Va dejando atrás el viajero las prehistóricas sombras que proyecta la grandiosa Peña Jarinera y se allega a los parajes de La Juenti el Ehpinu, donde se rastrean bancos no muy potentes de materiales paleozoicos. Son rocas silíceas cristalinas, que presentan colores rojizos, coincidiendo con las denominadas cuarcitas de criadero (período Silúrico). Material pétreo excelente para que nuestros hombres del Paleolítico fabricaran sus artefactos. Un yacimiento que no ocupará más de una hectárea y que debió ser explotado en épocas avanzadas del Paleolítico superior, a juzgar por los vestigios que se observan en una de las charcas de estos prados adehesados y por algún que otro yunque o percutor durmiente conformado en cantos rodados de cuarzoarenita. Tal vez, un taller prehistórico al aire libre, en consonancia con las actividades productivas de los cazadores-recolectores del Holoceno.
Si el viajero, antes de emprender la marcha, visita los Ayuntamientos de la zona y hace copia de las áreas catastrales que se va a patear (cosa muy aconsejable), se encontrará con que los terrenos que ahora zancajea están atiborrados de topónimos que hacen alusión a antiguas fuentes, hoy ya colmatadas por el abandono generado a raíz del cambio producido en la explotación de las parcelas agrarias. Juenti loh Batacónih, Juenti la Zorra, Juenti Marisanchi, Juenti Sosa… Y entre tantos veneros, otros topónimos más raros, como aquel de La Naviguerra, que seguro que al viajero le trae ecos de alguna épica batalla entablada en tal paraje, que no es ni una gran llanura, ni está rodeado de montañas ni tiene la pinta de ser pantanoso (aunque se encharque en los inviernos), como indica la voz nava. Encuentro bélico puede que lo hubiera, que se han encontrado una bayoneta y otros arreos, totalmente ya herrumbrosos, al remozar las tierras. Incluso, botones de casacas de soldados franceses. ¿Acaso cuando La Francesada, que otros llaman Guerra de la Independencia? Los botones aparecieron en los cercanos predios de El Canejal, topónimo éste que debe descifrar el viajero, para lo que debe hacer un alto, sentarse en alguno de los riscos graníticos de la zona, echar un bocado si es hora de ello y reflexionar a la vera de las hercúleas encinas que salpican el paisaje.
Mutatio
Por más vueltas que dé el viajero a la voz canejal, seguro que el lugar más cercano con el que se topa en sus indagaciones es el caserío de Canejal de Chimaltenango, en el municipio guatemalteco de San Martín Jilotepeque. Muy a trasmano le cae al viajero tal lugar y mejor es que no ande buscándole tres patas al banco. Pero sí que se las tendrá que buscar a lo que se topa en lo que, hasta no hace mucho, fueron tierras abiertas y donde se concentran una buena gavilla de múruh (chozos pastoriles a piedra seca y con falsa bóveda) y zajúrdah (pocilgas o cochineras construidas de la misma guisa). La mayoría de estas construcciones hacen ya aguas por todas partes. Algunas se mimetizan con los roquedos graníticos y muros del mismo material que rodean las pequeñas fincas, o se camuflan entre escobas o lo que los paisanos llaman piornos y que en realidad son genistas florales.
