El viajero sigue hollando las ignotas y camufladas sendas de la intrahistoria. Cumple su misión y, como afirma el escritor Julio Llamazares, es aquel que se pone en manos de azar para descubrir, para sentir, para pensar, para conocer y para disfrutar. Ahora ha llegado el momento de abandonar el cordel de Loh Rebollárih y desviarse, a su izquierda, por una calleja, que, por estos territorios viene a ser un largo y sinuoso angostillo que por fuerza debe ir flanqueado por predios murados. Cientos de kilómetros a piedra seca, de moleña (granito) bordan enrevesados arabescos sobre el paisaje. Detrás de las paredes, muchas y formidables encinas y, en menor proporción, algunos robles y alcornoques.
A la diestra del callizo, los pagos de La Majá del Rubiu; a la siniestra, los de El Valli luengu. A contracorriente, ascendiendo por la Rivera de Santacruz, en las inmediaciones de las heredades de Loh Tésus áltuh y Matavaca, el viajero se topa con todo un complejo de arquitectura a piedra seca, ya en irremediable declive: un formidable muru (chozo a piedra seca y de falsa bóveda), seccionado por la mitad a causa del implacable paso del tiempo. Sus paredes fuertemente tiznadas por el hollín hablan de los muchos años que estuvo habitado. A su vera, una rústica zajurda (pocilga), también con falsa cúpula. Y más abajo, dejándose lamer por las aguas de la rivera, el molino de El Batán, que trae ecos de cuando se abatanaban prendas fabricadas con las lanas de las ovejas. Un artilugio a base de mazos de madera, accionado por la fuerza motriz del agua, golpeaba los tejidos para hacerlos más tupidos y conseguir, así, unas buenas y calientes mantas. Noticias hay de batanes en el siglo XII, pero su mayor expansión ocurrió en el XVII. Con los años, acabaría por transformarse en un molino harinero. Hoy, el aire se cuela por todas sus rendijas y su techo desvencijado. Un esgrafiado muy naif, firmado por un tal Tomás, aún se mantiene vivo sobre el revoque de cal morena. Por aquí anda también la mítica huerta de Ti Juan ‘Catorci’, con su no menos legendario naranjo. El ingenio aguzado de Juan González Pinero y sus diatribas con el maestro don Juan Blanco Redondo aún se siguen narrando por estos pueblos. Pero ya las zarzas y otras malezas han devorado totalmente la huerta, al igual que la vida se llevó por delante al hortelano y al docente.
A tiro y medio de mosquete, mirando hacia el noreste, el viajero puede toparse con toda una Peña Sacra, que se yergue, majestuosa, al lado de una plataforma granítica, que presenta en su centro un pilancón rectangular. Los viejos pastores refieren que el agua que se almacenaba en esta pileta tenía propiedades para erradicar los orzuelos, los sabañones y las almorranas. Por ello, cuando el sol comenzaba a apretar y mermaba el agua, tapaban el pilancón con escobas, para preservarla de los rayos solares. Relataban, igualmente, que, sobre la plataforma rocosa, se entretenían al juegu del palu con sus garrotes, y, cuando llovía, se guarecían en una covacha que se encuentra en la base de la peña. Esta altanera mole, sobre la que practicaron ciertos entalles (algunos ya destruidos por la meteorización del roquedo) para acceder a su cima gente, posiblemente, de nuestra Prehistoria reciente, es conocida como La Peña Jarinera. Los pastores de antaño, según relatan los pastores de hogaño, llegaron a conocer hasta siete rebájih, jéchuh a cincel, pa ponel loh piéh y encaramalsi a lo altu del canchal. Seguramente, el viajero se preguntará el porqué de ese nombre. Lo cierto es que nadie ha sabido desentrañarlo. ¿Acaso tendrá que ver con la abundancia de cristales de feldespatos y cuarzos de colores blanquecinos en la composición de tal roca plutónica, dándole como un aspecto harinoso? De aquí lo del topónimo jarinera, voz dialectal que equivale a harinosa.
