Desde hace ya unos cuantos días parece ser que sesudos pensantes, cronistas y juntapalabras espontáneos ejerciendo de futurólogos y nigromantes, han dejado de analizar lo que está pasando para empezar a lucubrar lo que pasará. Unos dicen que cambiaremos, que vamos a mejores; otros opinan que no, que nos revestiremos de maldad y que después de la pandemia seremos más pérfidos y ruines; otro sector afirma que nos haremos más pobres, xenófobos e insolidarios. El caso es que hay opiniones para todos los disgustos. En estos interminables días, la sociedad se convierte en una inconexa y desigual corrala digital donde las adivinanzas y los bulos se intercambian con el indeseable sello del chismorreo.
Ignorando la maraña de dislates extraídos de una bola de cristal de feria, uno se limita a leer libros, ver cine, escribir y caminar en mi apartamento 3,125 kilómetros diarios; es decir, que cuando amanezca el día soñado mi cuerpo estará preparado para aguantar lo que le echen, o casi. La naturaleza de los españoles se caracteriza -entre otras muchas cosas buenas- porque estamos hechos para aguantar, cualidad de raza que nos viene de siglos atrás. Esto se lo comento por teléfono a mi buen amigo el cacereño y me contesta: “…eso del aguante que dices te lo superamos los extremeños”. Me lo creo, pienso.
La utopía de lo bueno
Uno escribió aquí acerca de cómo desearía que fuera el reinicio de aquello que dejamos suspendido, huyendo de cualquier matiz demagógico o visionario y pensando en el bien de mis congéneres y en uno mismo. Ahora, leídos y escuchados los chascarrillos y sentencias que me llegan de la tele, foros y blogs -todos ellos con plumazos de frivolidad- decido dejar de marear la mente. Distancio vista y oído de adivinadores y analistas advenedizos; me aparto para siempre de foros y ciertos prójimos: unos por agoreros con horribles presagios; otros, necios por su cerril tendencia a festejar siempre, pase lo que pase, ignorando la dramática cuantía de nuestros difuntos.
A uno que transita por el día sin saber que es noche, le entra algo de tristeza. Llego a ese estado al comprobar la escasa calidad humana de algunos (afortunadamente pocos) con los que compartimos sociedad; causa tristeza el egoísmo, la inepcia y la ignorancia que caracteriza a ciertos grupúsculos de nuestro entorno. Por eso, procuro acercarme a las personas de conciencia; a seres templados en la dificultad; a un sector de la ciudadanía que sabe dialogar, pensar, estudiar; a personas cultas y buenas, convencidas de ejercitar sin límites la tan necesitada solidaridad.
Son ellos y todos nosotros los que jaleamos a esos batallones de seres humanos que se matan -literalmente- por sanar a sus semejantes y que lloran por no conseguirlo siempre, benditos. Ellos son lo que tiene que hablar, los que tiene que decir lo importante y los que tienen el innegable derecho a festejar cuando todo acabe. Estemos lejos o cerca siempre nos encontraremos, nos miraremos a los ojos y nos alborozaremos por lo conseguido. Ellos son la buena gente; el resto, algunos, lo intentamos.
Publicado el 24 de abril de 2020