El viajero, que se quedó rumiando sobre los misterios que le contaron acerca de la Pilata de Juan Hernandi, allá por los humedales de la gran dehesa de los robles, debe buscar el que los paisanos del cercano pueblo denominan el Arroyu del Campu y seguir su corriente, que no está a más de un par de tiros de honda. A diestra y a siniestra, dejará las grandes barreñas acuíferas de lagunas que la mano del hombre fue excavando a lo largo de los tiempos, como abrevaderos para sus ganados. Lagunas que llevan nombres tan curiosos como de El Pozu de la Muchacha, de El Canchaleju, de El Valli de loh Rosálih, de El Pozu el Cubitu o de Loh Jónduh. Allí, los paisanos rompieron los estratos o capas del terreno y aparecieron a puñados el más diverso instrumental lítico tallado por nuestros neandertales en el Paleolítico Medio.
Habrá comprobado el viajero que no son estas tierras calizas. El granito es dueño y señor y la caliza brilla por su ausencia. Se encuentra a muchas leguas de distancia. Por ello, no hay sílex, tan valioso para aquellos prehistóricos que solo conocían la piedra como elemento consustancial en su trayectoria vital. Pero había cuarcita roja en grandes cantidades. También, cuarzo filoniano e hialino. Los conglomerados lutíticos o areniscosos de depósitos fluviales y aluviales nos muestran clastos redondeados y alargados y, especialmente, imbricados en una matriz arenosa o arcillosa, dependiendo de las condiciones de sedimentación. En los fondos de los valles fluviales, se desparraman infinidad de piezas cuarcíticas. Atrás deja el viajero las lagunas y algún que otro covacho, como al que le dicen de Lah Albárdah: una sala rectangular, de cortas dimensiones, formada por hacinamientos de lapones graníticos, donde seguramente pasaron muchas noches nuestra gente del Musteriense y, posteriormente la siesta, hasta no hace muchas lunas, pastores, porqueros y segadores. No existen cuevas, en el sentido geológico del término, por estas latitudes.
El viajero sale de los robledales por la colada de Maltraviesu o de La Güerta de Lah Ehtácah (en los años secos, los ganados de la dehesa de los robles bajaban por ella a beber en La Rivera del Broncu o en el río Alagón). Pero, años atrás, la colada fue engullida en su mayor parte al murarse lo que eran tierras abiertas y aprovechadas bajo un sistema cuatrienal, donde se alternaba la siembra de cereales con el pastoreo del ganado. Una vía pecuaria más invadida y apropiada de manera ilegal, sin que los poderes públicos hayan dicho esta boca es mía. Muchos de los tramos de cañadas, cordeles, veredas, coladas, sestiles, lagunejos, pozos y otros manantiales, que secularmente habían sido propiedades comunales o concejiles, fueron usurpados por individuos hambrientos de tierra (casi siempre terratenientes u otros arrimados) bajo las monarquías borbónicas. La II República (exceptuando el llamado Bienio Negro) ordenó tajantemente la devolución a los vecinos y a los concejos. Pero, al acabar la Guerra Civil, otra vez se volvieron a apoderar de ellos los caciques de siempre, que habían apoyado incondicionalmente la sublevación franco-fascista del 18 de julio de 1936. Y hasta hoy.
Cruza el viajero el conocido como Cordel de loh Rebollárih (el topónimo indica bien a las claras la presencia de antiguos robledales) y, adentrándose por los terrenos arenosos, salpicados de berrocales y encinas centenarias, puede asistir a toda una explosión primaveral tan propia de los días de la que los católicos llaman la Semana Santa. Majuelos, retamas negras, escobas blancas (nombradas como ehcobónih o piérnuh cuando son de gran porte), zarzamoriscas, esparragueras, torviscos, cantuesos o genistas varias enseñan su gama de verdes o sus explosivas flores y forman espesas manchas entre las rocas plutónicas. Se escapan los regatos y riveros por los barrancos, formado encajonadas cuencas que los lugareños denominan jocínuh. Numerosas especies ribereñas van jalonando su trayecto y formando densa maraña. Se percatará el viajero que el Arroyu del Campu atraviesa el cordel y se interna entre fincas muradas. Pero a partir de este punto cambiará su toponimia y pasará a llamarse Arroyu de la Diana. Recuerdos nos trae el topónimo de un remoto y rústico templo que se levantaría en honor de la bella, virgen y romana Diana, diosa de la caza, protectora de la naturaleza y la Luna y a la que se consagraban los robledos y tenía como animal tótem al ciervo. Ya hablamos en capítulos anteriores del templo, del bosque sagrado y de un risco natural, tipo cipo, donde figuraban el nombre de la diosa, otros dos antropónimos y las posibles garras de un oso (los paisanos hablan de las garras de un tejón), desgraciadamente dinamitado por los buscatesoros en los áñuh de la jambri, en los años 40 del pasado siglo.
No debe caminar mucho el viajero y, después de sobrepasar unas viejas y arruinadas zahúrdas, se topará con varios riscos rechonchos apelotonados, acosados por encinas y monte bajo. Bajo ellos, se conforma un espacio regular que les debió salir de ojos a nuestros neandertales. Muchísimas primaveras más tarde el lugar fue destinado a habitáculo agropastoril, reforzado por rudimentarios paramentos a piedra seca. Seguro que allí se amajadaron puercos, borregos o chivos. Entre la broza acumulada durante muchos milenios y revuelta por el ganado, es fácil observar algunos cantos trabajados, semejantes a los que salpican los fondos de los valles inmediatos. Núcleos líticos extraídos de rocas duras criptocristalinas, de fractura concoidea, amorfas pero homogéneas. El efecto o técnica del borde ya lo manejaban con habilidad los talladores de la piedra, fabricando elementos predeterminados de variopintas dimensiones, algunos de singular belleza. Se encuentra el viajero delante del Covachu del Arroyu la Diana. No pasa nada con que penetre en su interior y se eche de espaldas sobre el santo suelo. Si tuviese buenas mantas de pieles, como nuestros hombres del Musteriense, se sentiría más cómodo y más abrigado. Arriba, en el techo rocoso del covacho, quedan vestigios terrosos, en forma de botellas. Son nidificaciones de las golondrinas dáuricas.
Muchos más renglones nos llevarían hablar de este covacho y su entorno, pero el viajero debe seguir cordel adelante, hacia el saliente y llegar a la gran rivera que baja de las sierras jurdanas de El Gorreru, donde inicia su nacedero con los aportes de las bravas gargantas de El Judíu y la de El Barrancu de lah corménah. Otras fascinantes sorpresas le deparan. Ahora, tenemos que dejar paso al toque romántico (nunca mejor dicho en tiempos de primavera) que pone la guinda a este capítulo de las correrías multidisciplinares por los antiguos Montes de Cáparra. Con los versos del poeta os dejamos.
Alegoría de la composición poética (Foto: “Leo”)
EL DÍA DE LA REPÚBLICA
Mañana roja, amarilla y morada,
con ramos de olivos de la sierra
que incluso alzan los que hoy andan en guerra.
¡Qué coincidencia en fecha tan signada!
Mas mi alma laica va procesionada
entre roquedos y arenosa tierra,
por ver lo que vieja ruina encierra
de templo donde Diana fue ensalzada.
Más linda que la diosa cazadora,
siempre tú, azul mío: única en el Planeta
para erigirte en diestra remadora
de esta barca que nadie la sujeta,
que en Día de la República te añora
y te ama con su alma de poeta.
Publicado el 16 de abril de 2019
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