Dejamos a nuestro viajero dándole las espaldas a los parajes de El Joranzal y El Cachuperi, donde un antiquísimo molino harinero, de los de llamado de saetín, con piedras solera y volandera, aprovechó la fuerza de un regato que se desliza, furioso en los inviernos, ladera abajo y aprovecha las aguas de la Rivera de Santacruz (hoy ya le dicen del Broncu). El molino pasó a mejor vida y ya es pura ruina. El viajero zancajea hacia una vega lindera a la mentada rivera e intentará cruzar el cauce de la misma por Lah Pasaérah de San Pedru. Si su vista está educada para distinguir las conformaciones de los peñascos granitoides, es muy posible que sus pupilas atalayen lo que un paisano alto y seco como un piorno de secano, de ajetreada vida por esos mundos donde nunca ataron los perros con longanizas y que se crio por estos berrocales, me enseñó cierto día invernal, con una helada que escarchaba hasta las piedras. Entonces, un servidor era estudiante universitario y andaba preguntando a todo el que se me cruzara en mi camino por las huellas de los antepasados. Jacinto Cabezalí Gutiérrez, que así se llamaba el lugareño y al que la parca le segó el ánimo demasiado pronto, me mostró lo que, según él, era la Urnia del moru.
Debe saber el viajero que urnia, en el habla con sustrato astur leonés de estos pueblos que salpican los Montes de Cáparra, viene a significar fosa o panteón; o sea sé: lugar destinado para enterrar a algún muerto. Quién sabe si no es un eco de las urnas cinenarias que antiguas culturas empleaban en sus enterramientos. Y el término moru, como ya dijimos más de dos veces, nada tiene que ver con el moro histórico, sino con viejos moradores de los que nadie puede dar datos muy concretos. Todo un ataúd pétreo, no al estilo de las sepulturas tardorromanas excavadas en la roca, sino una fosa rectangular conformada por los propios encachados del batolito. Entre las muchas brozas que cubrían la fosa, cantos trabajados del Paleolítico Medio y varios fragmentos de cerámicas tardoantiguas. Curiosa amalgama, que necesitaba de más páginas para desentrañar el misterio. Jacinto hablaba de un rey moru que ehtaba allí mehmamenti enterrau y, por lo que oyó a los ancianos, dicen que decían aquel dicho de: Andi el moru comi tierra,/ hay un joranzu bravíu/ y, en la raí del joranzu,/ hay un tesoro ehcondíu. Pero aunque esas tierras se denominen El Joranzal, la verdad es que nunca vimos joranzu (almez) alguno que creciera al pie de la urnia, sino robustas y enormes encinas.
El viajero, al que ya suponemos bajando hacia la Rivera por el llamado Cordel de loh Rebollárih, se percatará que esta antiquísima vía pecuaria se estrecha en varias zonas. El hambre de tierra de pasados rapiñadores se aprovechó impunemente de muchos caminos pastoriles y de bastantes abrevaderos y sestiles de dominio público que los iban jalonando. Los Ayuntamientos, responsables de velar por estas vías pecuarias, miraron para otro lado o se lavaron las manos, ya que, con relativa frecuencia, eran miembros de las propias corporaciones municipales los que metían para sus fincas estos bienes de titularidad pública. Seguro que el viajero es partidario de que los tres Ayuntamientos que tienen virtuosos intereses en este camino tomen cartas en el asunto. Por aquí también cuenta la tradición que transcurría la vía romana que enlazaba Cáparra con aquel asentamiento vetón llamado Caura y que fue conquistado por el cónsul romano Quinto Cecilio Metelo, pasando, en el siglo I a. Cristo, a convertirse en el Castrum Cecilium Cauriensis. Luego, en el Bajo Imperio, adquiriría la ciudadanía romana. Porque el viajero no entiende que los tres pueblos que comparten las orillas de la Rivera del Bronco y por cuyos términos discurre este importante cordel y vía romana se queden de brazos cruzados. Y es que, actualmente, las áreas cercanas a la Rivera se han convertido en un auténtico y abigarrado montizal, que, unido a los peñascos que impiden el desahogado tránsito, está echando a perder el interés turístico de una ruta que está clamando a voces su puesta en valor. La construcción de un rústico puente en el punto de Lah Pasaérah de San Pedru es, igualmente, fundamental y necesario. Si no gestionan con expertas manos para que esta gallina ponga sus huevos de oro, la Historia se lo demandará en breve tiempo.
