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Contando sombras

Existe una película curiosa aunque poco conocida titulada El filandón, dirigida por José María Martín Sarmiento en 1984, cuyos protagonistas son, en cierto modo, cuatro grandes escritores españoles, Luis Mateo Díez, José María Merino, Antonio Pereira y Julio Llamazares. Digo que lo son en cierto modo porque El filandón reúne cuatro cortometrajes cada uno de ellos basado en el relato de uno de esos autores, que también hacen las veces de actor en una serie de escenas que sirven de hilo conductor al conjunto y en las que, para cumplir con una antigua tradición, los cuatro celebran juntos un filandón, una contada de historias, en una ermita en Fasgar, provincia de León, cerca del nacimiento del río Boeza.

Lo que El filandón tiene de curioso es que, a través del lenguaje cinematográfico y a partir de la narrativa escrita, rinde homenaje a un arte en extinción, el arte de contar historias, el de la narrativa oral, el mismo al que medio siglo antes había rendido también homenaje Walter Benjamin en el célebre ensayo El narrador, escrito en torno al escritor Nikolai Leskov. No se me escapa que ese viejo arte sobrevive hoy a través de los narradores de historias, que en los últimos años están conociendo un auge más que notable, pero uno tiene la sensación de que lo que estos narradores actuales ofrecen es una versión estilizada, dramatizada, casi científica, de algo que durante siglos fue artesanía más que arte, sabiduría más que ciencia, expresión natural de una necesidad propia de un tiempo en el que no existían la radio, la televisión o el móvil y en el que la gente se reunía al serano, al sereno o al calor de la hoguera, para escuchar historias como ancestral forma de entretenerse.

Lo que llama también la atención de la película es que en ese hermosos canto cinematográfico de sirena de la narrativa oral –o al menos de la narrativa oral en su versión más tradicional– parece señalar a los cuatro escritores que aparecen en él como legítimos continuadores, ya por escrito, de esa tradición, y en ese sentido creo que no es azaroso que los cuatro –Díez, Merino, Pereira y Llamazares– sean leoneses de nacimiento o de adopción, pues León, y más aún la comarca del Bierzo, es tierra rica en historias y en excelentes contadores de historias, como lo es también Fermín López Costero, el autor de Teatro de sombras.

Nacido en Cacabelos, Fermín López Costero ha publicado, además de Teatro de sombras, tres libros de poesía (Memorial de las piedras, La fatalidad y La costumbre de ser lluvia), un libro de cuentos (Pequeño catálogo de historias breves) y uno de microrrelatos (La soledad del farero y otras historias fulgurantes), además de numerosos artículos y estudios sobre temas artísticos e históricos relativos a la comarca del Bierzo, y creo que no es caprichoso incluirlo en esa rica y vieja tradición de narradores leoneses pues, como señala precisamente José María Merino, uno de los protagonistas de El filandón, en el prólogo del libro, “la voluntad narrativa caracteriza fundamentalmente a Teatro de sombras y no hay ningún relato en el conjunto en que no se manifieste”, algo con lo que estoy completamente de acuerdo, pues los relatos y microrrelatos de Fermín López Costero parecen responder a una imperiosa necesidad de narrar, a lo que Gabriel García Márquez, en un libro poco conocido sobre el arte de escribir, llamaba “la bendita manía de contar”, son el resultado de la más pura pulsión narrativa y están llamados a embaucar, a encantar, a hacer volar al lector por medio de la palabra.

Aunque heredero de la narrativa oral, la palabra con la que juega, y con la que embauca, en sus historias Fermín López Costero es ya la palabra escrita, y lo hace con suma habilidad en un género, el del microrrelato, en el que las palabras han ser elegidas con precisión para luego ir siendo engarzadas en el hilo del relato en su justo orden, llevando a cabo una minuciosa labor de orfebrería que, en el caso de los cuentos de Fermín, en unas ocasiones desemboca en un giro final que nos deja sorprendidos, como es el caso de relatos como “Una historia de amor”, “El refugio” o “Tierna infancia”, y en otros, como “El caminante” o “El ángel”, nos conduce por el mismo borde de lo insólito dejándonos, al terminar, sin sorpresa pero igualmente boquiabiertos.

