Perderse por los riberos o arroyuelos que bajan entre pizarras mosqueadas y sericíticas, formando los llamados dientes de perro, cerca de la zona de contacto entre las rocas graníticas y otras de tipo metamórfico, nos puede deparar insospechadas sorpresas. Caminamos por el Complejo Esquisto-Grauváquico de la zona Centro-Ibérica, en el sector a caballo entre la penillanura y la sierra del área más septentrional de la región extremeña.
Los ríos que bajan serpenteando de las fragosas montañas fueron retenidos por un enorme vaso acuífero, asentado sobre materiales del precámbrico superior, donde las cuarcitas, las grauvacas, las pizarras, los conglomerados y las lutitas son moneda corriente.
Por aquí anduvieron correteando el homo heidelbergensis y, con toda seguridad, algunas tribus de preneardenthales y neardenthales. Pero nos quedamos con los heidelbergensis, gente ésta que podía sobrepasar los 1,70 metros de altura, gran robustez corporal, amplia pelvis, pronunciadas crestas supraorbitales, leve prognatismo facial, fuertes mandíbulas y un cerebro de unos 1200 cm.3, aproximadamente. Estamos metidos de lleno en un Pleistoceno Medio que cubre de bosques templados y caducifolios toda nuestra área de estudio, por donde corretean jabalíes, cérvidos, lobos, oso, uro, hienas, caballos, bisontes e incluso algún rinoceronte de narices tabicadas o hipopótamo. Tiempos de la glaciación de Riss, en torno a los 250.000 a 125.000 años A.P., sin descartar los inicios del interglaciar Riss-Wurm, ya en el Pleistoceno Superior.
Nuestros heidelbergensis, de los que no nos cabe duda alguna que acamparon durante un sinfín de años, siglos y, posiblemente, milenios por estos terrenos que, hasta hace pocos años, eran espacios adehesados aprovechados integralmente, son individuos que, al parecer, dan el salto desde el norte de África y se expanden por la Península Ibérica remontando los valles de los ríos atlánticos. Serán los primeros que comiencen a desarrollar una mente simbólica. Nuestro hombre pertenece a la cultura del Achelense, dentro del Paleolítico Inferior. No solo va a estandarizar toda una serie de herramientas líticas mediante secuencias de golpes perfectamente diseñados o a realizar una planificación para encontrar la materia prima más adecuada, así como para elegir el tamaño idóneo del bloque pétreo.
Nuestro hombre va más allá y su capacidad cognitiva evoluciona y su mente se vuelve más flexible y se orienta hacia la búsqueda de la simetría. El hombre del Pleistoceno Medio es gran observador y sabe captar las simetrías bilaterales del mundo animal y vegetal y las hace suyas. Dentro de sus neuronas cognitivas, se intuye y se conforma la imagen y estructura de un elemento lítico tan importante como el bifaz. Su obsesión por la simetría nos lleva a dotar a algunas de estas piezas como objetos artísticos. Sabido es que algunos bifaces, los que alcanzaron una increíble perfección simétrica, no fueron usados como la navaja multiusos de la Prehistoria, sino que, tal vez, formaron parte de ofrendas, inmersas en un primitivo y rudimentario mundo cultual, en consonancia con el no menos arcaico y nebuloso pensamiento mágico-religioso, aunque todavía no conformado con la plenitud que presenta en el Paleolítico Superior. El bifaz, denominado Excalibur, hallado en la Sima de los huesos en las excavaciones de Atapuerca, es un claro arquetipo de lo que manifestamos. ¿Y qué decir de los prismas de cristal de roca, extraídos o arrancados de su base, hallados entre el maremágnum de residuos líticos? ¿Acaso el poder de abstracción propio de los humanos habría que remontarlo a períodos anteriores a la aparición de los sapiens?
Se movieron nuestros cazadores y recolectores heidelbergensis y, posiblemente, grupos de prenearderhtales y neardenthales a sus anchas por estas alomadas tierras, dentro de un clima más húmedo que el actual, entre bosques de abedules y pinos albares, con algunos espacios pantanosos y abundantes humedales. Hoy, por estas latitudes, constreñidas por altas cordilleras en todo su perímetro, a excepción del sector meridional, podemos encontrar muchas huellas de aquellos prehistóricos. Lógicamente, para ello no hay que tener la miopía de aquellos celebrados catedráticos de una renombrada universidad que llegaron a afirmar que estos parajes estaban plagados de cantos rodados, pero pequeños y angulosos, no aptos para las industrias paleolíticas. ¿Acaso se patearían a conciencia los muchos cientos de hectáreas donde, en nuestros actuales días, pastan vacas de carne y ovejas, para sacar tan desafortunadas conclusiones?
Milimetrando el terreno, desarrollando un especial olfato y poniendo las pupilas sobre las invertebradas configuraciones geográficas, no es difícil, con paciencia y respeto a los más elementales principios arqueológicos, dar con algún bifaz o hendedor, pico triédrico o raedera, variopintos núcleos o segmentos, cuchillas o buriles, perforadores o denticulados, percutores u otra infinidad de cantos trabajados. Utillaje de todo tipo, incluidas muchas piezas secundarias, obtenidas de los residuos de la labor primaria sobre el núcleo. Herramientas preciosas y otras muchas fallidas, frutos de los errores en la talla lítica de las cuarcitas, cuarzo lecho o translúcido y, en contadas ocasiones, de esquistos negruzcos y muy duros.
Transcurriendo varios milenios, gentes del Calcolítico vendrían a ocupar estos riberos, pero de esto solo hace unos 5000 años. Pequeños poblados, sin muchas pretensiones y nulos o escasos sistemas defensivos. Sus habitantes seguirían percutiendo cantos, pero ya con lindo pulimento, cultivando además fructíferas huertas en las márgenes de tales arroyuelos y pastoreando cabras, ovejas y cerdos. Pero esto ya es otra historia: la de los hombres que conocieron y fundieron el cobre. Os lo contaremos cuando se tercie.
Publicado el 2 de diciembre de 2018