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Por los montes de Cáparra: la impronta de los hombres del eneolítico (I)

Si el viajero echa mano de los antiguos cartapacios del Interrogatorio de la Real Audiencia de Extremadura (siglo XVIII), del Diccionario Histórico-Geográfico de Pascual Madoz o de otros legajos más amarillentos todavía, podrá leer que los Montes de Cáparra eran atravesados por “caminos muy penosos para seguirlos y por abundar en ellos peligrosos  vandidos; y su composición por lo muy fragosa de los canchos es muy costosa, pues en ellos ha havido algunas desgracias”.  Todos los escritores y aventureros de pasados tiempos coinciden en que todos esos términos están cubiertos de bosques y matorrales.  El aragonés Pascual Madoz les concede un toque alegre y pintoresco, “muy propio para una buena población, que evitaría las frecuentes desgracias y los atentados de los malhechores, que se han hecho célebres en este sentido”.

Panorámica del castro calcolítico desde el meridión (Foto: F.B.G.)
Corredor granítico, con yunque, cerámicas y cuarcitas trabajadas en primer plano (Foto: F.B.G.)

Pero de lo que nadie le habla al viajero es de los estratos que esconden en sus enjundias improntas que nos facilitan una mayor comprensión de épocas prehistóricas, protohistóricas y plenamente históricas.  Agrios y espesos montes estos de Cáparra, mirando los extensos regadíos que se alargan hacia el meridión, bendecidos por las aguas del embalse de Gabriel y Galán.  Hacia el septentrión, divisan las laberínticas y legendarias montañas de Las Hurdes, y, al saliente, los altivos macizos de Hervás y de la Trasierra. Las terribles Desamortizaciones del siglo XIX arrebataron numerosos dominios comunales a estos pueblos, que, al carecer la generalidad de sus vecinos de fondos para comprar en las subastas lo que realmente era suyo desde hacía siglos, fueron adquiridos por la burguesía o los aristócratas de las ciudades.  También se crearon asociaciones de los vecinos más afortunados y compraron lo que había sido del común convecinal, ya fuere en su propio pueblo o en otros del contorno.  Y, así, surgieron, en nuestro caso, las dehesas de Las Navas y Navalaguija, Peña Carrasco o El Rincón.  Terrenos que se erigían en altos promontorios berrocosos que vienen a despeñarse en las espumosas aguas de la Rivera del Bronco, cruzados por el arroyo del Campo o de Diana, o por aquel otro más caudaloso, donde se alza el embalse de San Marcos y al que denominan arroyo Tuna.

Bloque cuarcítico, con ampollas o burbujas solidificadas, tipo geodas. A su lado, pieza esferoide, de cuarzoarenita. Hallados en la misma croa del castro. (Foto: F.B.G.)

Huellas del eneolítico

Escorias de cobre (Foto: F.B.G.)

A lo largo de todo un escabroso espinazo que se alza sobre el mítico lugar de “Las Potras”, del que ya hablamos en una entrega anterior, el ojo avezado del viajero (si es algo experto en lides histórico-arqueológicas, aún mejor), puede apreciar huellas del Eneolítico o Calcolítico, o sea, de aquellos nebulosos años en que el hombre ya sabía oler, apreciar y trabajar rudimentariamente el cobre pero aún seguía pulimentando la piedra.  Dentro de esta cordillera, se observa un asentamiento central, con defensas naturales casi por todos sus costados (gargantas, batolitos graníticos, aguda inclinación del terreno y, al fondo y al saliente, la encajonada rivera).  Por la parte más desprotegida, entre la abigarrada maleza, parecen entreverse fosos y terraplenes.  No iríamos muy descaminados si hablásemos de un castro calcolítico.  En la croa (recinto central más elevado), aprovechado, en tiempos más cercanos a los nuestros, para una posible majada, se conservan cimentaciones, que se extienden por zonas más bajas, a juzgar por los aterrazamientos.  Fragmentos cerámicos claramente eneolíticos, sin decoración mayormente pero muy espatulados, hemos podido recoger y estudiar al salir a la superficie a causa de las hozaduras de los jabalíes.  Pertenecen a recipientes de tipo esférico (cuencos). No aparecen fragmentos campaniformes.  Cuentan los paisanos que, antes, cuando estos terrenos estuvieron muy antropizados por las labores de la siembra del centeno, los vestigios cerámicos eran más frecuentes.  Molinos de vaivén, lascas de sílex, yunques pétreos, pellas arcillosas (la arcilla debió ser transportada desde largas distancias), piedras de cuarcita trabajadas (mazas o martillos, molederas, otras piezas trabajadas sobre yunques para la adquisición de núcleos bipolares de tipo astillado, lascas simples o retocadas) e incluso paletas de pizarra, que servirían para el espatulado de las cerámicas.  También se rastrean algunas pequeñas escorias de cobre y piedras con compuestos cupríferos.

Estructura en el espigón berrocoso (Foto: F.B.G.)

Muchas cosas habría que decir sobre este asentamiento de la Edad del Cobre, describiendo alguna que otra roca plutónica que aparece al pie de las mismas cabañas y que habría que incluirla dentro de las peñas con compartimentos perforados, donde se practicaron posibles ritos relacionados con las aguas lustrales.  O hablar sobre los sugerentes túmulos funerarios que se encuentran en sus inmediaciones, que ya llamaron la atención a Antonio Garrido Carpintero y Óscar Garrido Garrido, buenos paisanos y honestos amantes de la arqueología, correcaminos infatigables y con olfato especial para ver los que otros no alcanzan a simple vista.  Pero de estos últimos hallazgos y de otros ya tendremos ocasión de extendernos, para mayor disfrute del viajero que se aventure por estas algaidas y breñales.

Óscar Garrido y Juan Jesús Pulido, correcaminos y acompañantes en una de las correrías etnoarqueológicas, junto a un “muru” (habitáculo agropastoril de falsa bóveda), en las inmediaciones del área investigada (Foto: F.B.G.)
Entrada a la crúa, con piezas denticuladas de sílex, cerámicas lisas y cuarcitas empleadas para diferentes fines, halladas en hozaduras y revolcaderos de jabalíes (Foto: F.B.G.)
Molineta de vaivén, con su moledera (Foto: F.B.G.)
Posible suelo de cabaña (FOTO: F.B.G.)

Publicado el 11 de Diciembre de 2017

Lee más de Félix Barroso Gutiérrez en su columna A Cuerpo Gentil

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