirán que esa planta la conocen por estos pagos con el nombre de aciburrincha de loh vállih y que es la primera de todas que, en cuanto asoma la primavera, alza su esbelto tallo, que se va tupiendo de un denso racimo, con sus brácteas y bractéolas, de flores de un blanco angelical. Son las cebollas albarranas (Drimia marítima). Nuestro buen amigo Ramón Blanco López, que fue pastor en sus infancias, adolescencias y primera juventud y que, luego de navegar la vida por la Ceca y la Meca, volvió a sus raíces pastoriles, nos dice que la ciburrincha de loh vállih eh manu santa pa lah almorránah. A tal efecto, hay que coger tres orondas cebollas (bulbos de la planta) y colocarlas debajo de la cama donde duerme el que sufre de hemorroides. Según se van secando tales bulbos, se irán consumiendo esas varices o plexos de tejido submucoso. Testigos hay a puñados, que dan fe de esas curaciones cuasi milagrosas.
En la Capitulare de villis vel curtis imperii, orden emitida por Carlomagno en el siglo VIII, se insta al campesinado a proteger la squillam, planta que no era otra que la cebolla albarrana, por los muchos beneficios que aportaba. En estos pueblos que se camuflan entre los Montes de Cáparra, como bien puede averiguar el viajero, también se acostumbraba a secar los bulbos y convertirlos en un polvo que, mezclado con aceite, formaba una pasta con la que se untaba algún coscurro de pan y actuaba de potente raticida.
Entre las aciburrínchah y el denso pastizal de estos amenos prados, concretamente en aquel por el que discurre un regato y muestra una remozada pero bonita caseta de mamposterías de moleñas, es fácil que el viajero se tope con un par de sencillas pero interesantes lagaretas o lagares rupestres al aire libre. Responden al modo más primitivo, siguiendo la pauta de la lagareta de Taboexa As Neves (Pontevedra), localizada en el paraje del Mouro. Este lagar rupestre, estudiado por Estanislao Fernández de la Cigoña (O aceite en Galicia. Guía de lagaretas castrexo-romanas, medievais e modernas. Pontevedra, 2003) y conocido por A Pedra da coviña, se encuentra en las proximidades del castro de Altamira y a escasos metros del petroglifo de A laxe dos penes. Fernández de la Cigoña fue uno de los primeros en catalogar como lagares rupestres al aire libre a estos monumentos que venían siendo considerados altares o parte de santuarios de la Prehistoria reciente.
Puede que el viajero, meditando sobre la lagareta de Taboexa (casi idéntica a las dos que aparecen en el prado del Valli loh rehpónsuh) y su contexto, se haga muchas preguntas después de hacer un recorrido por los inmediatos parajes de El Cercau y Vientu cierzu. Se conforman como un altozano amesetado donde crecen retorcidos olivos, con robles melojos, llamados en la zona róbrih rebólluh (quercus pirenaica), en sus lindes y en otros pequeños huertecillos murados. El viajero debe percatarse que nos encontramos en la casi imperceptible frontera entre las tierras del granito y de la pizarra, pisando ya, pero sin adentrarnos, terrenos que no pertenecen al corredor granítico de los Montes de Cáparra. Esta loma está flanqueada de poniente a saliente por los barrancos y arroyuelos de La Juenti la bellota (mítico manantial rodeado de leyendas de hondo valor antropológico) y del Valli de loh rehpónsuh. A lo largo de los tiempos, se fueron asentando en tal lugar diferentes civilizaciones. Las remociones agrícolas muestran un sustrato Calcolítico/Bronce, que ha deparado material lítico (hachas pulimentadas, yunques pétreos, azuelas, molinetas de vaivén, molederas y otros), así como una hachuela de cobre. Un petroglifo de tipo laberíntico y cazoletas sobre los roquedos graníticos. Una serie de fragmentos cerámicos, examinados por la insigne lupa de nuestro buen amigo y arqueólogo Enrique Cerrillo Cuenca, nos lleva a la II Edad del Hierro. Escorias férricas y otras cerámicas pertenecientes a cubiletes ligeramente exvasados nos atestiguan aún más la presencia humana en esa época. Finalmente, molinos rotatorios de mano, algunas tégulas y otros vestigios cerámicos nos ponen de manifiesto que los romanos también hollaron estos terrenos.
