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Por los montes de Cáparra (V) La Pilata de Juan Hdez.

Si el viajero que continúa trotando por los espacios adehesados de los robles, donde también se observan bastantes majuelos o espinos albares, que por estos territorios los llaman galapéruh, debe saber que, bajo la corteza arenosa que pisa, hay todo un mundo subterráneo cargado de milenarias sorpresas.  Todo un conjunto de liliputienses cordilleras de ortocuarcita, donde descollan la gama de colores blancos, caobas, ocres y, de modo especial, los rojizos, que hace miles de años estarían a flor de tierra, hoy se agazapan bajo la costra terrosa.  A ellas, le acompañan preciosas muestras de cuarzo filoniano e hialino.  Material lítico en relación directa con el Paleolítico Medio (150.000-40.000 BP).  Industrias del Musteriense donde la mano de los neandentales está más que presente.  El sílex está muy lejos de estos actuales espacios adehesados y, en su lugar, se opta fundamentalmente por la cuarcita roja, como roca metamórfica con estupendas condiciones para la talla y el uso.  Pero no metamos al viajero en camisas de once varas aburriéndole con los procesos genéticos de creación y formativos de las cuarcitas, o sobre otras complejidades relacionadas con la extracción, cadenas operativas y gestión de tales materiales.  Ahora toca ir de gira multidisciplinar y no hay que cavar demasiado hondo.

Fuente de San Pedro, con el perro “Rebelde” encaramado encima (Foto: F.B.G.)
Ganaderos de reses vacunas ante un “altar” con cantos trabajados del Musteriense (Foto: F.B.G.)

Nuestro caminante, que, como vimos en el capítulo anterior, anduvo explorando la covacha de La Peña Ehcachá y la laguna que lleva el mismo nombre, seguirá campo a través, buscando los septentriones.  Atravesará el riachuelo que los paisanos llaman Arroyu del Campu y llegará, sin pérdida, al manantial que le dicen Juenti de San Pedru; una fuente de aguas canas, acorazada con mamposterías graníticas.  A un tiro de arcabuz, mirando hacia el ocaso, se apelotonan una gavilla de rocas plutónicas.  Una de ellas, no la más alta y oronda, presenta en lo alto un precioso pilancón, a modo de gigantesca paellera pétrea, fruto de los miles de años en que diferentes procesos de meteorización química (alteración de micas y feldespatos) y física (abrasión mecánica, con efecto de molienda) ultimaron su conformación.  Y como bien nos dice nuestro buen amigo e ilustrado geólogo Juan Gil Montes, también juega su papel la gelifracción o crioclastia: congelación del agua retenida, produciéndose micro-roturas en el granito.  Seguramente que el viajero se hace cruces si algún paisano de los que antropizan estos espacios adehesados les cuenta, como a nosotros nos contaba el camarada Severiano Martín García (su memoria nos acompañará siempre bajo la sombra de estos robles), que lo que tiene delante de sus ojos es la Pilata de Juan Hernández.  Él fue, el amigo Seve, el que nos vertió un dicho que oyó a sus mayores: La Pilata de Juan Hernandi,/ que en la nochi de San Juan de junio/ se ajuntaban alreol de ella/ un montón de múertuh de jambri./ Y el que se jartó bien jartau esa nochi,/ nunca máh pasará máh jambri.

El pilancón laboreado por siglos y milenios en lo alto del risco (Foto: F.B.G.)
Mazos facetados de prismas de cristal de roca o cuarzo hialino (Foto: F.B.G.)

La antropización y mitificación de la peña salta a la vista.  Y aparece la mágica y legendaria noche de San Juan (solsticio de verano), cuando por estos pueblos encienden hogueras de tomillu (Lavandula stoechas) y saltan por encima de ellas, a fin de zajumalsi (sahumarse) de arriba abajo, en la creencia de que el sahumerio les librará de la sarna y de otros padecimientos.  Cierto que el pueblo conoce montones de pilancones, desde hace milenios, en lo alto de los riscos graníticos; pero cuando son bautizados por causas que muchas veces se nos escapan y se nos pierden en la nebulosidad de los tiempos, hay que pararse a reflexionar.  ¿Quién fue ese legendario Juan Hernández?  ¿Qué papel jugó con respecto a esa majestuosa paellera que, en una noche fascinante y solsticial, dejó más que hartos a un montón de muertos de hambre, que jamás volvieron a pasar gazuza en el resto de su vida? Hay otros cuentecillos y leyendas en torno a este espacio con toda seguridad sacralizado en tiémpuh de loh móruh, como nos refería Severiano.  Móruh que no se corresponden con el moro histórico, sino con antiquísimos moradores de estos terrenos y de los cuales se perdió su concreta y tangible memoria.

Tres bifaces hallados entre el conglomerado rocoso (Foto: F.B.G.)
Bloque de blanca cuarcita, con oquedades cristalizadas, en medio del pilancón. Se observa lo que creemos que es una diaclasa, pero que pudo ser aprovechada como canalículo interaccionado con el pilancón, para los fines de ciertos rituales que se nos escapan entre la niebla (Foto: F.B.G.)

En medio del pilancón, un hermoso bloque de cuarcita blanca con rutilantes cristales de roca en sus concavidades, o en sus recuéncanuh, como diría Severiano.  Y otros mazos cubiertos de prismas hialinos, perfectamente facetados, tallados exprofeso, tal vez por la mano de neandertales y con fines posiblemente rituales, cobijados en los intersticios de este conglomerado de rocas plutónicas.  También bifaces y otro sinfín de útiles líticos dejados en torno a esta peña sacra, donde el hoy fantasmagórico Juan Hernández multiplicó, como un fabuloso Cristo prehistórico, multitud de alimentos en la noche más corta del año.  Las leyendas hablan de otras prerrogativas de tan legendario personaje, donde lo mágico y lo ultratúmbico se dan de la mano. El viajero puede preguntar a quienes se acercan a estos suelos arenosos para atender a sus ovejas o a sus vacas.  Seguro que llenará su mochila de cuéntuh y baráñah.  Sentado en mitad del pilancón, cierto día el poeta que se perdió entre la niebla de un diciembre que pudo ser lo que no debió se acordó del canto de Axlor y de la mente compleja y del comportamiento simbólico de los neandertales durante el Paleolítico Medio europeo.  Luego, dedicado al anónimo viajero, dio un toque romántico a sus apuntes tomados a vuela pluma y garabateó el siguiente soneto:

Yo sé que el soñar no obliga a nada;

por eso te veo en mis cuatro estaciones,

haga sol o nos cubran nubarrones,

yendo por las tardes, libre y azulada,

a mi vera.  Por monte y por vaguada.

Te hablaría de Prehistoria y de Vetones

y te enseñaría el rastro de eslabones,

para unirlos y cantar por goleada.

Y sabré de tus cánidos y gatos

y de tu noble labor tan protectora.

Con lengua, firmamos los contratos,

que nunca tarde es si es buena la hora.

Y con Rimbaud comeré en sus mismos platos

si te animas a ser mi preceptora.

El perro “Rebelde” sobre un majano de cuarcitas, sacadas por la reja del arado en los tiempos en que los espacios adehesados se labraban para el sustento del hombre y sus ganados (Foto: F.B.G.)

Detalle de dos hermosos mazos de cristal de roca (Foto: F.B.G.)

Publicado el 22 de febrero de 2019

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