
Muchas personas tienen en sus casas balcones o varias ventanas desde las cuales pueden ver y oír el exterior, es decir, apreciar y escuchar la calle. Se abren para que entre el fresco, para ventilar, para ver el paso de una procesión o admirar la torrentera de agua que en ese momento está cayendo. Ahora, con el frío que eriza los cuerpos, los balcones y otros asomaderos cicatrizan con sus dinteles aislando a los habitantes de la casa del murmullo ciudadano y de la heladora ventolina.
En una ocasión, estando con un amigo y prestigioso actor, conversábamos sobre las inveteradas costumbres españolas y me comentó su creencia de que casi toda la gente tiene un portero de finca anidando en su espíritu inquieto por la vida de los demás. Compartiendo su observación, la confirmamos cierta solo con afinar los oídos en nuestro derredor. Esa generalizada aunque fea práctica lenguaraz pasa desapercibida en las grandes ciudades, aunque toma importancia y desarrollo en sus barrios, donde todos creen saber casi todo acerca de muchos. En pequeñas ciudades como en la que uno vive, constituye una parte esencial de la relación social para la mayoría de sus habitantes. En esa clase de intercambios conversacionales no se da importancia a un hecho o situación personal de esas normales, casi vulgarmente común, no, el asunto sólo tendrá interés si se sabe quién lo protagoniza.
Entonces, surge el descarnado análisis de la cuestión, auténtica materia para el juicio y la crítica que, por supuesto, siempre se manifestará desde la ignorancia de los hechos y la desconfianza hacia aquellos que parezcan vinculados.

La esencia del cotorreo viene de antiguo, alcanzando su apogeo en los ventanos de los patios de luces donde se intercambiaban a voces todo tipo de diretes vecinales. Ni qué decir tiene si se traslada todo ello a un escenario amplio, como un plató de televisión o una plaza con terrazas hosteleras en la que el se puede ver desfilar a todo el mundo, incluso a los implicados en el chisme, enriqueciéndolo así sobremanera.
Uno solo tiene una ventana al exterior en funcionamiento, y tan feliz. Me asomo solo por aquello de la sensación térmica que tanto se lleva ahora; también por echar un breve vistazo lateral hacia la Plaza para apreciar la cantidad de presencia humana y el volumen de su murmullo. Cicatrizo la ventana, salgo de casa, piso la calle y me voy de charla y paseo con los cercanos disfrutando de los innumerables miradores y balcones que Plasencia ofrece a todos los que quieran disfrutarlos. En ellas solo se enseña Historia sin juzgarla, con total ausencia de prejuicios, sin el más mínimo asomo de posverdad.
Publicado el 11 de febrero de 2018
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