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Un nublado para el alivio

Un día de esos, holgazán y ardiente como muchos del estío, te despiertas nublado. Desaparece el alto techo azul del mundo para convertirse en otro que parece más bajo y que es de un gris intenso. El temple climático abandona momentáneamente su poderosa energía bajándose ostensiblemente de buen grado y  así el cuerpo, como si tuviera un automatismo oculto de precisión, se reajusta inmediata y placenteramente a esas nuevas condiciones.

Extremadura tiene su carácter propio, como todas las otras tierras, y cuando vienes aquí a vivirla te plantea sus condiciones. En un principio te enjareta ‘el dime y el direte’. Una particularidad de ámbito provincial bien conocida en casi todo el planeta. Se trata de una molesta gabela intensa -durante los primeros tiempos de convivencia con la población- pero que afortunadamente es perecedera; en trescientos días desaparece. Es conveniente saber  que una vez satisfecho dicho tributo se genera una etiqueta o denominación definitiva para el foráneo censado. Este debe asumir para siempre las cualidades o defectos que en ella aparecen, tanto si son bondadosamente apropiados para el ser al que se refieren o por el contrario se le etiqueta como falto de algo o simplemente imperfecto.

El clima es otra de las imposiciones extremeñas. Esta tierra exige mucho al ganadero y al agricultor pero muy poco al ciudadano. De las cuatro estaciones que presume el año (también Vivaldi), dos son las que marcan el genio de esta tierra. La primavera se hace notar, aunque brevemente, por su carácter jubiloso y colorista después de un largo aunque benigno invierno. El otoño tarda en llegar y cuando lo hace se encubre con el invierno de forma y manera que se hace dificultoso apreciarlo. Algunos sabios nativos dicen que en esta región las cuatro estaciones son: invierno, verano, la de la Renfe y la de los Autobuses (cambio climático incluido, por supuesto). En las cuatro mencionadas se patentiza la falta de chaparradas continuadas y largas cuando los campos, los cultivos y los animales las necesitan. A las gentes de calle, pueblo o ciudad les gusta la lluvia de vez en cuando porque limpia espíritus, patios y calles; sin embargo, la ganadería y la agricultura la exigen como es debido, a su tiempo y con persistencia. Y eso no suele ocurrir porque el aguacero nunca puede placer a todos, y menos si se quiere en momentos determinados y para necesidades concretas.

Pues bien, todo esto para explicar que existen días de verano en los que la gente (nativos y foráneos veteranos) consigue mitigar su agobio caluroso con una mínima concesión climática. Que sí, que llega un día que por fortuna se incorporan de la cama con la sensación que solo proporciona el buen dormir. Esa misma emoción que les hace mejorar el espíritu, apuntalar sus buenas intenciones y sobre todo que, sin motivo aparente, se les diseñe en la cara una encantadora sonrisa. Y es que estoy convencido de que en el duro estío extremeño no hay nada como un nublado para el alivio, y si ese es meón mejor.

Publicado el 26 de agosto de 2019

Texto y foto de Alfonso Trulls para su columna Impresiones de un foráneo

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