La Juenti Moruna
Pocos son los metros que separan la peña de la que, antiguamente, fue llamada La Juenti moruna (fuente moruna), al decir de los viejos pastores. Como tantas otras fuentes desparramadas por el campo, cuando éste dejó ya de ser estrechamente antropizado, dejaron de limpiarse, se colmataron y los sedimentos herbáceos y térreos se adueñaron de ellas. O devinieron en charcas para que abrevasen los ganados. Un dicho de los años de Maricastaña refería que entri la juenti Moruna y la juenti Roveneru, exihti un juerti tesoro con alájah y dinéruh (entre la fuente Moruna y la fuente Rovenero, existe un gran tesoro con alhajas y dinero). Una vez más, el término moro, con todos sus derivados (moruna), sacralizando míticamente los parajes de nuestras villas, aldeas y lugares y sirviéndonos de fósil director para adentrarnos en otros mundos culturales que nos precedieron.
Bueno es que el viajero husmee en la covacha que, bajo la gigantesca roca, abre su boca hacia el saliente. En ella se hallaron algunos fragmentos cerámicos, sin decoración alguna, alisados, fabricados a mano y con buena atmósfera oxidante. Sin lugar a dudas pertenecientes a humildes cuencos. Al carecer de perfiles, es aventurado el precisar su exacta cronología, aunque nos da en la nariz que todo huele a un espacio que va desde finales del Neolítico, pasando por el Calcolítico y llegando al alborear del Bronce. También un yunque pétreo, algunos cantos rodados, trozos de vasijas hechas a torno y pertenecientes a un botijo de los denominados en la zona barril de loh segaórih, de amplia panza y cuello corto, así como otros fragmentos de una botija, igualmente torneada. Una piedra de arenisca que sirvió de aguzadera, vainas de cartuchos y otros achiperres de época moderna.
Al viajero le vendría bien saber que esta peña, situada a unos 400 metros de altitud, no tendría nada de extraño que fuese algo así como un símbolo onfálico, evocando un numen loci, con todo el carácter de inmanencia y sacralidad que conlleva. Desde ella se tiene la sensación de todo un extenso dominio territorial. Sin lugar a dudas, fue para nuestros antepasados un punto referencial de la perennidad, invariabilidad e inmovilidad, desprendiendo energía y fuerza en todo momento. Trazando una línea recta hacia el saliente, a unos 12 kilómetros, aparecen otras dos peñas sacras o sacra saxa, en los parajes de La Vega de lah Patátah y Covachu de la cabra. Y a otros 12 km., al SO., también en línea recta, otra; en el paraje de El Cabezu de la oliva. Los elementos materiales hallados en la covacha aportan interesantes datos para su cronología. Todo apunta a que la peña ya derivó la atención de nuestra gente de la Prehistoria reciente. Tal vez precise de una metodología sistemática, mediante pormenorizados análisis, muchas veces intrincados y arduos, y en los que es preciso asociar la arqueología con las creencias y tradiciones populares analizadas desde un punto de vista crítico, para acercarnos a intuiciones fundamentadas sobre la mentalidad y cosmovisión de nuestros prehistóricos. Esa tarea queda pendiente y, a lo mejor, el viajero se anima a realizarla en nuestra compañía. Y es posible que hablemos de ascensos al mundo celeste o bajadas al santo suelo de la Madre Tierra. O de la dimensión animista de la naturaleza. Pero, por de pronto, hay que ser cautos, que bien decía el filosófo grieto Epicteto que: El no hablar sino cuando fuere preciso, raramente despegaríamos los labios. Y es que uno es dueño de lo que calla y esclavo de lo que habla, como afirmaba el austríaco Sigmud Freud, padre del psicoanálisis.
Imagen superior: El pilancón con agua almacenada de la lluvia, que los pastores recogían al cabo de siete lunas y la utilizaban para curar males de las personas y los ganados. A su lado, la “Piedra el pilungueu”, que, por su nombre (“pilungueu” es un término dialectal equivalente a “balanceo”), parece estar en relación con las “rocas oscilantes”, que fueron objeto de culto hasta la Alta Edad Media en algunas partes. Pero, hoy en día, la piedra no se balancea. Tiene una hornacina labrada en el granito. (Foto: F.B.G.)
Publicado el 12 de noviembre de 2019
Texto de Félix Barroso para su columna A Cuerpo Gentil. Las opiniones e imágenes publicadas en esta columna son responsabilidad de su autor