Este viaje al borde lo insólito, de lo fantástico, característica fundamental de los relatos de Fermín López Costero, es en buena medida la razón de ser del título del libro, Teatro de sombras. De hecho, el autor, en el texto que incluye al principio del libro “A modo de exordio”, nos dice que “en el teatro de sombras se confunden lo real y lo fantástico, el ser y el no ser. Las sombras poseen la virtud de ponernos en contacto con otros mundos que transitan paralelos al nuestro, al que, interpretaciones religiosas aparte, consideramos único, auténtico, indiscutible. Sin embargo, todo se confunde cuando nuestro mundo y alguno de esos otros mundos se aproximan e interseccionan”. Jugando con esta idea Fermín compone sus relatos –y vuelvo a citarlo literalmente– “de manera que quienes se acerquen a él tengan la sensación de recorrer la frontera –sutil– que separa mundos distintos, de interactuar en diferentes universos a la vez, sin tener la certeza de estar caminando sobre la realidad o sobre la fantasía”. Por eso no es raro que en sus cuentos un niño se desvanezca de verdad en un truco de magia que debería haber sido eso, un simple truco, que otro desaparezca para siempre mientras juega al escondite, que los maniquíes se sonrojen, que los libros pierdan hojas en otoño o que el que hace ejercicio en casa, apaciblemente montado en una bicicleta estática, acabe empotrado en una furgoneta de Correos, pues Fermín juega con lo inverosímil hasta tal extremo que al cabo de cuatro o cinco textos el lector acaba convencido de que todo es posible, de que el mundo, o al menos el mundo que aparece en sus relatos, no tiene límites.

Los relatos de Fermín juegan, pues, con la realidad sin nunca llegar a ser del todo reales, ni siquiera algunos, como “Polvo de tiza” o “Vidas paralelas” que aparentan ser perfectamente cotidianos pero que enseguida uno descubre tocados por la chispa de lo insólito, como si Fermín experimentase injertando lo fantástico en escenas del día a día, en rememoraciones o en tiernas estampas del pasado para ver cuál es el resultado, qué extraña sombra acaban proyectando sobre la blanca hoja de papel, de ahí el artificio, ahí el Deus ex machina que hace que sus textos resulten tan teatrales, meticuloso juego de títeres para individuos dispuestos a enfrentarse a ellos con el cándido asombro del niño que empieza a leer.

Pero hay una serie de cuentos en los que el teatro de Fermín López Costero es, más que nunca, de sombras, aquellos en los que la muerte, y los muertos, aparecen como protagonistas, y me refiero a relatos como “Los aparecidos”, “Timidez”, “La maldición”, “Fantasmagórico lamento”, “Los trajes”, “El compañero” o “El eclipse”, relatos que, pese a lo que pueda parecer de entrada, no resultan sombríos, pues la muerte que aparece en ellos es más literaria que literal, juego, espejismo, una vez más puro artificio, y eso aunque de vez en cuando, entre muertos cotidianos como el de “El fantasma”, sorprendidos como el de “El durmiente”, malvadamente juguetones como el de “Venganza” y cuentos dulcemente melancólicos como “La tristeza de la acacia”, uno se encuentro con relatos contundentes que, como “Pupilos”, muestran la muerte en toda su crudeza o que, como “La Piedad”, el relato que cierra el libro, te dejen, al terminar, completamente desolado.

Hay que decir, por último, que la muerte no es la única sombra que se desliza por los relatos de Fermín López Costero, pues, siguiendo lo que ya viene siendo una tradición, casi un subgénero, en el género del microrrelato, son frecuentes en ellos las sombras de otras sombras, esto es, la aparición personajes literarios que Fermín convierte en sus propios personajes en pequeños homenajes que, a lo largo del libro, va haciendo a los protagonistas de cuentos tradicionales, como hace con el lobo Feroz en “La cita”, con la Cenicienta en “El zapato” o con la Bella Durmiente en “La cripta”, pero también en ingeniosas vueltas de tuerca en torno a grandes clásicos de la Literatura en cuentos como “Robinsón”, “El joven y apuesto Ulises” o “La muerte de Sherlock Holmes”, un juego de espejos, de reflejos, de relecturas en el que se atreve, incluso, con el protagonista de la mayor historia jamás contada, esto es, con Dios, en un relato que se titula justamente “Dios”, que abre el libro y con el que cierro esta reseña, esta pequeña invitación a la lectura, con la esperanza de que se animen a leer el libro:

Desde hace años, va de taberna en taberna contando a quienes quieren oírle cómo creó el mundo en seis días y al séptimo descansó. A pesar de su característico enardecimiento verbal y de su porte estrafalario, resulta inofensivo, pues jamás se mete con nadie.

Lástima que hoy la gente sea tan incrédula. Sólo los más jóvenes, cuando están aburridos, le invitan a alguna ronda y le piden que cuente cómo originó las tierras y los mares; cómo creó el firmamento, al que llamó cielo; o de qué manera hizo surgir la luz, separando ésta de las tinieblas; aunque el episodio más solicitado es el de la creación de la primera mujer a partir de una costilla del primer hombre.

Luego, cuando el último garito ya está a punto de cerrar, de manera sigilosa se mezcla entre las sombras y desaparece. Nadie sabe dónde habita. Pero al día siguiente, sin falta, vuelve a aparecerse a los que creen en él.

Teatro de sombras

Fermín López Costero

Ediciones Nazarí

14 euros

Publicado: 19 de Mayo de 2017

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