Mi abuelo Ramón hizo la guerra en Regulares. En algún momento se extravió de su compañía, creo que por las sierras de Jaén, y anduvo perdido un tiempo. Si no sé de cierto dónde fue exactamente, cuánto estuvo solo y cómo encontró de nuevo a sus compañeros es porque, aunque a menudo hablaba de la Guerra Civil, ese concreto episodio no formaba parte del cuerpo de relatos sobre su experiencia en el conflicto, o, al menos, del cuerpo que llegó hasta mí (pues ese tipo de anecdotarios, dramáticos o felices, tienden a menguar, a fosilizarse en un puñado de historias mil veces repetidas). Y, sin embargo, siempre he intuido que esa concreta experiencia, sobre la que tan poco sé, forjó, en buena medida, su carácter. Decía la gente del pueblo que lo conoció antes y después que volvió de la guerra cambiado, que ya no volvió a ser el tipo alegre y optimista que había sido, que regresó convertido en el individuo serio y trágico, pesimista irreversible, que yo llegué a conocer (aunque sospecho que aquel pesimismo tenía mucho de pose, aunque eso es, en realidad, otra historia). Si cuento todo esto es porque, muertos a tiempo o a destiempo, por casualidad o de forma deliberada, por vergüenza o dejadez, muchos episodios cruciales en la vida de nuestros padres, de muestras madres, de nuestros abuelos, se quedan por el camino sin que los lleguemos nunca a conocer, y ello pese a haber sido determinantes no sólo para a ellos, sino también para explicar, en último extremo, lo que somos.
En torno a una de estas memorias silenciadas construye Álex Chico su último libro, Los cuerpos partidos, publicado por la editorial Candaya, tratando de reconstruir la figura de su abuelo, su condición de emigrante, solo que en su caso la memoria es, si cabe, aún más vaga, pues el abuelo murió dos años antes de que él naciera, lo que acaba haciendo que el suyo no sea más que el relato de un relato de un relato, inevitable especulación en gran medida. Llama la atención que aunque el propósito del escritor sea, según manifiesta en algún momento, ceder su voz para que el abuelo cuente su historia, en realidad apenas lo deja hablar, sin llegar a reconstruir tampoco su peripecia vital, reducida a un puñado de datos dispersos, a menudo huecos, casi meramente registrales (con excepciones extraordinarias, como cuando evoca su condición de redactor de cartas para otros compañeros de emigración o reconstruye su visión de los vitrales de la catedral de Reims) con el que no logra que supere nunca del todo su condición de fantasma. Da la impresión de que Álex Chico acaba por sacrificar la historia de su abuelo para hablarnos de la emigración, de la de los años sesenta y setenta en el marco de la Dictadura, pero también de la emigración en general, en cualquier tiempo y circunstancia, e incluso de su propia condición, al cabo, de emigrante, de individuo, también él, partido, en un recorrido por lugares como Bousbecque, Belicena o Montjüic, por ensayos, poetas y películas, de tono poético y vocación musical, con temas que regresan una y otra vez con sutiles variaciones que producen una intensa sensación de armonía y que confirman que Álex Chico, como ya demostrara en Un final para Benjamin Walter y, aun antes, en Un hombre espera, es, un poco al modo de Sebald, un poco al modo de Modiano, además de un magnífico narrador, un obstinado perseguidor.
Los cuerpos partidos
Álex Chico
Candaya
16 euros
Texto de Juan Ramón Santos para su columna Con VE de libro
Publicado el 21 de febrero de 2020