Fue Julián Rodríguez, el hombre que parecía haber leído todos los libros, quien hace ya bastantes años me recomendó las novelas policiacas de Andrea Camilleri. Recuerdo que me contó que se desarrollaban en Sicilia, que el nombre de su protagonista –Sandro Montalbano– era un homenaje a nuestro Vázquez Montalbán y que, como en las novelas de Pepe Carvalho, la comida jugaba un papel importante en sus historias. Siguiendo su consejo (algo más que recomendable cuando era Julián el que recomendaba) me leí de un tirón La forma del agua, El perro de terracota, El ladrón de meriendas, La voz del violín y Excursión a Tindari, las cinco primeras entregas de la saga, y desde entonces debo de haber leído la mayor parte de ellas. Las novelas transcurren, en su mayor parte, en Vigàta, provincia de Montelusa, dos lugares imaginarios localizados inequívocamente en la isla italiana, y su protagonista es un comisario de policía amante de la comida y las mujeres, testarudo, indomable, rodeado de un puñado de fieles colaboradores con los que va resolviendo las cosas un poco a su manera, lo que provoca frecuentes conflictos con sus superiores.
Como acaba sucediendo a menudo con este tipo de sagas, al final el caso concreto, el robo, la desaparición o el asesinato, es lo de menos, y con lo que uno de verdad disfruta, de una manera casi infantil, es con el reencuentro, con la reiteración, con que todas las novelas, al final, vengan a ser la misma (lo que es cierto sólo en parte, pues de la primera a la última el protagonista va envejeciendo y van cambiando sus problemas, sus preocupaciones), pero también con el reencuentro con el autor, con su forma fresca y desenfadada de narrar y con el sutil retrato que va llevando a cabo del paisaje siciliano, en el que a menudo está presente, como un tenue y amenazador velo, la Mafia y en el que asoman situaciones de la actualidad de cada momento, como la crisis o la llegada de los inmigrantes.
Hace algunos años, en un viaje a Italia, no pude evitar comprar una de sus entregas en versión original, por la curiosidad de conocer al escritor en su lengua materna, pero también atraído por la discreta elegancia de los libros azul prusia de la editorial Sellerio, tan pequeños, tan cuidados, tan elegantes, tan parecidos, por cierto, a algunos diseños de Julián Rodríguez. Lo que no esperaba era que la novela estuviera escrita en siciliano, lo que hacía más difícil la lectura. Sin embargo, no desistí, y, leyéndolas en voz alta y ayudado, sin duda, por las huellas del castellano en el modo de hablar de Sicilia, la fui poco a poco descifrando y acostumbrándome al particular lenguaje de Camilleri, y a partir de entonces he ido alternando lecturas en español y en italiano, siguiendo novela a novela las peripecias del comisario Montalbano.
Debo decir que últimamente lo tenía algo abandonado, que me había perdido varias de las últimas entregas, y quizá por eso, cuando hace algo más de un mes, en Roma, me encontré con Il couco dell’Alcyon (El cocinero el Alcyon), la última de la saga, la compré de inmediato movido por la nostalgia y por el deseo de reencontrarme con los personajes. La leí de un tirón y, aunque en esta ocasión la historia tiene un punto peliculero (si la leen al final sabrán por qué), en ella, sobre todo en la primera parte, está el Montalbano de siempre, el de las comidas pantagruélicas en la trattoria de Enzo, el de los baños en el mar, el de los guantazos, el que juega al límite, enfrentándose, en esta ocasión, al interés desmedido del Ministerio por que se coja vacaciones y a las misteriosas apariciones y desapariciones de un velero, el Alcyon, que acaba convirtiéndose en el centro de la trama.
Por último, lo que no sabía cuando compré el libro hace unas semanas era que en ese momento, en esa misma ciudad, su autor, Andrea Camilleri, estaba ingresado en un hospital por un problema cardiaco y que moriría pocos días después. A los noventa y tres, una edad que hace pensar en patriarcas bíblicos, como Abraham, que murió feliz y cargado de años, y que te dejan una sensación de paz, de tiempo cumplido, de trabajo terminado. Por el contrario, lo que a todos nos dejó estupefactos, apenados, con una profunda sensación de injusticia y desasosiego, fue la inesperada muerte, hace poco más de un mes, de Julián Rodríguez, el inagotable agitador cultural, el hombre que recomendaba libros y que, además de sus propios poemas, novelas y ensayos, nos dejó, como legado, un magnífico, generoso y más que recomendable catálogo de lecturas en editoriales como Periférica o Errata Naturae.
Descansen, los dos, en paz.
Il couco dell’Alcyon
Andrea Camilleri
Sellerio
14 euros
Publicado el 23 de agosto de 2019