A uno le gustaría tener un árbol para verlo, sentirlo y disfrutarlo con la amistad. No poseer un árbol. No. Solo que apareciera cerca, delante de mi ventana y que siempre estuviera allí. No un monstruo que te viene a ver, como en aquella película, sino un árbol que uno vea continuamente, que me mire y que esté invariablemente ahí, no que se vaya y vuelva cuando le apetece, como en aquella historia. Uno sería feliz cerca de un árbol de raigambre extremeña y que fuera alto, ancho y grande, como la difunta y emblemática encina, llamada ‘La Marquesa’, de Navalmoral de la Mata.
En otoño le vería perder algo de sus finas ramas y muchas hojas para después quedarse hirsuto, pelado, pero imponente y engallado en invierno. Ahora, en primavera le vería renacer y arregostarse al sol. Igual como lo hubiera visto Antonio Machado:
Árbol, buen árbol, que tras la borrasca
te erguiste en desnudez y desaliento
sobre una gran alfombra de hojarasca
que removía indiferente el viento…
Hoy he visto en tus ramas la primera hoja verde
mojada de rocío
como un regalo de la primavera,
buen árbol de estío.
No haría falta que, como la encina ‘La Marquesa’, fuese capaz de dar sombra a mil ovejas y a todos sus pastores. Uno solo querría ver y sentir la vida bajo mi árbol. Me gustaría que fuera un álamo (muy propio de la ribera del Jerte) que aunque no se distingue por su longevidad -al igual que los humanos- sí puede alcanzar más de treinta metros de altura y darnos buen cobijo, fresco y sombrío, durante el extremo estío de un duro ferragosto.
Meses después, cerca de la crepitante chimenea, uno sería más feliz viendo al álamo desde mi ventana enturbiada por un día de la vida cualquiera en cualquier día del invierno frío. El árbol supera la dureza de la vida y transmite belleza; aún cuando sufre se muestra altivo y orgulloso, a pesar de que no hay peor dolor que el dolor de ser vivo, como decía Rubén Darío. Así, sentido como lo siente el poeta será mejor ser apenas sensitivo.
A uno también le gustaría ser amigo de una encina, o emparentar con un alcornoque que estuviera cerca de casa, visto por la ventana. A lo mejor podría copiar su carácter y fortaleza y hacerme como ellos, erguidos, presumiendo de su perfecta adaptación al estrés climático y tal vez a otros males nerviosos tan conocidos y mortales como aquel. Tal vez así uno sería como un árbol placentino, un vivo apenas sensitivo, feliz.
Publicado el 14 de mayo de 2019
Texto y foto de Alfonso Trulls para su columna Impresiones de un Foráneo