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La golosina extremeña (Una historia real)

Estaba en el trabajo, ya pasada media jornada de las ocho horas que cumplía todos los días. Obedecía con exceso los objetivos que le fijaban, no por realizarse profesionalmente, tampoco por afanarse en cumplir con su puesto de trabajo o mejorar de posición, sino porque era la mejor forma de hacer que el reloj no se detuviera hasta la hora de respirar aire urbano, de irse de allí. Aquella tarde sintió un anhelo que pronto se convirtió en ansia.

No sabía si era hambre o algún deseo insatisfecho, el caso es que el estómago y el cerebro le estaban pidiendo algo.

Se fue a la máquina de los comestibles que la empresa tenía instalada en un cuartucho descuidado y lejano para calmar la congoja de sus empleados.

Introdujo la moneda y tecleó el número correspondiente a la golosina que afanaba.

La máquina expendedora se puso en marcha, ésta empujó el resorte de la bandeja correspondiente y trató de expulsar la gollería solicitada.

Pero no, aquel artefacto erró con sus mecanismos y lo que iba remediar cierta parte de su ansia no cayó al cajón de recogida, se quedó al filo de su corto precipicio, a una distancia infinita –pensaba él- para su deseo.

Absorto y perplejo, como solía estar ante su propia vida, se quedó mirando a aquella máquina que le intentaba defraudar.

Él no era un ser violento, aunque ese día y otros mil más había tenido motivos para liarse a patadas con la vida y los fraudes con las que ésta le había obsequiado.

Miró aquel armario de hierro y cristal con rencor.

Su golosina, aquella que estaba en el canto del resorte, la que no quería caer, le suscitó una terrible cólera. Esa que llevaba guardada, desde hacía mucho tiempo, en la mochila  de su exiguo espíritu luchador.

Se sintió engañado, otra vez defraudado y también frustrado.

Dio una vuelta sobre sí mismo y lanzó una tremenda patada a aquella fría máquina.

La golosina permaneció estática en posición claramente amenazadora, al borde su precipicio, sin caer al fondo del cajetín.

Pensó, entonces, en pedir ayuda a algún compañero fortachón y de carácter más arremetedor que el suyo, pero le invadió el bochorno de aquella situación y la vergüenza de su estúpida actitud.

Finalmente optó por el empujón.

Todo aquello que arrastraba por el fiasco de su vida, se le vino de repente al hombro. Fue tal el empellón que le metió a la odiosa máquina que se fracturó una costilla.

Y no cayó el dulce, aquello que había pedido y por lo que había pagado, su deseo inalcanzable.

Algunos años más tarde la consiguió. Fue su indulgente futuro, allí en Extremadura; recobrando su vida encantándose con su gente, haciendo amigos, saboreando esa tierra. Y fue casi feliz.

Eso fue lo que me contó.

Publicado el 11 de julio 2019

Texto y foto de Alfonso Trulls para su columna Impresiones de un foráneo

Cantero Abogados Plasencia

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