En esta demarcación de El Cercau/Vientu cierzu, debe saber el viajero que hay que incluir los parajes de Loh Casárih (topónimo, al igual que el de El Cercau, muy significativo en materias arqueológicas). Se esparcen por este sitio pequeños fragmentos de rodadas cerámicas y el llamado Sillón de la mora: una peña exenta, con una textura granítica muy singular, que fue laboreada para darle la forma de un rústico trono y que tiene toda su zona superior cuajada de cazoletas. Y por aquí también anduvo la Peña Ehcrita, de la que unos paisanos, ya metidos en años, nos contaban, hace ya un buen puñado de lunas, que tenía ehcrítuh únuh ringurránguh del tiempu loh móruh. Y el vecino Fabriciano Palomero, al que le decían Ti Fabricianu el guijarreñu, casado con la vecina Marcelina García Corrales (Ti Marcelina ‘La Puntillera’), nos aclaraba que tal peña estaba en una finca de su mujer, en la misma linde de una partida de olivos, propiedad de aquel otro vecino llamado Ángel Montero Montero (Ti Ángil ‘Moyana’). Al parecer, en los Añuh de la jambri (años 40 del siglo XX, época de la posguerra), la peña fue volada, pues desconfiaban que ocultaba un tesoro. Lo cierto es que el tesoro no apareció y los fragmentos graníticos de este desafuero arqueológico sirvieron de mampuestos para cerrar la mentada partida de olivos. Para Ti Fabricianu aquellos ringorrangos no eran de los móruh, sino marcas de cantero, que él presumía de conocerlas bien, pues por algo su pueblo (Guijo de Granadilla) era una localidad con cierto renombre por su gremio de buenos cinceladores. Pensamos que se trataría de todo un panel rupestre que acogería a variopintas simbologías, de las que aparecen en los petroglifos de la Prehistoria reciente.
El viajero ya se ha ganado el pan en la jornada de hoy. Se merece un descanso. Por ello, lo mejor es que baje de la loma y camine no más de un tiro de tercerola y, allí, al pie del camino, se encontrará con la Torrita de la mora. Está ya medio arruinada. Tiene su correspondiente leyenda, donde vuelven a aparecer los míticos móruh que tanto enriquecen los perfiles etnoarqueológicos de estos parajes. Entre las mamposterías de su redondeado muro, aparecen trozos de viejas cerámicas. ¿Acaso se levantó como vigía de los abundosos veneros de águah cánah que se encuentran, hoy totalmente cubiertos por la maleza, al pie del arroyuelo de La Blahca? Esas aguas, que siempre fueron consideradas de calidad superior, surtirían a los que, a lo largo de los tiempos, corretearon por estos campos, como a quienes se asentaron, muchos años atrás, en un collado que resbala, en pronunciada pendiente, hacia la antigua carretera que, a través, de La Oliva, conduce a la ciudad del Jerte. Descanse el viajero, saque el libro poético del vate que continúa atrapado entre las brumas, esperando que la musa más que musa le libere de sus sufrimientos y lea en voz alta. Seguro que le escucha la fabulosa y soberbia primavera:
DOS DE MAYO
¡Libertad! Dos de mayo. Dos mil veinte.
Otro dos lo pongo en cuarentena:
días de Pepe y botella siempre llena.
Se aseda ¡¡Alarma!!, aunque carca insolente,
faccioso reaccionario y disolvente,
siga con bulo, odio y actitud obscena.
Yo soy de pueblo, Pedro, y es cosa buena,
pues antes nos sacaron de la trena.
Hoy, he salido a ver la primavera,
limpia cual patena y reventando
por sus poros. Y, hoy, Ella ha vuelto a mi vera,
a dehesa en que la voy versificando.
No en carne y huesos, ni en blanca calavera:
sin ir conmigo, pero siempre estando.
(Del poemario Charlando junto al río Charles: monólogos con Pedro Salinas).
Imagen superior: El “Muru de loh Moyánah”, en la ladera que baja de la loma de “El Cercau”-“Vientu cierzu”. A su vera, José María Domínguez Ruano, otro buen amigo de correrías etnoarqueológicas. (Foto: F.B.G.)
Textos de Félix Barroso para su columna A Cuerpo Gentil. Las opiniones e imágenes publicadas en este artículo son responsabilidad de su autor.
Publicado el 14 de mayo de 2020