Auténticos bloques ciclópeos conforman estos habitáculos agropastoriles. Posiblemente, se levantaron, hace ya muchos otoños, aprovechando la abundancia de materiales que circunvalaban lo que tiene toda la pinta de ser un recinto circular, al modo de una plaza y que se rodeó de un sólido cincho, del que, en algunos tramos, aún se observan sus cimientos y su entrada. El espacio interior mide unos 40 metros de norte a sur, y unos 35 de este a oeste. Casi en el centro, se levanta una roca aislada (0,60 centímetros de altura y un perímetro de 7 metros), que muestra una pileta rectangular y perfectamente laboreada (0,50 de largo; 0,30 de ancho y 0,10 de hondo). Partiendo de la base que este recinto fue explanado artificialmente, consideramos que la mentada pileta debió tener una función ritual. No se entiende que tuviera algún fin pecuario, ya que dadas sus dimensiones y a la altura en que se encuentra, sirviera de abrevadero. El viajero, como cualquier otra persona curiosa y con dos dedos de frente, se plantea varios interrogantes, máxime si le cuenta algún que otro pastor o gañán, de los que se ven ya muy pocos en estos campos cada vez menos antropizados, que, en tal sitio jacían suh fériah loh móruh (los legendarios móruh de tantos relatos etnoarqueológicos). O que, en tiempos, cuando se roturaban estos terrenos para sembrar el centeno, aparecían muchos fragmentos cerámicos (todavía se observan algunos) y monedas de muchas clases, la mayoría desgastadas, algunas con letras que no se entendían y con un calibre más grueso que las de ahora. De buena fuente se sabe que, desde la época republicana de Roma hasta cercanos reyes de la dinastía borbónica, se ha hallado monetario en esta plazoleta o en sus inmediaciones. Monedas de cobre o bronce en su gran mayoría, con las leyendas medio borradas y un erosivo desgaste por las continuadas labores agrícolas, así como otros arreos y chatarrerías.
Es muy probable que el viajero sueñe con algún espacio sacralizado. O, quizás, con una mutatio (establecimiento para el descanso del viajero, alejado de centros poblacionales). O en las cauponae o tabernae, de categoría inferior, que también solían ubicarse no lejos de alguna vía y que, con el tiempo, se convirtieron en las posadas, paradores, ventas o ventorros que subsistieron hasta épocas modernas o contemporáneas. No se entiende de otra manera el mucho monetario hallado entre los terrones del arenoso suelo. Aquí fue donde también aparecieron los botones de casacas de soldados napoleónicos. Curiosamente, si el viajero observa detenidamente el solar redondeado, se percatará de ciertas oquedades que, a primera vista, podría pensarse en excavaciones de zorras, tejones o meloncillos, pero esas concavidades no se prolongan en las típicas galerías que fabrican estos animales y que están bien representadas entre los múruh y zajúrdah que se hunden a pasos agigantados. En algunos de estos hoyos se han encontrado fragmentos de losetas decoradas, realizadas a molde y de pastas anaranjadas, con buena cocción oxidante. La decoración no se reduce a simples digitaciones, sino que conforman todo un diseño laberíntico bastante complejo. Cierto es que hay precedentes de ímbrices y tégulas decorados a mediados del siglo I d. C., como en el conjunto termal de San Juan de Maliaño (Cantabria), pero si estas cerámicas de El Canejal las dejamos que naveguen por época tardoantigua, quizás erraríamos menos.
No puede olvidar el viajero que está hollando un espacio arqueológico que se encuentra a un par de tiros de honda de la que siempre se tuvo, en la memoria colectiva de la gente de la zona, como la vía que enlazaba Cáparra con Caurium. Se podría catalogar entre las viae publicae, pretoriae, militares o consulares, que, con los años, devino en cordel de merinas. Una de las muchas viae terrenae, que no todo eran calzadas pavimentadas y con miliarios, pues el informar sobre distancias ocupaba un lugar secundario; solo tenían un valor ideológico y propagandístico. Lo que sí es palpable es el carácter totalmente rectilíneo de la vía. Al menos, una inscripción rupestre al sitio de La Valaguija, como ya se vio en un capítulo anterior, nombra al emperador Vespasiano, lo que puede esclarecer al viajero muchas cosas. Y al noroeste de este emplazamiento, a no más de 500 metros, discurre lo que podría ser una vía vicinale o actus, que eran aquellas que unían varios vici (los vicus eran entidades menores de población). Buena posición guardaba el posible establecimiento que se erigió en este pago de El Canejal, topónimo que el viajero guardará en su baúl de los misterios mientras enfila ya la calleja que le llevará a otras voces catastrales tanto o más difíciles de desentrañar.
En la imagen superior: Antiguas ‘Zajúrdah’ (cochineras), a piedra seca y con falsa bóveda, cerca de ‘La Juenti Sosa’, dentro del área que, en esta crónica, le toca recorrer al viajero. (Foto. F.B.G.)
Texto de Félix Barroso para su columna A Cuerpo Gentil. Las opiniones y fotografías publicadas en esta columna son responsabilidad de su autor
Publicado el 29 de noviembre de 2019