Ermita de San Pedro
En épocas de estiaje, el viajero podrá vadear la Rivera por las Pasaérah. Pero ya están caídos la mayoría de los mojones graníticos que facilitaban, haciendo algo de equilibrio, el paso de esta corriente fluvial. Siguiendo el cordel adelante, a no más de un tiro de honda, tomando una estrecha calleja que se aparta a la derecha, el viajero puede contemplar lo que queda de la vieja ermita de San Pedro, hasta hace unos años situada en terreno público, con su recinto exterior correspondiente. En marzo de 1792, los regidores Francisco López, Juan Pérez, Bicente (sic) García y Manuel Rina respondían a un interrogatorio que se les hizo y expresan lo siguiente: Que hay tres ermitas extramuros de este lugar, la una cosa de una legua, derruida y sin alguna ymagen dentro, a la que pocos tiempos haze se concurría a ella de romería y se veneraba en ella al Señor San Pedro Apóstol (…)
Para mayor saber del viajero y del curioso, la ermita se halla en el paraje de La Güerta de San Pedru, cuyo topónimo nos dicen bien a las claras que el templo que se levantó en este sitio debió poseer una hermosa huerta en la margen izquierda de la citada Rivera. Hasta no hace mucho, toda esta zona estaba llena de huertas y hortelanos que vivían con sus familias durante largas temporadas en lo que hoy son destartaladas casetas. Las huertas devinieron en fincas muradas (cercáuh), donde pastan vacas de carne y cochinos ibéricos. En la memoria de los lugareños, queda el recuerdo de haber conocido dos arcos: uno mejor conservado, el de la puerta de entrada, con dovelas convergentes hacia el centro y con impostas formando parte del arco e introducidas en las mamposterías del muro. Ambas impostas sujetaban columnas con capiteles sin decoración alguna. Uno de estos capiteles, así como algunas bases y fustes, han estado largos años dentro de los espacios que conforman el paisaje de casetas y otros habitáculos agropastoriles, al igual que estuvo otra pieza granítica que, a tenor de las informaciones, estaba decorado con róleos y dibujos geométricos. Seguro que esta pieza formó parte de algún friso donde no serían tampoco extrañas otras decoraciones a base de tallos vegetales, palmetas, racimos y flores.
La vieja memoria también nos habla de dos canteríah ehcrítah (posibles aras funerarias), que estaban embutidas en los muros de la ermita. Sabido es que, en muchos templos levantados por manos cristianas, este tipo de aras suelen aprovecharse para seguir el código moral de los constructores, que implicaba una anatematización de los elementos paganos, exponiéndolos a la vista del público, en clara e infamante crítica hacia las deidades del pueblo romano o de las que veneraban las tribus y clanes romanizados. Como los calores y la tremenda sequía de este verano, que incluso ha achicharrado las zarzamoras (cosa jamás vista en la zona) y ni siquiera la vegetación ribereña, sedienta como nunca, nos ofrece plácida sombra, dejamos de garabatear el lápiz y dejamos también al viajero con la boca abierta, que ya le resolveremos los interrogantes que plantea esta vieja y singular ermita cuando estamos de vagar y la soflama no esté tan inflamada.
En la imagen superior: El antiguo cordel es una tupida maraña y mundo de ásperos canchos en sus cercanías a La Rivera, impidiendo el paso desahogado (Foto: F.B.G.)
Publicado el 6 de agosto de 2019
Textos de Félix Barroso para su columna A Cuerpo Gentil. Las opiniones e imágenes publicadas en esta columna son responsabilidad de su autor.